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    Dos jardines

    N° 2032 - 08 al 14 de Agosto de 2019

    , regenerado3

    Fue una rara coincidencia. La excursión incluía los dos paseos y pensé que visitar Giverny por la mañana y Versalles por la tarde sería una buena idea. Había estado en el palacio otras veces y continuaba atrayéndome el recuerdo de su imponencia. En cambio, Giverny, un sitio al que jamás había ido, me atraía por otros motivos. Quería conocer el lugar que había ofrecido a Claude Monet la inspiración para algunas de sus más memorables pinturas. No pensé que, al final del día, haría la inevitable ?y acaso imposible? comparación entre las dos experiencias. De haber sabido lo que iba a vivir, hubiera optado por una jornada completa en Giverny. 

    Llegué a eso de las diez, después de una hora de viaje desde el centro de París. El día estaba soleado y esa luz suave fue el marco perfecto para un escenario de ensueño donde cada cosa parecía dispuesta por el mismísimo Monet. No me hubiera sorprendido si, tras un sendero de lavandas o un arco de glicinas, lo hubiera encontrado con su caballete, su barba y su sombrero, pintando au plein air, desesperado por captar el instante, la danza inquieta de la luz sobre los malvones y las azaleas. 

    La casa es amplia y sencilla, una vivienda campestre pintada de rosa pálido, con postigos verdes y el abrazo fresco de las enredaderas. Adentro, destacan los colores vivos de las paredes, espacios turquesas y amarillos decorados con innumerables estampas japonesas, cerámicas y azulejos. Una cocina de leña, ollas de cobre, delicados dormitorios de cortinas floreadas, fotos familiares, un estudio cubierto con pinturas del piso al techo. Y la luz entrando por los generosos ventanales y empapándolo todo como un baño de naturaleza. 

    La localidad normanda de Giverny, situada en la ribera oeste del Sena, apenas sobrepasa el medio millar de habitantes y se ha convertido en un punto de atracción turística donde las residencias alternan con hotelitos, restaurantes y tiendas. Al final de la calle principal cuyo nombre homenajea al pintor, se encuentra una pequeña iglesia medieval junto a la que un cementerio preserva el panteón de los Monet. El pintor pasó los últimos cuarenta y tres años de su vida en Giverny, donde murió el 5 de diciembre de 1926. 

    Se había mudado allí en 1883 junto a su numerosa familia y, más tarde, adquirió la casa y algunos terrenos que, para espanto de los habitantes del lugar, pobló con especies raras. Desvió las aguas del río y construyó puentecitos de inspiración japonesa. Creó un mundo de espejos azulados sobre cuya superficie mansa se reflejan los sauces y descansan serenos islotes de nenúfares en flor. Los jardineros se esmeran en mantener la apariencia silvestre, un caos ordenado de plantas, flores y árboles engarzados con el agua y el cielo. La vista encantada confunde la realidad con los cuadros tantas veces admirados y uno apenas da crédito a lo que ve. 

    Unas tres horas bastaron apenas para recorrer la casa, los jardines y el pueblo, que también alberga un pequeño museo. Luego partí hacia Versalles, que me recibió inundado de turistas, tan señorial, tan lujoso, tan poco humano en su escala gigantesca. Siempre impacta Versalles. Las salas, las nobles maderas, las pinturas y los ornamentos, la monumental cama del Rey Sol y los caprichos de María Antonieta. Tanta historia contenida en sus muros y sus rejas. Imposible la indiferencia. 

    Los jardines se veían espléndidos. Los canteros lucían con su precisión geométrica como si unos minutos antes Le Nôtre hubiese estado aquí y allá dando los últimos toques. Flores y más flores, árboles podados con uniformidad algo artificiosa, esculturas solemnes, fuentes y senderos, un despliegue de poder extendido hasta el horizonte. Una forma particular de la belleza. 

    Yo venía de otro mundo y, de pronto, me encontraba inmersa en este. No podía compararlos en suntuosidad, ni en dimensiones ni en trascendencia. Aquel había sido el hogar de un pintor y su familia. Este había sido concebido como el símbolo de la monarquía absoluta, casa de reinas y reyes. ¿Cómo establecer comparaciones entre dos sitios tan diferentes? Rechacé la idea por absurda al principio, pero algo seguía inquietándome por dentro. En un punto sí cabían las comparaciones. La sensibilidad establecía una escala subjetiva en la que podían medirse las dos residencias y sus jardines. ¿Por qué no hacerlo? Nadie puede opinar acerca de esa sensación más que quien la experimenta. 

    Mi sensibilidad estaba más afín a Giverny, donde me había sentido plena. Versalles, en cambio, me abrumaba por su grandeza, pero no lograba conmoverme. De buena gana hubiera desandado mis pasos y regresado al pueblo para cenar en el antiguo Hotel Baudy, donde Cézanne, Sisley, Renoir y Cassatt se alojaban cuando visitaban a los Monet. Quizá el silencio de la noche me hubiera traído sus ecos.