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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn el mundo occidental —ese lugar del planeta en cuyos arrabales pobres tenemos domicilio y de cuya cultura somos hijos— están teniendo lugar reacciones políticas y sociales a los cambios y las posibilidades que abrió el vertiginoso desarrollo científico y tecnológico de los últimos tiempos. O, si usted prefiere empezar por la otra punta del razonamiento, las posibilidades que han abierto los nuevos inventos y los nuevos productos están produciendo reacciones y movimientos políticos y sociales inesperados. No solo han sido inesperados sino que, lejos de desplegarse en el sentido abierto por las novedades científicas, son movimientos políticos claramente defensivos. Trump ganó las elecciones prometiendo construir un muro, los ingleses buscaron el refugio de su isla, Marie Le Pen llegó a la segunda vuelta con más del 30 % de los votos prometiendo la protección contra los inmigrantes mediante la expulsión. En ese mundo cunde la preocupación por una economía supranacional desprendida de cualquier control y de cualquier gobierno.
Nuestro país mira de lejos lo que sucede allá pero, sin habérselo formulado claramente o siquiera advertirlo, hace mucho tiempo que está en lo mismo. ¿Qué es lo mismo? El temor, las reacciones defensivas a los cambios inevitables.
En el año 1987, en junio de ese año, escribí para el semanario “La Democracia” un artículo titulado “El país que no quiere morir”. Años más tarde, en 1996, escribí un libro con ese mismo título (Ed. Fin de Siglo). Acontecimientos que se han seguido sucediendo me hacen pensar que aquello de 1987 era acertado. Un país que no quiere morir es lo opuesto a un país que quiere nacer. Dicho de otro modo, no se puede nacer si no se está dispuesto a dejar morir y enterrar ciertas cosas. Con la atención acaparada por lo que está moribundo no sobra ni energía ni cabeza para atender lo que busca nacer. En 1994, Carlos y Fernando Filgueira titularon su conocido libro “El largo adiós al país modelo”. Prolongadísimo adiós. Creo que en eso estamos desde 1960 hasta ahora.
El Uruguay empezó a perder la seguridad en sí mismo y la satisfacción (razonable) en ser como era a partir de 1960. Ahí comenzó su inseguridad y la consiguiente irritación consigo mismo. A partir de esos tiempos empezó la búsqueda de un futuro que le devolviera el pasado, que se pareciese a aquel Uruguay de oro, paraíso perdido, recordado con la tremenda fuerza de los oropeles fantasiosos que inventa la memoria de un pueblo atribulado y que no atina a identificar las causas de su malestar.
Ese itinerario llevó a Uruguay a abandonar al Partido Colorado que había gobernado por más de noventa años y pasar a elegir al Partido Nacional. Luego abandona al Partido Nacional y a los gobiernos colegiados y pasa a elegir un gobierno fuerte, presidido por un militar (Gral. Gestido) y nuevamente del Partido Colorado. Luego vino el período violento y sombrío, tan ajeno a las honrosas tradiciones del país, el cual no se puede decir que fuese elegido por los uruguayos en la medida en que la gran mayoría de la población no estuvo a favor ni de los tupamaros ni de los militares. (Este período fue la negación de la esencia del Uruguay recordado-soñado en cuanto violentó la base histórica sobre la cual se había consolidado políticamente la nacionalidad oriental, vale decir, la legitimación del antagonismo como reemplazo definitivo de la lógica de la guerra-exclusión: Paz de Abril que puso fin a la Revolución de las Lanzas, en 1872).
De la salida de la dictadura hay muchas cosas para decir pero en lo que tiene que ver con la línea argumental de este escrito, más allá del restablecimiento del Estado de derecho y la recuperación de las instituciones y los hábitos democráticos, la poderosa memoria nacional siguió firme: el Uruguay que había que restablecer, al Uruguay que había que volver, no era el de las vísperas del golpe (1973) sino al proto-Uruguay, el de 1950, época en que “la exclusión social era cualitativa y cuantitativamente insignificante y carente de implantación estructural” (Ver Amparo Méndez Carrión “Los Avatares de una Polis Golpeada” , Fin de Siglo 2016, Tomo I). Era el Uruguay de la lana a 10 dólares (dólares de 1950) y el peso uruguayo a 1,50 el dólar.
Aquel estado de bienestar (welfare state) tan vivo en la memoria quedaba fuera del alcance material o económico del Uruguay posdictadura. Los gobiernos que se suceden toman en cuenta esa realidad y, unos por necesidad y otros por convicción (Lacalle en este caso, Sanguinetti y Batlle en el caso anterior), comienzan a plantearse y plantearle al país otros horizontes y otros caminos. Esos planteos y esos nuevos rumbos iban a dejar por el camino a muchos uruguayos incapaces de comprender o desconfiados de las verdaderas razones por las cuales se abandonaba el discurso característico del Uruguay de oro, el que recordaban y al cual quería regresar.
En 1998 escribí en “Cuadernos de Marcha”: “El Frente Amplio abandonó el terreno de sus definiciones ideológicas y se desplazó a un plano histórico donde ha pasado a constituirse (u ofrecerse) como representante político-afectivo para una cantidad importante de uruguayos angustiados y perplejos por su historia reciente. Da hospedaje a la desazón histórica uruguaya y se transforma a sí mismo al institucionalizarla”.
Por si alguien sospecha algún sesgo partidario paso a agregar otras citas insospechables (en este sentido). “Es una paradoja porque después del ciclo dictatorial (1973-1985) fueron los partidos tradicionales quienes lideraron reformas importantes en la sociedad, la economía y el Estado uruguayo, en tanto que la izquierda, en un tiempo de crisis, integra a los que están descontentos ofertando seguridades propias del Uruguay batllista que fue, con fuerte estatismo y redes de protección social”. (Jorge Lanzaro, “La Izquierda Uruguaya”, Fin de Siglo, 2004). Y Henry Finch: “El crecimiento del Frente Amplio a través de la historia responde, en parte, a que la izquierda se apropió de los temores de la gente. Hay un Estado importante, creado por los batllistas, que ahora los batllistas quieren desmantelar”.
Ya más cerca en el tiempo nuestro país vivió una bonanza económica sin precedentes, más o menos desde el año 2003 al 2014, que llenó las arcas del Estado y los bolsillos de la gente y corrió paralela con un gran cambio político y de gobierno. Quizás, o sin quizás, ese lapso produjo en muchos compatriotas una resurrección del viejo sueño. Como sabemos, eso ha terminado. Terminó en el déficit público de 4% del PBI, los cuarentaytantos jardineros de la planta de portland de Ancap y el vicepresidente insistiendo en un diploma que no tiene.
Luchar contra la memoria mítica es como luchar contra un muerto y la lucha contra los muertos —se sabe— es más ardua que la lucha contra los vivos. Pero, sea como sea, el desafío que tiene por delante el país es dejar de ser un país que no quiere morir y ponerse del lado de lo que en su entraña está dispuesto a nacer. Porque —y no es mero wishfull thinking— hay también, aunque callado e impreciso, un Uruguay que quiere nacer. En un mundo que se inclina hacia el proteccionismo eso agrega una dificultad, pero no lo hace menos necesario. El punto neurálgico es saber identificar la tarea. Lo que “dice” a un país, lo que lo hace inteligible (para sí mismo y para los demás) es lo que el gran historiador Fernand Blaudel llama la longue durée, las pinceladas largas. Lo episódico, lo inmediato, es solo noticia, material para el diario de mañana o el twit. Cuál ha sido la longue durée de nuestro país es lo que he tratado de explicar. Lo que está por nacer espero que me lo expliquen los dirigentes políticos. Que lo busquen, lo divisen y lo pronuncien.
Juan Martín Posadas