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    N° 1951 - 04 al 10 de Enero de 2018

    , regenerado3

    Hace unas décadas, la Estética de la Recepción sugirió un punto de vista distinto para considerar los textos literarios. Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser —sus principales impulsores— propusieron un análisis que hiciera foco no en el texto, ni en el autor, tampoco en la coyuntura de la creación. El foco estaría puesto en el lector. Más aun: en la comunidad receptora. Se trató de una forma novedosa de considerar la literatura a partir de la historia de las recepciones. Entre tanta teoría literaria que dio el siglo XX, esta me pareció bastante atractiva. 

    Hace un par de años presenté un trabajo en la universidad, en el contexto de unos estudios de maestría. El marco teórico propuesto era no otro que esta teoría y sobre ella sustenté un breve comentario de El juguete rabioso de Roberto Arlt. Con desconcierto escuché la voz del profesor que me decía que dichos postulados estaban superados. Aunque no se atrevió a llamarme démodé, el calificativo quedó implícito en su sugerencia de que buscara otro apoyo más actualizado según las tendencias del momento. 

    A pesar del pequeño traspié, mi adhesión no ha cesado. Me resulta fascinante invertir los términos habituales y observar un objeto literario no desde el objeto en sí, sino a partir de los ojos que lo leen y le confieren significado. Tengo para mí que el texto nace en el autor, pero solo se vuelve literatura cuando otros ojos se posan en él. ¿Por qué algunos textos fueron rechazados al comienzo y luego se transformaron en lectura ineludible? ¿Por qué algunos envejecen y otros mantienen la lozanía de una eterna vigencia? ¿Por qué lo que a unos entretiene, atrapa, conmueve, a otros aburre y expulsa? Las respuestas están tanto en los textos como en su tiempo, es decir, en la comunidad que los acoge o repele. 

    La Estética de la Recepción me ha hecho reflexionar acerca del valor que tiene en todo intercambio aquel que recibe. Y en cómo su reacción muchas veces habla más de sí que de quien da o del propio objeto. 

    Con motivo de las últimas navidades regalé a varias personas el mismo título. Prefiero omitirlo aquí para que su particularidad no desvíe la atención de lo que pretendo decir. El caso es que, ante el mismo objeto, las reacciones fueron bien distintas. Y tal variedad me llevó a pensar que un regalo se parece en cierto punto a un mensaje. Hay un emisor que da, un objeto que es el mensaje, un receptor que decodifica el valor real y simbólico de ese mensaje. Esta decodificación, por supuesto, no excluye la simpatía o antipatía existente entre emisor y receptor, lo que vuelve más compleja la consideración de las distintas reacciones. 

    Una de estas personas rasgó el envoltorio y se quedó observando el libro durante unos segundos con decepción notoria. Consciente de que se trataba de alguien que gusta de la lectura, me pregunté si le habría parecido demasiado modesta la edición —pocas páginas, tapas blandas y papel no muy grueso— o si la contratapa —que leyó de inmediato— no le habría resultado agradable. Dio las gracias y yo me quedé con la idea de que no iba a leerlo. Sin embargo, unos días más tarde me llamó con sumo afecto para contarme sus impresiones y destacar algunas frases que le habían parecido magistrales. En efecto, el libro podrá venir en edición modesta, pero su contenido es magnífico, una joya envuelta en papel de diario. 

    Otro de los favorecidos ni siquiera abrió el paquete. Era evidente que se trataba de un libro y era igual de evidente que no le interesaba en absoluto. Reconozco que no estuve feliz en la elección. Aunque parezca extraño, hay gente que no lee. Me cuesta imaginar una existencia sin lectura, pero así es. Hay gente que no lee. No son mejores ni peores personas. No leen y punto. De inmediato me di cuenta de mi torpeza. Debí haberle regalado un cinturón o un vino. Es equivocado —y en algunos casos, insultante— transferir los gustos personales a los otros. A pesar de mi poca puntería, hice un tímido intento de seducción y le expliqué los motivos por los que el texto merecía una oportunidad. Para no ofender ni herir susceptibilidades, omití cualquier alusión que sonara a autoayuda, mucho menos a consejo erudito. Recibí por respuesta una cordialísima sonrisa. No creo que se haya molestado en ir a cambiarlo porque es sabido que en las librerías no hay otra cosa que libros. Supongo que el pobre texto se asfixiará dentro del paquetito. 

    Un tercero se mostró entusiasmado apenas vio de qué se trataba y, para mi sorpresa, lo devoró esa misma noche. Amanecí con un correo electrónico de lo más afectuoso, lleno de consideraciones hacia el libro, citas extraídas de sus más brillantes páginas y reflexiones inteligentes que iban más allá del hecho literario y aterrizaban las bellas letras en lo cotidiano de la vida. Me contó que lo había subrayado y que pensaba releerlo. Tanta era su gratitud que me abrumó un poco, aunque confieso mi satisfacción y hasta algo de orgullo. 

    Hubo un cuarto que omitió cualquier firulete de cortesía y así nomás me largó que no era su tipo y que lo cambiaría. Entendido. Sin ofensas. Y hubo un quinto y un sexto de los que aún no he tenido respuesta. No sé si lo habrán leído, si les habrá colmado el gusto, si les habrá parecido un reverendo bodrio, si estarán aturdidos bajo el influjo de su sabiduría y belleza o si lo habrán dejado arrumbado en cualquier estante a la espera de una hepatitis o de un día de tormenta. Mi memoria se empecina en confundirme y, aunque no podría aseverarlo con certeza, estoy casi segura de que uno de ellos ni siquiera tuvo la delicadeza de agradecérmelo. 

    Tantas reacciones como receptores. Y siempre el mismo libro. Dime cómo recibes y dirás mucho de quién eres. [email protected] 

    ?? ¿A quién le importan los diccionarios?