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    El solista

    Héctor “Fino” Bingert, un saxofonista que volvió del frío

    entrevista de Eduardo Alvariza

    Por lo general, un músico de jazz está asociado a la noche. Sin embargo, el encuentro con Héctor “Fino” Bingert se da a pleno mediodía y en el McCafé de 21 de Setiembre y Ellauri. “Es un lugar tranquilo, viene gente mayor”, dice el saxofonista ante el temor del periodista de encontrarse en un sitio atiborrado de adolescentes y gritos. Con 70 años, Bingert está en inmejorable forma: lo único que delata el paso del tiempo es su pelo completamente blanco. Y sigue soplando del mejor modo (toca todos los días al menos una hora), con un sonido de mucho cuerpo y swing, muy en la onda de Sonny Rollins, uno de sus ídolos de toda la vida.

    Su esposa es sueca, sus tres hijos son suecos. Bingert, ahora jubilado, estuvo muchos años radicado en Suecia. Pero la aventura musical comienza en Montevideo, en el Hot Club de la calle Guayabo, cuando Fino era un adolescente. “Uno de mis mayores momentos de felicidad es el recuerdo de Paco Mañosa exclamando ¡Guau! ante un solo de saxo que estaba haciendo. Yo era un pibe sin mucha idea, pero él reconoció que ese era el camino a seguir, el idioma, el jazz en definitiva”.

    Su pericia como saxofonista tenor, alto y soprano —y clarinetista y flautista— lo llevó a recorrer varios países desde muy joven, invitado por los Lecuona Boys. Tenía 14 años cuando se fue con la banda cubana. Y hasta ahora no ha parado de hacer música. Pero antes de ocupar los escenarios de grandes teatros con gente de la talla de Bob Brookmeyer, Lee Konitz o María Schneider, se ganó la vida como músico en fiestas. En algún bar mitzvá cimentó su amistad con Rubén Rada, con quien formó la banda S.O.S. Llegaron a tocar 70 días en un crucero para turistas en la Antártida.

    “Últimamente pasaba mucho tiempo acá y la casa que tenía en Estocolmo quedaba sola”, se queja con cierta suavidad Bingert. “Había que quitarle la nieve y en verano cortarle el pasto, y lo hacían mis hijos, y ya tenían las pelotas hinchadas. En fin, era un gasto que podía enfrentar, pero... En realidad estoy algo arrepentido de haberla vendido. Si ahora quisiese volver a Suecia tendría que vivir en la casa de uno de mis hijos, y toda mi vida fui independiente. Allá dejé cantidad de trabajo”.

    La pregunta, entonces, es de cajón:

    —¿Por qué razón decidió volver a Montevideo?

    —Mis últimos trabajos consistían en acompañar a artistas famosos. Tenía una participación importante como solista, pero era demasiado sacrificio, muchos viajes en auto, unos 600 km diarios: llegaba, tocaba, dormía y al otro día lo mismo. A veces nos perdíamos en la carretera. En cierto momento me saturó. Por otra parte, tenía una big band con músicos de primera clase, pero se hicieron tan conocidos conmigo que era casi imposible juntarlos. Salíamos de gira con la mitad de la orquesta con músicos suplentes, y ya no sonaba igual. Eso me desilusionaba muchísimo.

    En Montevideo, Bingert ha vuelto por lo suyo pero más relajado. Los viernes es frecuente encontrarlo en “Kalima” (Durazno y Jackson) con músicos del Hot Club e incluso hay fines de semana en que realiza alguna incursión en otros departamentos, como ocurrió unos días atrás, cuando se presentó en el boliche Don Rómulo de La Pedrera en formato cuarteto, junto al pianista Ricardo León, al bajista Álvaro Pacello y al baterista Julio Guglielmi. Fue una auténtica noche nórdica en Rocha, fría y ventosa, en el marco del programa “La Pedrera Jazz todo el año”. El boliche estaba repleto. Gente de la zona, principalmente de La Paloma, que no se quería perder a este saxofonista que en Suecia se dio a conocer como un fusionista del candombe con el jazz, gracias a su banda Latin Lover. Durante diez años recorrió ciudades europeas difundiendo el candombe-jazz junto al baterista José Luis Pérez, que fue uno de los grandes solistas de la banda y llegó a vivir un año en la casa de Bingert. “¿Sabés lo que es tener gente en tu casa todos los días cuando vos tenés una familia? Mi mujer se iba de mañana temprano y volvía a las once de la noche para no bancarse semejante bardo”, recuerda el saxofonista.

    —Soy músico porque mi padre me obligó. A los seis años me compró un violín, me consiguió un profesor y me obligó a estudiar. A los nueve quiso que empezara con el clarinete y medio año después ya estaba tocando el saxo tenor. En casa había varios instrumentos. Mi padre era un baterista profesional. El resultado fue que yo tenía muchas condiciones para tocar el saxofón. Podía leer música y tenía el don de ser solista. Comencé a tocar en 1955 en Radio Carve, en el programa “La revista infantil” de Miguel Ángel Manzi. Tenía once años. La audición era tan popular que hacíamos varias presentaciones semanales. Cobraba a través de mi padre.

    ¿Cómo se originó su participación en los Lecuona Cuban Boys?

    —Ellos buscaban a un saxofonista tenor. Iban a tocar en una boite en Buenos Aires y no querían a un músico argentino. Y todo el mundo me recomendó a mí. Me hicieron una pequeña prueba y quedé. Así comencé a realizar giras con la banda. En 1959 apareció en Montevideo Nat King Cole y pude participar en su orquesta. Ese mismo año vino Sammy Davis Jr. y también integré su orquesta. Al año siguiente me fui con los Lecuona Boys a Ostende, luego a Montecarlo, en fin, di varias vueltas. Además del saxo querían que tocara el violín, y siempre me lo olvidaba, pero los europeos son tan honestos que me lo devolvían por correo. El asunto es que yo quería tocar jazz, extrañaba el Hot Club, a Paco Mañosa, a mis amigos. Y lo que es más importante: entendí el nivel que hay que tener para competir con los músicos extranjeros. Me di cuenta de que tenía que volver y prepararme mejor.

    Bingert conocía Suecia por el cine de Ingmar Bergman. Le fascinaba el país, sus bellezas naturales, su luz. Escuchaba los comentarios de otros músicos que llegaban a Montevideo y hablaban maravillas del país nórdico. Cuando tomó la decisión de ir a Suecia les pidió a los Lecuona Boys para viajar con ellos. “Ahora no hay lugar en la banda”, fue la respuesta. Bingert pasó al plan B: se fue como baterista —su padre le había pasado varios piques— de un cantante. En cuanto quedó una bacante para saxofonista, volvió con los Lecuona Boys. Y se radicó en la tierra de Strindberg y de Bergman, que también es la tierra de Abba y Roxette.

    —En cuanto llegué, me fui a la oficina de músicos. Me tomaron los datos: les dije que tocaba el saxo tenor, el clarinete, la flauta. Cuando llegué a mi casa, ya tenía un contrato y al otro día estaba grabando. Empecé a trabajar muy bien. Una de mis grabaciones la escuchó el trompetista Rolf Ericson, el músico de jazz más famoso de Suecia, que había tocado con Charlie Parker, Woody Herman y Duke Ellington. El tipo estaba armando una orquesta y me dijo: “Vamos al norte a dar unos conciertos. ¿Podés viajar con nosotros mañana?”. Así fueron surgiendo las posibilidades. Y yo apenas hablaba inglés. Después me di cuenta de que para vivir en ese país y ser plenamente aceptado había que hablar sueco.

    Bingert educó sus oídos con Lester Young, Coleman Hawkins y Stan Getz. Escuchó en vivo en París a John Coltrane y también vio horrorizado cómo lo abucheaban; era una música muy abstracta y difícil. Pero si un sonido de saxo tenor lo maravilló, ese fue el de Sonny Rollins en el disco “Saxophone Colossus” (Prestige, 1956).

    —¡Cuando lo escuché por primera vez no lo podía creer! Nunca me puse a trabajar mi sonido, es una cuestión de feeling. Llega un momento en que escuchás tanto lo que te gusta, que lo asimilás espiritualmente y terminás haciendo una especie de copia. Entrás en la sintonía donde está Rollins. Te gusta tanto que se te pega en el alma, la forma de tocar, la forma de acentuar, el sonido, cómo presenta los temas. A veces quisiera tocar más como Coltrane, pero me sale más Rollins que Coltrane.

    ¿Cuál es la característica básica de un solista?

    —Siempre busco en mis solos enviar un mensaje. Estoy pendiente de quienes me están escuchando para que la música les llegue como algo espiritual, en parte por mis creencias. Soy miembro de la Ciencia Cristiana, no de la cienciología, que es la de Chick Corea. La Ciencia Cristiana es una religión que cree en la cura espiritual de las enfermedades. Me ayudó durante toda mi vida, y en especial musicalmente. La armonía en la música es como la armonía en la vida. Lo que hago ahora me hace feliz: soy solista. Ya no estoy para sentarme a la computadora y escribir arreglos. Ahora, si me llaman para escribir o arreglar algo, me vuelvo a enroscar.

    Ud. tocó en Estocolmo en la orquesta del legendario baterista Buddy Rich...

    —Era una banda de músicos suecos y en un momento del ensayo Buddy Rich se acercó a los caños y preguntó: “¿Quién es el solista acá?”. Todos me señalaron a mí. Nadie quería hacer solos porque le tenían miedo a Rich, era un tipo violento. Y bueno, ensayamos y Rich quedó enloquecido, nos dijo que laburábamos más que sus músicos norteamericanos. Al final del concierto, que fue televisado, le agradecí a Rich por haber tocado con él. Tengo la filmación. Me palmeó la espalda con un yeah, yeah y me respondió con tono canchero: “Mañana vas a ser famoso porque tocaste conmigo”. Y tuvo razón: se me abrieron las puertas.