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    Rosas rojo sangre…

    El viernes 20 de abril de 1945, un avejentado Hitler cumplió 56 años. Apático, recibió a sus huéspedes. Luego, algunos de ellos —como Himmler— aprovecharon la confusión reinante y desaparecieron. Más tarde, el Führer salió por unos minutos del búnker para saludar a unos niños de entre 10 y 14 años que habían destruido varios tanques soviéticos: eran las últimas tropas “frescas” del Reich. La próxima vez que dejaría el búnker sería como cadáver.

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    A medianoche, Hitler se retiró a su cuarto y Eva Braun y el resto de los presentes subieron al salón de la Casa de Gobierno, ya vaciado de muebles, espejos y alfombras y con huellas de la artillería enemiga. Allí bebieron champagne, comieron sandwiches y bailaron al ritmo del único disco disponible: Blutrote Rosen erzählen dir von Glück (Rosas rojo sangre te cuentan sobre la felicidad). Según los participantes sobrevivientes, “el ambiente era histérico”.

    En las calles llovía fuego enemigo, pues en diez días los rusos lanzaron dos millones de granadas sobre Berlín.

    El sábado 21, Hitler le ordenó al veterano general Félix Steiner atacar a las fuerzas que lo rodeaban en una proporción de diez rusos por alemán. A su mando, el Führer puso divisiones que ya no existían. Steiner agrupó a sus últimos hombres y bajo una cerrada cortina de fuego rompió el cerco y marchó al oeste, en donde se entregó a los ingleses.

    El domingo, cuando Hitler se enteró, tuvo un legendario ataque de ira. Gritó, rugió, amenazó y luego cayó exhausto sobre una silla. De pronto reconoció que todo estaba perdido. Se llamó urgentemente a Goebbels para que lo convenciera de abandonar Berlín, pero Goebbels también quería morir allí.

    Por la tardecita, Hitler intentó que sus colaboradores aprovecharan el último avión disponible para irse al sur. Martin Bormann y los generales Keitel y Jodl se negaron. Tampoco las mujeres que lo rodeaban (Eva Braun, la dietista Constanze Manziarly y las secretarias Gerda Christian y Traudl Junge) lo quisieron abandonar.

    En secreto, Himmler negociaba su propia salvación con Norbert Masur, del Consejo Mundial Judío, y el conde sueco Folke Bernadotte, de la Cruz Roja.

    Poco después de felicitar a su jefe por su aniversario, Himmler, jefe de las SS y máximo responsable de los campos de concentración, se reunió con Masur al norte de Berlín. Al otro día se encontró en Lübeck con Bernadotte y representantes de los aliados, quienes no aceptaron su propuesta. Su última carta fue ofrecerle a Eisenhower la capitulación de Alemania a cambio de no ser juzgado por su participación en la guerra. No recibió respuesta.

    Arrestado por los ingleses, Himmler se suicidó con una cápsula de cianuro. La traición de “el más leal entre los leales” fue un durísimo golpe para Hitler­, quien ordenó inútilmente su detención. Más fácil fue arrestar a Göring, que había huido al sur, aunque Bormann no se pudo sacar el gusto de hacerlo fusilar.

    El ayudante de campo de Himmler se llamaba Hermann Fegelein y estaba casado con la hermana de Eva Braun. Confiado en su condición de “cuñado del Führer”, Fegelein se había quedado en Berlín, pero cuando Hitler descubrió que había desaparecido del búnker ordenó detenerlo.

    Una patrulla de las SS lo encontró en su casa con una amante. Estaba vestido de civil y tenía una maleta con dinero, oro y pasaportes falsos. Fegelein fue llevado al búnker, juzgado por un tribunal improvisado y fusilado.

    Luego de que la artillería enemiga destruyese la última antena disponible, Hitler quedó aún más aislado. Recibía informes del general Weidling, último comandante de Berlín, quien debía “correr de ruina en ruina” para hablar con su jefe.

    En esos momentos finales llegó al búnker la familia Goebbels, Joseph y su esposa Magda habían decidido morir junto a Hitler. Con ellos morirían sus seis hijos, de entre 5 y 12 años: Helga, Hildegard, Helmut, Holdine, Hedwig y Heidrun. El búnker era una sala de espera de la muerte.

    Pasada la medianoche del 28 al 29 de abril, el líder nazi hizo algo que siempre había rechazado: se casó con una mujer de carne y hueso. Walter Wagner, oficial de las tropas de asalto con poder para celebrar matrimonios, fue llevado al lugar.

    Hitler tenía su capa militar habitual y Eva Braun lucía un vestido de seda. Los testigos de la boda fueron Bormann y Goebbels. La ceremonia duró dos minutos y ambos novios tuvieron problemas al firmar: Eva, nerviosa, debió tachar la B de Braun y escribir Hitler. La firma del flamante marido salió ilegible debido al fuerte temblor que sufría.

    Siguió una cena frugal con los más allegados y luego la pareja se retiró unos minutos a su pequeño living, mientras los rusos cruzaban, con grandes pérdidas, el puente Moltke, a 600 metros del Parlamento.

    Stalin exigía que la bandera soviética flamease sobre ese edificio antes del desfile del 1º de mayo en Moscú. El valor simbólico de ese hecho no tenía precio, ni siquiera en vidas humanas.