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Se acerca el 8 de marzo y no puedo evitar reflexionar y pensar en mis hijos y en todos los niños y niñas que están creciendo en este mundo. Miro hacia atrás y veo cuán condicionados estábamos los hombres y mujeres de mi generación. El mundo está cambiando.
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Crecí con total inconciencia de los temas de género que hoy me son tan familiares. Sabía que vivíamos en una sociedad machista, pero no creo recordar que me lo cuestionara demasiado. Estudié una carrera, en gran parte, porque mis padres me lo pidieron, era una “verdadera posesión en las cambiantes fortunas del tiempo”. ¿Logros profesionales? Impensables. No iban por ahí los tiros. Mi objetivo era formar una familia y mientras tanto, trabajaba, como si fuera incompatible una vida familiar con una profesión gratificante, vigorosa, pujante.
Pero la vida me sorprendió: me apasionaba mi carrera. Y no estaba preparada para crecer profesionalmente. Estaba rompiendo mi propio estereotipo y no tenía referentes femeninas. ¿Techo de cristal? ¿Prejuicios inconscientes? ¿Barreras internas y externas? Nadie me había hablado del tema, ni yo me lo había preguntado. Aún hoy hay muchísima gente que no sabe lo que significan los prejuicios inconscientes y no trabaja sobre los suyos; deberíamos hacerlo, todos, porque los tenemos, hombres y mujeres por igual. Yo los tenía. Fue muy liberador comprenderlo y así, poder empezar a trabajar sobre ellos.
Es por eso que hoy, muchos años después, soy una apasionada de la educación y la divulgación de estos temas. El conocimiento acerca de los temas de género debe permear a la sociedad en su conjunto. Los hombres no deben quedar afuera. Solo así podremos hacer que el cambio que estamos vislumbrando se materialice y perdure en el tiempo.
Solo juntos podremos transmitirles a nuestros hijos mensajes coherentes; ponernos de acuerdo en no regalarles a nuestras hijas la “cocinita y planchita” llenas de brillos mientras que nuestro hijo recibe el disfraz de superhéroe. Es un mensaje muy fuerte, demoledor, más que cualquier palabra. Explicarles a nuestros varones, que no se “llora como una nena”. Que simplemente se llora. Y que a veces hace bien llorar. A nuestras niñas, que ser firme no significa “ser mandona” y que no está mal tener ambiciones. Y más que con palabras, con acciones, porque son estas las que más los influencian, las que imitan, las que incorporan, las que, al final del día, los terminan forjando como personas. La manzana nunca cae lejos del árbol y nosotros somos sus primeros referentes. Así, nuestros hijos crecerán mucho más libres que nosotros, siendo fieles a sí mismos y no a mandatos ancestrales que los condicionen y restrinjan su libertad de elegir. Animémonos a romper el molde y seamos juntos, hombres y mujeres de hoy, los agentes del cambio que queremos ver.