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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHasta hace poco, la vida de Agustina se reducía a los juegos y al jardín. La niña de cinco años pasaba sus tardes entre la casa de su abuela y las clases con sus compañeros. Solo se preocupaba por saber su nombre completo y la dirección en la que vivía. Pero ahora aprendió a expresar su estado de ánimo en palabras y empezó a manifestar sus deseos. De a poco, además, comenzó a diferenciarse del resto y a construir su personalidad. Una tarde vio a otros niños jugar con un esqueleto en el laboratorio de la escuela y quedó impactada. Aunque no sabía de qué se trataba, los tubos de ensayo y los experimentos la entusiasmaron. Al llegar a casa, Agustina se encontró con su hermano y un amigo, ambos de 10 años, en la cocina. Y les contó su nuevo deseo: quería ser científica. Los dos niños se rieron sin ser conscientes del daño que podían provocarle. “Es un trabajo para hombres”, comentaron entonces. Su reacción —que afectó la ilusión de la niña— podría parecer insignificante. Sin embargo, es un reflejo de un estereotipo que preocupa a la comunidad científica.
Según un estudio de las universidades de Nueva York, Illinois y Princeton, las niñas se consideran menos inteligentes que los niños desde los seis años. A partir de esa edad, los estereotipos se fortalecen y tienen un fuerte impacto sobre las aspiraciones profesionales de las mujeres. Y en especial en el mundo de las ciencias. La investigación preocupó a la comunidad internacional, pero los resultados eran predecibles, según la neurocientífica Natalia Lago. La española todavía recuerda las comparaciones que sus padres le hacían con su hermano durante su infancia y adolescencia. La investigadora, que vive en Uruguay, tiene grabada la frase que su madre solía decir: “Tu hermano es inteligentísimo pero no le da la gana estudiar. Tú, en cambio, eres como una hormiguita que se esfuerza y llega”. La comparación “marcó mi infancia”, cuenta Lago, que a pesar de los prejuicios, se convirtió en una referente para la comunidad científica uruguaya. El estereotipo del hombre “brillante” se construye desde la infancia porque se transmite en distintos ámbitos sociales.
En las películas, por ejemplo, los científicos se muestran como personas serias, desarregladas, extrañas y antisociales. Pero es solo un prejuicio que se traslada a la cotidianidad. Hace unos meses, la científica María Eugenia Francia fue a un colegio en Montevideo para dar una charla sobre las mujeres en la ciencia. Antes de presentarse, la investigadora les preguntó a las niños cómo se imaginaban a un científico. “Ninguno pensó en una mujer”, dice Francia con una mezcla de asombro e ironía. Todos recordaron a Einstein o a alguno de los matemáticos sobre los que se trabaja en las escuelas, pero nadie imaginó a una científica. Las ciencias duras fueron, históricamente, un campo en el que se desarrollaron los hombres. Sin embargo, cada vez hay más mujeres que se dedican al mundo de la ciencia. Según las Naciones Unidas, la participación femenina aumentó a gran escala pero todavía no es reconocida dentro de la comunidad. Por esta razón, hace tres años se empezó a celebrar el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia el 11 de febrero. En distintas partes del mundo se busca llegar a una formación equitativa, que se respete la igualdad de género. Y Uruguay no se queda atrás.
En crecimiento. La científica Ana Silva, que ahora trabaja en la Facultad de Ciencias, recuerda el momento en que tuvo que decidir a qué se iba a dedicar. Sabía que no quería ser doctora, pero le aconsejaron estudiar la carrera para luego ingresar al mundo de la ciencia. “Lamentablemente, la formación científica no estaba nucleada en una universidad y tuve que elegir”, cuenta. Entonces tenía dos opciones: entrar a la Facultad de Medicina o, como hicieron mucho, conseguir una beca y estudiar en el exterior. También podía decidir entre la Facultad de Química y el Instituto de Investigación en Ciencias Biológicas Clemente Estable, pero optó por la medicina. “Todavía me pregunto si hice lo correcto en ingresar a esa carrera”, cuenta la médica que nunca ejerció como tal.
La Facultad de Ciencias se creó cinco años después del fin de la dictadura, en 1990. Con el restablecimiento de la estabilidad política y el regreso de muchos de los investigadores que se encontraban exiliados, se fundó el instituto del que hoy egresan 140 científicos al año. Después de distintos debates y discusiones se construyó un edificio en Malvín Norte, se crearon los laboratorios y adquirieron una biblioteca para los estudiantes. Desde entonces, la carrera no dejó de ganar popularidad entre los jóvenes. Florencia Irigoín fue una de las científicas que se recibieron en la primera generación de estudiantes. La investigadora, que ahora trabaja para la Facultad de Medicina, hizo una licenciatura en Bioquímica en 1990. Antes de ingresar a la carrera, Irigoín había tenido poco contacto con la ciencia. “Solo recuerdo haber leído un libro sobre cómo fue descubierto el átomo y las partículas subatómicas y me pareció fascinante”, recuerda con la mirada de una niña encantada. Pero terminó el liceo sin saber qué iba a estudiar. La joven se enteró de la nueva carrera por un grupo de representantes de la facultad que llegó a Minas para presentar la nueva propuesta. “Fueron a contar sobre la carrera al liceo y tenía todo lo que me gustaba. Lo decidí sin saber que iba a terminar dedicada a la investigación”, cuenta. Entonces, solo tenía un interés definido: quería entender cómo funcionan las cosas. La pasión por encontrar una explicación a los fenómenos y buscar respuestas en los procesos humanos más complejos fue lo que motivó también a María Eugenia Francia.
Un futuro en otra parte. Al igual que muchos científicos uruguayos, María Eugenia Francia encontró su lugar en el exterior. Comenzó a estudiar en la Facultad de Ciencias pero tuvo la posibilidad de emigrar en 2006. En ese entonces, el Instituto Pasteur —donde ahora trabaja— todavía no había abierto y la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) recién comenzaba a financiar proyectos. Por esta razón decidió dejar la carrera en Uruguay y terminarla en una universidad de Estados Unidos. En el exterior hizo la licenciatura, el máster, el doctorado y el posdoctorado. Después de participar en proyectos en distintos laboratorios estadounidenses, la científica estuvo en Francia y Portugal. “Siempre fui muy desarraigada”, explica esta científica dedicada a estudiar las enfermedades causadas por parásitos. Hace un año y medio tuvo la posibilidad de regresar a Uruguay para trabajar en una investigación sobre el área en la que es experta y no lo dudó. “Tenía que decidir si continuaba o no con el contrato en Portugal y estaba en un momento de salto en mi carrera. Si no volvía al país no lo iba a hacer más”, recuerda.
Un concepto equivocado. Antes de regresar a Uruguay, María Eugenia Francia pensó que iba a trabajar en un laboratorio en peores condiciones de las que estaba acostumbraba. “Pensaba que iba a tener que bajar la pelota, pero me encontré con otra realidad”, cuenta la científica. Diez años después de vivir en el exterior regresó a un país con profesionales preparados y mejores instalaciones de las que podía imaginar. “Por supuesto que todavía faltan recursos para equipararse con Europa, pero las herramientas son cada vez mayores”, asegura Francia y ratifica Irigoín. Esta última investigadora que acompañó el crecimiento de la comunidad científica desde la apertura de la Facultad de Ciencias asegura que Uruguay mejoró en la calidad y en el desarrollo de la ciencia. “Hay más gente formada y tenemos más instrumentos y posibilidades de acceder a becas, aunque los elementos de financiación son insuficientes”, explica Irigoín. Según ella, el crecimiento de la comunidad no estuvo acompañado por el incremento de montos y apoyos a la investigación, que son esenciales para los científicos. De hecho, su trabajo está condicionado por el financiamiento que reciben para sus proyectos. El éxito en la carrera del científico, además, se mide por la cantidad de publicaciones que realicen. “El problema es que por un mismo proyecto la ANII te da 40.000 dólares, mientras que en el exterior te dan 200.000”, explica Natalia Lago.
Una mudanza por amor. El vínculo de la española con la comunidad científica uruguaya comenzó de una forma inesperada. Lago estaba haciendo un doctorado en Barcelona cuando conoció a un investigador uruguayo. “Él ya se venía a Uruguay porque quería volver a su país y yo me quería marchar al extranjero”, cuenta. Aunque nunca había pensado en emigrar a América Latina, la científica tenía que irse por dos años de Barcelona como parte del doctorado. “Luego de terminar la carrera hay que desvincularse de la universidad, ir al extranjero si es posible y hacer currículum para encontrar trabajo”, explica. Ya tenía decidido viajar a Londres para continuar su formación como neurocientífica, pero la aparición del uruguayo cambió sus planes. “El amor me hizo venirme para acá”, resalta entre risas. La española se instaló en Montevideo en 2009.
La primera vez que llegó se encontró con el mismo panorama que describió Maria Eugenia Francia antes de irse. “En uno de estos viajes conocí la Facultad de Medicina y cuando mi pareja me la enseñó vi que era totalmente diferente a lo que estaba acostumbrada. Solo veía mesadas limpias y sin muchos materiales”, explica Lago. Luego de llegar al país, la científica demoró tres años en conseguir la residencia, pero enseguida empezó a trabajar en un proyecto financiado por la ANII.
Unidas por un objetivo. Cada científica tiene una historia para contar. Algunas estrenaron la Facultad de Ciencias, mientras otras se fueron a estudiar al extranjero. La mayoría son expertas en distintas áreas y llevan estilos de vida diferentes. Sin embargo, todas tienen un objetivo en común: luchar contra la brecha de género. Desde el año pasado, en el Instituto Pasteur se formó una comisión para dedicarse a los problemas de las mujeres de la institución. El 8 de marzo se reunió un grupo de científicas y propuso formar un organismo de seis personas para analizar si existía la brecha de género que hay a escala mundial. “Nuestra idea era hacer una institución más transparente para poder trabajar y hacer política para revertirlo”, explica Natalia Lago. Sin embargo, se dieron cuenta de que no tenían las herramientas para analizar la situación y empezaron a buscar colaboración con otras instituciones.
Al igual que en este lugar, en el Instituto Clemente Estable existen representantes de la Comisión Especializada de Género del Ministerio de Educación y Cultura. Las cinco científicas entrevistadas aseguran que la discriminación hacia la mujer no aparece cuando comienza la carrera, sino que lo hace en los puestos de toma de decisiones. De hecho, en el Instituto Pasteur hay 114 mujeres de 200 investigadores. Sin embargo, solo cuatro científicas son responsables de las 20 unidades de la institución. Una ecuación similar se mantiene en las autoridades de los otros centros científicos. “Solo hace falta ver los nombres en la lista de los cargos principales para darse cuenta de que las mujeres son dejadas de lado”, resalta la neurocientífica Silvia Olivera, del Instituto Clemente Estable.
Un universo desparejo
El Premio Nobel es el mayor mérito que un investigador puede obtener. En la premiación —ideada por el descubridor de la dinamita, Alfred Nobel— se otorgan distinciones a los científicos más importantes del mundo. Hasta el año pasado, el premio se entregó 844 veces a hombres, 24 veces a organizaciones y solo 49 a mujeres. La primera científica en recibirlo fue Marie Curie, que ganó el de Física en 1903 junto a su marido Pierre Curie y Henri Becquerel. En 1911 también recibió el reconocimiento de Química al igual que su hija, Irène Joliot-Curie, que lo ganó en 1935. La científica polaca fue la única en ser honrada con el premio en más de una ocasión. Su carrera fue una excepción que refleja la desigualdad dentro de la comunidad entre los hombres y las mujeres.
Una carrera en crecimiento
Desde que se instaló, la Facultad de Ciencias no dejó de crecer. A 27 años de su apertura, la matrícula asciende a 550 estudiantes al año en todas sus carreras. Según datos de la facultad, cada año se forman 140 científicos nuevos que se insertan en distintos lugares. El 20% de los egresados trabajan en el exterior, mientras que el 45% se inserta en la Universidad de la República. Por este incremento, las autoridades buscan que se destine el 0,36% del Producto Bruto Interno al desarrollo de la comunidad científica.