N° 1969 - 17 al 23 de Mayo de 2018
, regenerado3N° 1969 - 17 al 23 de Mayo de 2018
, regenerado3Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCésar di Candia acaba de publicar un entrañable libro de relatos: El general va a la guerra en mecedora. Su mirada es, a la vez, tierna y dura. Aborda los grandes temas que desde siempre nos angustian ?el tiempo, la vejez, la muerte?, pero dispensa al lector de caer en pozos de tristeza porque lo rescata con la cuerda de un humor inteligente. Ese humor ?tan difícil de alcanzar en literatura? apela más al absurdo o al grotesco que al chicotazo fácil del chiste evidente. Así, uno atraviesa las peripecias de los personajes con la sensación de estar asomándose a esas pequeñas anécdotas que no constituyen la gran épica de los héroes, pero que son la materia prima para la vida de las personas comunes. Y es en esos matices que van del amor al odio, de la generosidad al egoísmo, de la grandeza a las miserias, donde encontramos algún reflejo de nuestra existencia.
Unos días atrás compartí una deliciosa tertulia radial con don César, Jaime Clara y Franklin Rodríguez. Fue una forma original de presentar el libro y se convirtió en una charla amena que tuvo su momento alto cuando el autor leyó uno de los textos. Un silencio encantado y respetuoso envolvió el estudio. Y allí quedamos suspendidos, escuchando, con la certeza íntima de estar viviendo un momento mágico, uno de esas instancias en las que baja un ángel y uno sabe que solo debe sentir agradecimiento.
La conversación derivó hacia la cuestión de la libertad. Comenté que, al leer el libro, había percibido un aire de libertad creativa. No digo esa falta de responsabilidad que habilita a algunos a decir cualquier cosa en cualquier lugar y en cualquier momento, sin medir daños ni cuidar la seriedad que todo acto de comunicación conlleva. No se trataba de eso. Lo que, como lectora, había sentido tenía que ver con la forma en la que el autor había tomado sus decisiones éticas y estéticas. Se nota en el texto un cuidado en alcanzar una cierta textura poética para narrar las distintas historias. Y si esa textura poética exigía ser políticamente incorrecto, don César no vaciló en serlo. Preguntado al respecto, aceptó que a sus años se permite decir todo lo que siente sin calcular los costos que esto pueda traerle.
La incorrección política no es el desparpajo insolente ni la transgresión gratuita que busca atención del público y funciona más como gesto de propaganda que como usina de ideas. La incorrección política es una postura que confronta el pensamiento hegemónico, venga este de donde venga y vestido con la ideología que sea. Para que esta postura se transforme en un acto valiente y no en una bravuconada fútil, debe estar legitimada por la honestidad intelectual de quien la adopta. Y requiere coraje para enfrentar la crítica que, en algunos casos, puede terminar en un ataque más o menos violento.
Por eso, algunas veces, el creador se anticipa a esa crítica y ?ya por miedo, ya por pereza? elige el atajo fácil de lo políticamente correcto. Se priva de decir lo que quisiera, asfixia sus ideas y solo manifiesta aquello que sabe no levantará polémica. De ese modo, evita problemas ulteriores y deja a todos más o menos contentos. En pocas palabras, no se complica la vida. Pero la verdad es que un creador que se precie de serlo experimenta algo de frustración, aun si su obra obtiene éxito. Una voz interior le dice que no ha dado con la talla, que no se ha animado, que ha cedido al miedo.
Renunciar a la libertad creativa por si las moscas es una actitud ante la realidad y sus hechos. Ni siquiera me atrevo a cuestionarla porque no puedo decir que no haya elegido ese camino algunas veces. ¿Quién puede tirar la primera piedra? A casi todos quienes creamos o comunicamos nos duele la crítica y, en el fondo, deseamos que nos acepten, valoren y quieran. No siempre nos encontramos preparados y fuertes para aguantar el peso del insulto, la incomprensión, el desprecio o el aislamiento. Quizá por eso cedemos a esa censura anticipada que previene otras censuras y, solitos, nos colocamos la mordaza. No hay censura peor que esa.
En 1857, Charles Baudelaire publicó Las flores del mal. El libro iba a llevar por título Las lesbianas, pero el autor, aconsejado por un amigo, renunció a él para evitarse problemas. La decisión, sin embargo, no evitó que meses después Baudelaire fuera acusado de haber ultrajado la moral pública y condenado a pagar una multa. El castigo incluía, además, la supresión obligada de seis poemas porque, según la sentencia, conducían a “la excitación de los sentidos mediante un realismo grosero y ofensivo para el pudor”. Los poemas no fueron restituidos hasta 1949. Me pregunto si Baudelaire se habrá arrepentido alguna vez de haberse privado de aquel título original, por cuanto su autocensura no lo libró de la censura ajena.
Y es que el arte no debería buscar la condescendencia. Ni el autor dar cátedra de moral, mucho menos erigirse como dueño de la verdad o presentar digeridas las respuestas. El autor es un generador de reflexiones y desde su libertad estimula al lector a formarse su propio criterio. De ahí que sea tan importante defender la libertad creativa y ejercerla. Decirlo es fácil. Lo difícil es hacerlo.