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    Entre pulpos y montañas rusas

    Sigismond de Vajay se luce en Xippas

    Tiene nombre de personaje legendario, de héroe de las viejas canciones de gesta medievales. En cierta forma, el artista y su obra poseen algo heroico, como aquellos caballeros que recorrían territorios con su armadura sin arraigo, sin destino muy preciso. Iban donde estaba la acción, el riesgo y el desafío. O alguna princesa que esperaba por su hidalguía. Basta cambiar instrumentos y métodos para encontrar un territorio que es el mismo, con tierras lejanas, aventuras o desafíos casi imposibles. El creador interviene en ellos como un héroe que conduce caballeros a la batalla. Lo hace en cada lugar donde va con su propósito artístico, donde lo llaman. Pero lo que antes tal vez eran batallas, ahora son proyectos artísticos. Antes, caballeros heroicos, ahora se han transformado en artistas performáticos, en gestores culturales, en músicos, en colectivos que salen a las calles y que en cierta forma liberan el espacio público de su tránsito cansino, de su encierro espiritual, de sus construcciones víctimas de los conflictos contemporáneos.

    El año pasado, por ejemplo, este hombre nacido en París, que vivió hasta su adolescencia en Francia, que luego se hizo artista en Suiza, y cabalgó algunos años por Barcelona y Nueva York, llegó a Buenos Aires y ofreció un despliegue nocturno, visual e impactante sobre el Riachuelo de La Boca. Junto a un grupo importante de artistas argentinos, propuso un espectáculo nocturno desde el puente y sobre el agua. Fue para la noche de los museos: música, luces e objetos iluminados colocados estratégicamente y desplegados sobre la superficie de ese río oscuro y, en cierta forma, tenebroso, como si en el fondo hubiera un monstruo dormido y pudiera despertar en cualquier momento.

    El francés también allí fue un poco héroe, capaz de enfrentar ciertas ataduras, esos “límites” entre la realidad y fantasía, quebrarlos y superarlos. Se llama Sigismond de Vajay (1972) y es conocido como artista de diversos caminos, pues dibuja, pinta, graba, construye libros con sus propias imágenes, inventa proyectos, los conduce como un buen gestor y logra convocar a colegas de distintas partes del mundo en torno a su andante figura. Hace muchos años que en Suiza, como en Barcelona y Buenos Aires, participa de “oficinas de cultura” en las que logra intervenir diferentes realidades y estructuras, incluso de apoyos económicos. Pero a estas tierras llegó solo.

    Convocado por la galería Xippas de la Ciudad Vieja, inaugurará hoy, jueves 4, una muestra con dos líneas de trabajo: unas diez acuarelas de pequeño tamaño enmarcadas en blanco y seis grandes grabados sobre chapa negra. El contraste es inmediato: la audacia de medios, el enfoque pero, sobre todo, los colores y las sutilezas de las acuarelas frente al potente trabajo de los grabados.

    La Ciudad Vieja está desierta. Afuera hay un territorio vacío, fantasmagórico, con niebla espesa. De lejos puede verse la luz que sale de la galería, el único local abierto e iluminado. Nuestro prestigioso héroe aguanta a pie firme con su obra colgada. En uno de los cuadros se percibe un engranaje. Son dientes y poleas de una maquinaria imposible de identificar. En otro, una montaña rusa gigante, desdibujada por un velo oscuro, como el negativo de una foto. “Es la montaña rusa más grande del mundo y está en Japón. Hice varios trabajos sobre montañas rusas”, comenta.

    Otro cuadro propone un estallido, un impacto de figuras difíciles de definir: “Es una máquina que se usa para agujerear la tierra”, según asegura. Apenas lo marca, se deshace la imagen en el límite de lo abstracto y aparece otra, como en un juego de percepciones. Parece que ese monstruo enorme se viniera encima, como si uno estuviera bajo tierra y apareciera una fuerza destructora imparable. Es la obra que, además del juego de tonos plateados del grabado a punta seca, ofrece un tono ocre que invade buena parte de la imagen. Y es parte del procedimiento final del artista y de la respuesta química de la chapa. Es un tono logrado al azar que actúa sobre su dibujo y logra un efecto estético formidable. Más allá hay un tentáculo de un pulpo, también enorme. Invade el cuadro y sus pequeños orificios se muestran grandes, como parte de otra maquinaria. En definitiva, encaja perfectamente en la serie, pero también en el sentido final de todo el trabajo, sobre todo de las acuarelas, propuestas en el ingreso a la sala principal de la exposición.

    La propuesta oscila entre lo orgánico y las estructuras que movilizan al ser humano y su entorno, entre la construcción social y las máquinas que destruyen pero generan un movimiento de infinitas complejidades. También hay una bandada de pájaros, un trozo de colmena con sus celdas, un grupo de antenas, un señor que sobresale sobre una multitud con una bandera en alto. Así es que vuelve la imagen del héroe a la obra de un artista que se interroga sobre la economía y la marcha de esta sociedad globalizada, sobre esta gran maquinaria imposible de frenar y, muchas veces, de entender.

    Una maquinaria que admite misterios fabulosos como esa construcción social que incluye puentes y límites rotos, fronteras que deben ser cruzadas o expresiones artísticas que deben conquistarse a fuerza de rupturas, de encuentros y de desajustes. Sea en Montevideo o en China, en Buenos Aires o en la mismísima Suiza, siempre tan lejos y tan cerca.