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¿Qué digo?... pensé. Qué, que no abunde en la invisibilidad femenina, a esta altura tan mentada, sin agregar nada para tornarlas realmente visibles a través de datos concretos; ni caiga en la falsa dicotomía del varón como un “otro”, un enemigo. Qué, en momentos en que la irrupción de las mujeres (la mayor revolución social del siglo XX, según afirmación indiscutible de Eric Hobsbawn) no exime al mundo de la persistencia de desigualdades laborales y jurídicas, de trato y de horizontes, entre hombres y mujeres.
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Dada mi profesión, pensé, puedo rescatar varias con nombre y apellido, pero qué difícil hacerlo superando el umbral habitual en el que se las encuentra: mujeres como sombras fieles, como “varonas” que aparecen en la Historia cuando actúan en contrasentido del comportamiento de su género. Así las encontré en los archivos de la revolución de 1897, por ejemplo: en las filas de la Cruz Roja, en los hospitales de sangre de la campaña, junto a médicos y sacerdotes, en esa sociedad de pasiones que supimos ser. “Ella ampara con cariño bajo su mismo techo a todos los que caen en la lucha, y muchas veces hace llegar ese beneficio a los mismos que han herido a sus hijos”, explicaron las fundadoras.
También podría hablar de las que lucharon por el voto, las que se animaron a quebrar reglas de protocolo social, las que irrumpieron en las aulas de la universidad o del Parlamento por primera vez. Pero, en realidad, las lecciones que aprendí de memoria fueron las impartidas por mi madre, mis abuelas, tías, primas, hijas.
“No te preocupes por sus notas, conseguirá marido, es linda”, dijo una de ellas. “Nunca más estarás sola”, me dijo mi madre, cuando nació mi primera hija. “A los hombres nunca hay que decirles que no y hay que tenerles pronta la comida apenas llegan”, repetía Lola. “Primero aprendé a hacer algo, oficio o carrera, lo que sea que te permita mantener a tus hijos, porque hay que prepararse por si toca estar sola”, dijo otra de ellas. “Nunca cambies tu libertad por un abrazo, casa o apellido: no valen ese precio”, decía Margarita, despertando la desconfianza de mi padre: “Tu tía es demasiado liberal, tené cuidado con ella”. “Voy a hacer un doctorado en el exterior”, dijo Carmen, sin pedir permiso. “Quiero viajar por el mundo”, anunció Victoria. “Amo demasiado, debo corregir eso”, agregó.
Tiene razón Hobsbawn: somos protagonistas de una revolución. Pese al miedo, ¡qué delicioso vértigo, qué complejidad desafiante la de ser mujer!