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Crecí rodeada de mujeres, podría decir que hasta en abundancia. En mi casa éramos tres hermanas, mi padre y mi madre. Abuelas que siempre estaban presentes en nuestro cuidado y amor cotidiano. Para variar, iba a una escuela solo de mujeres y en mi familia en general no había mucho primo, sobrino o amigo varón de nuestra edad.
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Mi madre, parte de una generación que comenzaba a transitar por los mínimos beneficios y todas las complejidades de buscar la igualdad, era una mujer fuerte, tenaz, deseosa ante la vida, buscando lo mejor para nosotros. Ella manejaba, ordenaba y construía nuestra familia desde lo más profundo y hasta en lo más práctico. Para mí era la jefa y creo que nunca pensé en ella como el género débil de mi núcleo. Esa fue mi infancia y agradezco todos los días haber tenido la fortuna de haber crecido así.
Mirando mi adolescencia desde el hoy, puedo decir que había muchas minorías que eran señaladas, juzgadas y calladas. Las mujeres, mi madre incluida, luchaban con dificultad, por hacerse un lugar en sus trabajos, muchas veces siendo mejores que varios hombres. Desde la tele venía el dato de que la mujer era la pobrecita de la novela, la malvada, el ama de casa o solamente el objeto sexual para el disfrute del hombre. Siento que en ese momento, al no conocer otra cosa, no lo veía raro, ni llamaba mi atención, por otro lado yo en mi vida tenía ejemplos de mujeres reales, que se esforzaban y luchaban para conseguir lo mismo que cualquier otro, sin importar el género.
Tiempo después, llegado el momento de decidir qué quería hacer como trabajo, me fui hacia la cocina. De nuevo la vida tuvo la gran gentileza de colocarme en un lugar donde mi jefe tenía la certeza de que las mujeres éramos mucho mejores que los hombres, más organizadas, pensantes, capaces de mantener equipos en orden con éxito. Por eso, la mayoría de mis jefas eran mujeres; poderosas, creativas, capaces de guiarnos en servicios que parecían batallas en las que alimentábamos hordas con cariño, esmero y dedicación. Agradezco muchísimo por haber tenido esta escuela.
Hoy, pensando en toda la fortuna que tuve, también puedo ver que otras mujeres no vivieron lo mismo y me da tristeza, empatía y muchas veces ira por aquellas que sufrieron y sufren. Pero también me alegra y agradezco estar viviendo este momento del mundo en el que las mujeres ya no se callan, que las minorías son cada día más escuchadas y que todos luchamos por ser más justos, más sensibles y sobre todo un poco más agradecidos por nuestras diferencias e igualdades.