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Fue el año de la imaginación al poder, de las revueltas juveniles y de las luchas contra algo llamado “el sistema”. Fue justo en abril de 1968, un año antes de que el primer hombre pisara la Luna, cuando Stanley Kubrick (1928-1999) estrenó en Nueva York una película de ciencia ficción visionaria en cuanto a los avances científicos y tecnológicos que mostraba. Pero, sobre todo, Kubrick creó una obra de arte total, con los recursos cinematográficos llevados a su máxima expresión sensorial, visual y sonora. Una película metafísica que es una obra maestra del cine: 2001: Odisea del espacio.
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Hay que ir hacia 1964 para encontrar su origen. Ese año, Kubrick conoció a Arthur C. Clarke, el escritor inglés de ciencia ficción que había escrito la novela El fin de la infancia, sobre una raza superior alienígena que hacía evolucionar a la humanidad. Era esa la historia que estaba buscando Kubrick, pero como los derechos del cuento ya estaban vendidos, el cineasta puso su atención en El centinela, un relato breve de Clarke ambientado en la Luna. Allí, un geólogo descubre una extraña pirámide resplandeciente que emite señales a los extraterrestres. “Y luego observé algo que hizo que los cabellos se me erizaran en la nuca, algo tan trivial e inocuo que quizá cualquier otro nunca lo hubiera visto”, dice el narrador.
Así surgió una de las primeras ideas de Kubrick para 2001: la aparición de un misterioso monolito de origen incierto, que emitiera señales hacia el espacio insondable e infinito. Entonces Kubrick comenzó a escribir el guion de la película junto con Clarke, quien al mismo tiempo escribía su novela 2001: Una odisea espacial, publicada después del estreno de la película. Porque Kubrick no se aguantó y empezó a rodar antes de que estuviera culminada la historia. Y embarcó a la Metro Goldwyn Meyer en una odisea que duró cuatro años de filmación. En el transcurso, recibió asesoramiento de científicos de la NASA.
La película comienza en “el alba de los tiempos”, en esa época prehistórica en la que Clarke también inicia su novela. En una planicie de tierra seca y grandes piedras, habitan primates, algún leopardo depredador y mamíferos de hocico alargado, posiblemente tapires. En ese ámbito donde las tribus de monos temerosos solo compiten por defender sus yuyos o apoderarse de un charco de agua, surge una mañana un monolito negro. Una aparición que les provocará miedo, curiosidad y luego sabiduría.
Esta es la primera línea argumental de la película. El primer mono que se animó a tocar el monolito descubre que un hueso puede ser una herramienta para defenderse, para matar y para alimentarse de la carne de otros animales. El hueso es la sobrevivencia, la evolución y el primer eslabón hacia el infinito.
Todo el comienzo de la película, llamado El amanecer del hombre, dura unos 10 minutos y está narrado a pura imagen, y chillido de monos. Pero Kubrick sorprendió de varias formas con esta película de escasísimos diálogos. Una de esas sorpresas es su banda sonora integrada por varias piezas de música clásica. Cuando los monos descubren el monolito, se escucha un coro de voces ininteligibles que va en aumento. Es el inquietante Réquiem, del compositor húngaro György Sándor Ligeti. A partir de ese momento, las imágenes ya no se podrán recordar sin asociarlas a la música.
Posiblemente la escena más memorable es la del mono cuando golpea el esqueleto de un animal. Sus movimientos, al comienzo tímidos, van siendo cada vez más potentes, igual que la música que los acompaña: el inicio de Así habló Zaratustra, poema sinfónico de Richard Strauss, inspirado en el libro de Friedrich Nietzsche de igual título. Strauss compuso su pieza musical en 1896, pero Kubrick la inmortalizó en 1968, como si hubiera sido un raro algoritmo del destino. Y desde entonces, es la música de las grandes odiseas.
En esta primera parte de la película se destacó el trabajo del maquillador Stuart Freeborn. Kubrick quería que en las primeras escenas aparecieran hombres totalmente desnudos, pero fue censurado por la productora. Entonces se lució Freeborn y también los actores, que se convirtieron en verdaderos simios.
HAL 9000: el ojo y la voz.
El hueso vuela hacia el cielo y se transforma en una nave espacial. Es una elipsis en la película que no necesita explicación. Ahora hay un viaje hacia una estación espacial con forma de rueda que gira cercana a la Tierra. Entonces aparece otra imagen y otra música memorable: El Danubio azul, de Johann Strauss. Hay algo muy poético en el cruce de naves de formas extrañas, algunas con Pan Am grabado en el costado, que parecen bailar al ritmo de ese vals tan asociado a casamientos y cumpleaños de 15. Hasta que lo eligió Kubrick.
La segunda línea argumental de la película tiene que ver con un monolito negro que apareció enterrado en la Luna, donde emitió unos sonidos insoportables para los científicos que lo estaban fotografiando. Una especie de alarma que supuestamente se envía a Júpiter.
Hacia allí se dirigirá la nave Discovery, guiada por los astronautas Frank Poole (Gary Lockwood) y Dave Bowman (Keir Dullea). Pero quien realmente dirige la nave y sabe cuál es el objetivo de la travesía es HAL 9000, una computadora de inteligencia artificial al servicio de la ciencia, cien por ciento perfecta. Tanto, que es capaz de rebelarse y de asesinar.
HAL 9000 es un gran ojo que todo lo ve y lo escucha. Es muy amable y habla pausado y con la voz cálida del actor Douglas Rain, quien nunca pisó el set de filmación. Es curioso que en una película en la que son contados los diálogos, el que más se recuerda es el de la computadora con Bowman, o su trágico canto final cuando sabe que va a morir.
Porque HAL puede ser temible, pero también se asusta como un niño y por eso canta la canción infantil Daisy Bell, mientras Bowman, el único astronauta que la sobrevive, tiene que desconectarla. Ese será el inicio de otro viaje, hacia otros monolitos. Un viaje hacia las puertas de las percepciones abiertas al sonido, los colores y la velocidad de las estrellas.
En 2001 hay pantallas planas en las que los astronautas miran el informativo de la BBC o hablan con sus familiares. Algo así como un Skype varias décadas antes de que existiera el Skype. Hay cápsulas espaciales que salen de la nave madre y son capaces de acunar a un hombre que murió en el espacio. Hay una escenografía muy blanca en la que de vez en cuando aparece un traje espacial naranja, unos sillones rojos o una habitación de hotel espectral y algo solemne. Por sus efectos visuales, 2001 ganó el único Oscar que recibió en 1968.
Por sus efectos visuales, 2001 ganó el único Oscar que recibió en 1968.
En su estreno, la película desconcertó a la crítica y al público, salvo a los hippies que acudieron en masa y vieron una experiencia psicodélica interesante en sus imágenes. Es que no habrá sido fácil enfrentarse a esta película revolucionaria, que parece flotar en una textura inmóvil y con una trama que pega saltos argumentales, en apariencia inconexos. Pero nada es inconexo, por el contrario, todo se integra en un relato de profundidad conceptual y en algún sentido religiosa, por su reflexión sobre el universo, el origen y el más allá.
“Intenté hacer una película que fuera una experiencia visual que trascendiera las limitaciones del lenguaje y penetrara directamente al subconsciente. (…) Quise que fuese una experiencia subjetiva vivida intensamente y que llevase al espectador a un nivel interno de conciencia, del mismo modo que logra hacer la música”, fueron algunas declaraciones de Kubrick sobre 2001.
Un hueso, el primer ser humano y su metamorfosis en un nuevo ser, o tal vez en el “superhombre” del que hablaba Nietzsche: esa trayectoria es la que cuenta 2001. En el final, un feto de ojos grandes y muy parecido al astronauta David Bowman se acerca a la Tierra, mientras suenan los timbales y los vientos de Así habló Zaratustra. El viaje comenzó hace más de 50 años y aún lo estamos esperando.