entrevista de Juan Pablo Mosteiro
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa Haya. A Sang-Hyun Song (Seúl, 1941) le brillan los ojos al hablar de su abuelo, un líder opositor al colonialismo británico, encarcelado y torturado sin piedad —atacado con perros— por los ingleses a finales del siglo XIX en Corea. Y bordea las lágrimas al recordar los terrores de su infancia marcada por la muerte de amigos y conocidos durante la guerra de Corea (1950-1953) y la supervivencia junto con su familia en un búnker subterráneo durante la ocupación comunista de Corea del Norte.
Estas experiencias le empujaron a buscar “la paz a través de la justicia”. Primero como estudiante de derecho, luego como profesor durante más de 30 años y, desde 2009, como presidente —reelegido hasta 2015— de la Corte Penal Internacional (CPI), el primer tribunal penal universal y permanente creado en 2002 e integrado por 122 países, cuyo principal objetivo es “luchar contra la impunidad, los crímenes de guerra y de lesa humanidad, incluido el genocidio”, según explicó Song a Búsqueda en un despacho tan sobrio como su inquilino, con una visión panorámica de la ciudad holandesa de La Haya.
A sus 73 años, “el juez que no da tregua a los tiranos” lidera un equipo de 18 magistrados y 1.000 funcionarios de 90 países —con un presupuesto por programas para 2014 de 121 millones de euros—, sin perder la sonrisa ni la calma con la que piensa y mastica cada palabra. Ni siquiera cambia su tono de voz cuando es cuestionada la autoridad y efectividad de la Corte que preside, sea por su lentitud —dos sospechosos murieron antes de conocer su sentencia—, su falta de resultados o su relativa universalidad. Ninguna superpotencia mundial —Estados Unidos, Rusia, China— adhiere al tribunal y todas las investigaciones en curso refieren a un solo continente: África.
Song se sacude las críticas adjudicándolas sobre todo a las dificultades —burocráticas y hasta lingüísticas— para acceder a testigos y recabar pruebas en países inestables. Defiende la actuación de la Corte, lenta y todo, por generar desde hace 12 años un “importante efecto de disuasión” en aquellos criminales que utilizaban la violencia convencidos de gozar de total impunidad. Y presume de que la CPI monitorea situaciones a nivel mundial: Colombia, Honduras, Afganistán, Georgia, Corea del Norte, Guinea, Nigeria y la Unión de las Comoras.
El caso emblemático de este tribunal ha sido el juicio al líder rebelde congoleño Thomas Lubanga Dyilo, condenado en marzo de 2012 a 14 años de prisión por los crímenes de guerra de aislamiento y reclutamiento de menores de 15 años, y por emplearlos activamente en hostilidades entre 2002 y 2003. Estos niños y niñas fueron enviados a los frentes de combate o utilizados como guardias o esclavos sexuales. La condena a Lubanga, considerada un hecho histórico por ser la primera de la CPI, “ha servido de precedente en otros casos”, ejemplificó Song: los rebeldes nepalíes liberaron a 3.000 niños-soldado y en Yemen se comprometieron públicamente a no reclutar a menores. Lubanga permanece detenido, junto con otros siete criminales de guerra africanos, en una prisión cercana a La Haya.
Song ingresó a la CPI el 11 de marzo de 2003, junto a otros 17 magistrados, rigurosamente seleccionados, para ocuparse de la sala de Apelaciones. Seis años después fue elegido presidente del Tribunal.
— ¿Cómo pasa de ser un profesor universitario en Seúl a diplomático de la Justicia penal universal?
—En base a mi experiencia personal de guerra en Corea. Crecí convencido sobre la necesidad de un mundo de paz a través de la justicia, de la implementación apropiada de leyes internacionales. Así que desde esos jóvenes años en adelante decidí elegir la ley internacional como profesión. Y cuando la Corte Penal Internacional lanzó la primera tanda de jueces, mi gobierno me nominó como su candidato.
—En su candidatura a la Corte escribió: “La impunidad siempre me ha puesto furioso”. ¿A qué se refería?
—Mire, yo era un niño de aproximadamente nueve años cuando Corea del Norte invadió Corea del Sur en 1950 (casi cinco años después de la independencia); ocupó Seúl en tres días y se quedó con el alma del país. En esa época había un solo puente sobre el río, que había sido destruido por las bombas. Entonces mi familia no pudo huir: tuvimos que escondernos en un búnker bajo tierra. Mis padres podían ser captados por cualquiera de los bandos. Yo era muy pequeño para luchar, pero lo suficientemente grande como para entender los horrores de la guerra. He visto muchos cadáveres tirados en los campos. Con nueve años era responsable de recoger a diario comida de la calle para alimentar a una familia de nueve personas. Recorría unos 16 kilómetros diarios para buscar y llevar comida al búnker; si fallaba, la familia no comía. Si los aviones norteamericanos o soviéticos lanzaban bombas, teníamos que correr para salvar la vida y muchas veces perdía la comida recogida. Sobrevivimos así hasta que la ONU, bajo el mando del general (Douglas) McArthur, recuperó la ciudad capturada en exactamente tres meses.
—O sea que esos “horrores de la guerra” influyeron en su trayectoria jurídica…
—...esta experiencia dejó una impresión muy profunda en mí. Ya de niño preguntaba: “Papá, ¿tú crees que pasaremos por otra guerra como esta?”. Y él me decía: “¡No hagas preguntas estúpidas!”. Pero con el tiempo, mi padre, que no era un hombre de leyes, concluyó que quizás no era mala idea que su hijo se dedicara a estudiarlas. Me formé por mi cuenta, enseñé derecho, participé en reformas judiciales y avancé hasta llegar aquí. Concluí que a través de la justicia podría luchar contra la impunidad y asegurar la paz.
Como “última instancia judicial independiente” —no responde a Naciones Unidas—, la CPI logró que 122 países firmaran los estatutos de Roma (sus textos fundacionales inspirados en los procesos de Nüremberg y Tokio tras la II Guerra Mundial). Sin embargo, Estados Unidos, Rusia y China —además de India, Israel, Irak, Cuba y otra decena de países— siguen sin adherir a la Corte.
—¿Es posible luchar eficazmente contra la impunidad sin contar con las grandes potencias?
—Yo tengo gran esperanza acerca de eso. Como usted sabe, el Reino Unido y Francia son estados miembros desde el inicio, en julio de 1998, fecha histórica para la comunidad internacional, cuando 120 estados adoptaron el estatuto de Roma. Esas otras grandes potencias todavía no. Pero aún creo que lo mejor sería que todos estos países se unieran al sistema internacional de justicia penal, representado por la CPI, en un futuro cercano.
—¿Sinceramente cree que llegará ese día en que una corte internacional pueda juzgar a mandos militares de superpotencias? Washington hostigó a la CPI desde sus comienzos y hasta intentó boicotearla durante el gobierno de George W. Bush.
—Estados Unidos cambió su actitud, especialmente cuando Barack Obama llegó a la Casa Blanca. Él nos apoya, incluso en público. Obama habló de “compromiso positivo” con la Corte. Desde entonces, Estados Unidos y la CPI han trabajado de manera cercana, dependiendo del problema. Esa es la relación. Usualmente cooperamos muy bien. La decisión de integrar o no la CPI se debe a su política de seguridad. Con la Federación Rusa y China depende del asunto. Digo esto pues cuando el caso de Libia, todos los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, incluidos Rusia y China, acordaron remitir el caso a esta Corte.
La Corte tiene actualmente ocho investigaciones en marcha y todas están centradas en África: Darfur (Sudán), Uganda, República Democrática de Congo, República Centroafricana, Kenia, Libia, Costa de Marfil y Mali. Hasta la fecha se han dictado 26 órdenes de detención y nueve de comparecencia, y se han emitido ocho sentencias de prisión contra criminales, todos africanos.
—África concentra casi toda la actividad de la Corte, lo que le ha valido críticas de dirigentes africanos que consideran que se trata de un “foro para cazar africanos”. ¿Qué piensa de eso?
—Soy consciente de que a causa de esto la CPI es criticada en ciertos rincones del continente africano. Sin embargo, me gustaría decir que contrariamente a lo que se critica, la Corte nunca apuntó a ningún país africano específicamente. En cuatro de las ocho investigaciones fueron sus gobiernos quienes vinieron a la Corte a pedir ayuda: “Tenemos un terrible problema doméstico armado y no sabemos cómo manejarlo; por favor, dé un paso adelante y ayúdenos”. Así es como nos involucramos en las situaciones de Uganda, República Democrática del Congo, República Centroafricana y Mali. En Libia y Sudán —que no son Estados partícipes— fue el Consejo de Seguridad de la ONU el que remitió la situación a la Corte. Costa de Marfil estaba fuera del sistema de la Corte pero aceptó su jurisdicción y luego ratificó el Estatuto de Roma. Sólo el caso de Kenia fue iniciativa del fiscal de Corte con la aprobación de la comunidad internacional. Por lo tanto, las críticas de que todas los investigaciones son sobre países africanos son discutibles. Lo que esta Corte ataca es la impunidad rampante que prevalece en todo el continente africano.
Uno de los sospechosos más señalados por la CPI, el presidente sudanés Omar el Bashir, acusado del genocidio de Darfur (400.000 muertos y 2.000.000 de desplazados), sigue sin ser detenido y ese no es el único problema que se le presenta a la Corte.
—Da la sensación de que los sospechosos de los crímenes más graves terminan envejeciendo sin conocer su sentencia, o ya es demasiado tarde. ¿Por qué la CPI es tan lenta?
—Sí, ese es un asunto muy importante y preocupante. Pero me gustaría referirme a la naturaleza sumamente compleja de los juicios penales internacionales. Le puedo enumerar las dificultades hasta mañana por la mañana. Pero le voy a dar dos ejemplos: los 18 jueces de la Corte teníamos formaciones culturales, legales y hasta lingüísticas diferentes. Llevó mucho tiempo adaptarnos a este nuevo ambiente.
—Pero la Corte funciona hace más de 10 años y la mayoría de los tiranos continúan sueltos...
—...es inevitable pasar por ensayos y errores. Esa es la razón principal que llevó al juicio de Lubanga un tiempo tan largo (tres años). Por ejemplo: si un sospechoso o un testigo habla la lengua o el dialecto de una tribu remota en África, necesitamos educar durante meses a miembros de esa tribu para que puedan actuar como intérpretes durante ese juicio; es una verdadera pesadilla. Por eso los procedimientos judiciales son inevitablemente lentos. Pero así y todo, la Corte viene logrando un importante efecto disuasivo en los autores de los delitos más graves para la comunidad internacional.
La Corte se ocupa de los crímenes que se hayan cometido después del 1º de julio de 2002, sin efecto retroactivo. Por eso, no puede ocuparse de los crímenes del franquismo o de las dictaduras latinoamericanas.
—¿Qué ocurre con el conflicto de Colombia? ¿La CPI podría intervenir ante la situación que se vive en Venezuela?
—La Fiscalía de la CPI está realizando el examen preliminar para decidir si se acepta o no el caso de Colombia (una denuncia contra el ex presidente Alvaro Uribe por el presunto acoso a opositores durante su mandato por el Departamento Administrativo de Seguridad). También están en curso otras investigaciones en Honduras, Afganistán, Corea, Georgia y Guinea. Pero, en todo caso, los gobiernos tendrían que hacer una petición ante la Corte, que es la última instancia judicial; la primera son las de los propios países. La finalidad de la Corte es complementar los sistemas nacionales de justicia penal; no reemplazarlos.
—¿Cómo explica que América Latina haya adherido casi en bloque a la CPI?
— No lo sé, pero lo han hecho desde los primeros tiempos todas las Américas. Y Sudamérica es miembro de la Corte, sin excepción. Todos los países parecen ser conscientes de los derechos humanos. Probablemente porque tuvieron que pasar por otras atrocidades. Y por eso crearon la Corte Interamericana, la Organización de Estados Americanos y promovieron los derechos humanos y la regla de la ley; excepto un puñado de países del Caribe.
—¿Qué aporte ha hecho Uruguay a la CPI?
— Yo aprecio significativamente el apoyo que desde hace mucho tiempo ofrece Uruguay a la CPI. Uruguay fue uno de los primeros Estados que ratificó el Estatuto de Roma, allá en 2002. Esto muestra ampliamente cuán fuerte es el apoyo de Uruguay a la Corte en la lucha contra la impunidad. Uruguay también es el primer y único país que ha ratificado la enmienda de agresión entre los países latinoamericanos. A la fecha, sólo 13 países del mundo ratificaron las enmiendas de agresión criminal de Kampala, aprobadas en junio de 2010, que castigan “la planificación, preparación, inicio o ejecución de un acto de agresión por parte de una persona en posición de liderazgo”. Así que yo aprecio profundamente esta iniciativa que los gobiernos de Uruguay han tomado, y por ser un ejemplo a nivel mundial de la lucha contra el genocidio, los crímenes de guerra y de lesa humanidad.