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El Malba en Catar: las puertas de Oriente se abren al arte latinoamericano, que ocupa el lugar abandonado por EE. UU. y Europa
La muestra, que eludió temas espinosos para los locales como la diversidad sexual y el feminismo, es un buen ejemplo de los desafíos que enfrenta esa fase de la globalización de la mano del arte: ¿está impulsada por el mercado o por la delectación estética?
En el documental Made in England, el director de cine Martin Scorsese cuenta cómo conoció las películas del director inglés Michael Powell. Fue alrededor de 1950, en Nueva York, ciudad en la que se crio. Cuando no tenía ni 10 años cumplidos, Scorsese vio en el televisor blanco y negro del living de su casa la película El ladrón de Bagdad, adaptación de algunos relatos de Las mil y una noches. Lo que me sorprendió de la anécdota es que yo tuve la misma experiencia a principios de los años setenta en mi casa en Buenos Aires. Todavía quedan en mi memoria las excepcionales imágenes de El ladrón de Bagdad que vi por “Sábados de super acción” en el televisor también en blanco y negro: el caballo mecánico que volaba, la gran salchicha que hacía aparecer el genio de la lámpara y la desesperación del niño ladrón Sabú corriendo por las calles de Bagdad. Dos experiencias muy similares, con más de 20 años de distancia, en diferentes ciudades y culturas, pero con las imágenes del cine que son tan importantes en la formación de una sensibilidad y una memoria afectiva.
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Así nos llegaban las imágenes de Oriente, la Asia del desierto y de los beduinos, de los camellos y los tesoros, que se remonta a la mítica Persia. En fin, la Arabia de las Mil y una noches que siempre fue en mi imaginación el efecto de las imágenes fabulosas de El ladrón de Bagdad. Nunca pensé que algún día iba a viajar a Arabia y que iba a poder contrastar mis fantasías con la realidad hasta que en abril de este año me invitaron a visitar Doha, la capital de Catar. La invitación que apareció en mi mail venía firmada por la princesa —o jequesa— Al Mayassa bint Hamad bin Khalifa Al Thani, y estaba acompañada por un pasaje de avión, la estadía en un hotel de ensueño, actividades turísticas y visitas a los museos. El motivo de semejante invitación era “Latinoamericano”, la exposición que está haciendo el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba) en el Museo Nacional de Catar con 170 obras representando a todos los países del continente.
Ya desde la ventanilla del avión contemplé el mítico desierto, casi interminable, hasta que de repente me encontré con la imagen de un manojo de rascacielos al borde de las aguas del golfo Pérsico que se alzaban como estalagmitas de acero. Era Doha, la capital de Catar, un país con una población que no llega a los 3 millones (y se dice que son casi todos millonarios), con trabajadores migrantes que llegan desde Filipinas, India, otros países árabes y también de Europa. Si hace 40 años era una población nómade, hoy es una de las capitales de un circuito global que se caracteriza por los negocios de lujo (hay, por ejemplo, un shopping que es como estar en una Venecia de cartón, con canales y góndolas), espectáculos masivos (el Mundial de Fútbol) y un portal informativo y mediático de alcance internacional (el canal de noticias Al Jazeera es una invención catarí).
Yo estaba ahí por mi vinculación con el Malba, pero había muchísimos argentinos que habían sido invitados por la generosidad de Al Mayassa, hermana del emir y protectora de las artes. Considerada una de las mujeres más poderosas del mundo según la revista Forbes, ella estudió en París y Estados Unidos y lleva adelante toda una política de difusión del arte a escala internacional. Para hacerse una idea, en la próxima Bienal de Venecia, Catar construirá su propio pabellón en los privilegiados Giardini (solo Corea y Australia inauguraron pabellones en los últimos 50 años). Además de que se dice que fue ella quien compró el cuadro de Paul Gauguin por US$ 300 millones que conmocionó el mundo del arte, se estima que su presupuesto de adquisiciones para los Museos de Catar es de US$ 1.000 millones anuales. Las inversiones en arte en Doha son notables: obras públicas de los prestigiosos artistas internacionales Damien Hirst, Richard Serra y Olafur Eliasson (estas dos últimas en el desierto), además de museos diseñados por arquitectos célebres: el Museo Islámico diseñado por Ieoh Ming Pei —el mismo que hizo la pirámide del Louvre— y el Museo Nacional, donde se hizo la muestra del Malba, que tiene forma de flor y que fue diseñado por el arquitecto francés Jean Nouvel. O sea que en vez de encontrarme con minaretes, arcos en herradura y lacerías, lo que estaba ahí eran los efectos de la globalización, que comenzó en la década de los noventa.
Sin embargo, las diferencias persisten y son más fuertes. La más impactante, visualmente, es el uso generalizado de la abaya por parte de las mujeres. La jequesa Al-Mayassa, en una charla TED de 2010, argumentó que la abaya “no es una prenda religiosa, sino una declaración cultural diversa que elegimos usar” y elogió la vestimenta porque permite “que la mujer se sienta más libre, ya que puede usar lo que quiera debajo”. La globalización se expande, pero en Catar debe negociar con las tradiciones.
La muestra se inauguró el 20 de abril con la entrada de la jequesa en la sala. Presentada por el Malba como “la primera exposición a gran escala de arte latinoamericano en la región de Asia occidental y el norte de África”, se exhiben 170 obras pertenecientes a las Colecciones Malba y Eduardo F. Costantini y fue curada por María Amalia García, del Malba, e Issa Al Shirawi, de Catar Museums. Entre las obras expuestas se encuentra Autorretrato con chango y loro, de Frida Kahlo, y Escena callejera (1930), de Joaquín Torres-García, pero la obra que sorprendentemente más atrajo al público catarí fue Tocadora de banjo, de Víctor Brecheret. Pese a ser una obra de las vanguardias brasileñas de 1925, su semejanza con una silueta árabe llamó la atención de los visitantes.
La muestra, que eludió temas espinosos para los locales como la diversidad sexual y el feminismo, es un buen ejemplo de los desafíos que enfrenta esa fase de la globalización de la mano del arte: ¿está impulsada por el mercado o por la delectación estética? ¿La diversidad multicultural es un retroceso en materia de derechos (de las mujeres y los gays, por ejemplo) o una prueba de tolerancia con las diferentes tradiciones religiosas y de las costumbres? ¿La omisión de ciertas obras y temáticas es producto de una censura o de una negociación? ¿Cuál será el perfil de los países latinoamericanos en la cultura internacional del futuro? Me hacía estas preguntas mientras estaba en la calurosa recepción que nos daba Catar Museums, rodeado de mozos —generalmente migrantes de India o Filipinas— que traían la comida y los brebajes de frutas, ya que no están permitidas las bebidas con alcohol (salvo en algunos hoteles). Una muestra de estas características es un desafío para un cosmopolitismo que ya no se define en relación con Europa o Estados Unidos, como fue lo habitual en América Latina, sino en un mundo multipolar que crece día a día. Se trata de una encrucijada que nunca hubieran imaginado Sherezade, ni Aladino, ni mucho menos el ladrón de Bagdad.