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En el último mes, por distintas razones, varias veces me
vi sentada frente a la cámara de la computadora para hablar de mi profesión. La
mayoría de las experiencias estuvieron dirigidas a adolescentes que, a mediano
o corto plazo, tienen que elegir una carrera universitaria. Ellos, del otro
lado de la pantalla y con tapabocas, parecían nerviosos. Yo, detrás de mi
experiencia y mis apuntes, también. Ir para atrás en el tiempo, recordar los
sueños y las dudas, los cuestionamientos y el entusiasmo, siempre me resulta
removedor.
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En esos paneles compartí pantalla
con otros profesionales, algunos del campo de la ciencia y la tecnología, otros
del mundo del derecho, de la psicología, de la empresa y del marketing. Con la
mayoría no nos conocíamos personalmente ni tuvimos demasiado tiempo para
presentaciones. Sin embargo, aparecieron cosas en común. El gran denominador
fue, tal vez, que aquello de tener una vocación clarísima desde niño es un
regalo que reciben unos pocos. El resto, el común de los mortales, la vamos
descubriendo en el camino. Pero las coincidencias no terminaron allí: todos
tuvimos dudas, muchos cambiamos de destino cuando ya estábamos en marcha o
fuimos eligiendo un camino laboral distinto al imaginado y, hoy, todos
disfrutamos la imperfección de hacer lo que más nos gusta.
En mi caso, a los 19 años y después de tomarme un año
sabático que no resultó como lo había planificado, me anoté para estudiar
Comunicación. Lo hice pensando en seguir Publicidad, aunque esa decisión la
podía diferir para el tercer año de la carrera. Un taller de verano fue la
primera señal de que eso no era lo que más me gustaba hacer. El consejo de una
profesora al cerrar un curso de Redacción me terminó de convencer. Me cambié
para Periodismo y, hasta ahora, no me arrepentí. A los pocos meses conseguí mi
primer trabajo y nunca más paré. De eso hace ya 24 años años o, como les conté
a los estudiantes a través de la pantalla, ocurrió en el siglo pasado.
Quizá por todo eso, cuando hace un
par de semanas vi a Romina Peluffo parada arriba de un escenario presentando su
segundo disco, Piel fina, y hablando de cómo descubrió su vocación casi
pisando los 40, no pude evitar la piel erizada y la emoción. No fue solo porque
Romina tiene una fuerza brutal y sus canciones suenan impresionante, también
fue porque compartí con ella varias clases de la carrera de Comunicación.
Cuando había que elegir, ella optó por Producción Audiovisual. Me la seguí
cruzando en ese mundo, como guionista, directora y, más recientemente, actriz
(es Silvana, la hermana menor en Alelí, la que nació tarde para que la
incluyeran en el nombre de la casa). No tenía idea de que en su interior
vibraba la música hasta que, en 2018, alguien me mostró el videoclip de su
primer disco, Obsesa. “Estudié Comunicación, cine, hice guiones, dirigí
cortos, agarré para ese lado; pensé que quería ser directora de cine, pero
siempre me faltaba algo, sentía que no era lo mío. Y cada vez que veía a
alguien tocar la guitarra y cantar me daba envidia, no “envidia sana”, porque
es un oxímoron; quería hacer eso y era como “no me tocó a mí en esta vida” y lo
había descartado”, contó en una entrevista con la diaria. De niña había
estudiado flauta dulce, aunque su sueño era aprender a tocar el piano, un
instrumento demasiado caro y grande como para andar probando. De eso pasaron 30
años. Hasta que un día fue y se compró una guitarra. Venía de una crisis
amorosa que se había vuelto existencial, se sentía en “Pampa y la vía”, sin
mucho para perder. “Un viernes me compré una guitarra, el lunes fui a clase y
pensé: “Si no encaro, la vendo y ya fue, me saco esta espina de toda la vida,
la música”. Empecé a hacer canciones, terminaron en un disco y no paré nunca.
Sentí que encontré ese lugar que no estaba encontrando, donde fluía”. Algo de
todo eso contó en ese show varias veces postergado por la pandemia, pero que
cuando llegó fue todo energía y felicidad.
Entre los periodistas, que permanentemente conversamos y
entrevistamos gente de lo más variada, la vocación es uno de los temas
recurrentes. También creo que hay una cuota de inconformismo —o podríamos
llamarle curiosidad— propia de la profesión, que detrás de la frase
el-mejor-oficio-del mundo empuja a estar siempre en busca de alternativas. Esta
semana Carolina Villamonte entrevistó a Diego Sánchez, un uruguayo que durante
muchos años trabajó como modelo publicitario en Europa y ahora se dedica a
hacer zen shiatsu con el personal médico en los CTI covid de Uruguay. No le iba
nada mal, de hecho desfilaba y hacía campañas para firmas como Armani o Calvin
Klein. Un día se cruzó con esta disciplina japonesa de casualidad, se interesó
en el tema, la incorporó a su vida y al poco tiempo, después de “una crisis
personal importante”, sintió que el camino era por ahí. “Mi trabajo era
fabuloso, me iba bárbaro, pero veía que no tenía mucho contenido. Y se me vino
la palabra shiatsu”, cuenta en la nota que publicamos hoy. Estudió en
Londres y Nueva York, y desde 2005, cuando volvió a Uruguay, está dedicado al
mundo del zen shiatsu tanto desde su difusión dando clases como trabajando en
el ámbito de la salud. La llegada del covid frenó su actividad pero al mismo
tiempo le dio un nuevo impulso, demostrando la importancia de cuidar a los que
cuidan, de cómo basta una sesión de 10 minutos para mejorar el ánimo, los
vínculos y el rendimiento de las personas que están atravesando situaciones de
mucho miedo, angustia y estrés.
Romina y Diego no se conocen, pero
tampoco es necesario. Simplemente son dos ejemplos, como seguramente hay
tantos, de personas que eligieron y lograron reconvertirse. Se permitieron
escuchar al niño que fueron, a esa voz interior que les decía que algo no
estaba tan bien o al instinto que los llevaba a no avanzar. En general, el
punto de partida es una crisis, sea por amor, profesional o vital. Aparece
aquello de “no tengo nada para perder” o “si no soy feliz ahora, ¿cuándo?”. No
son decisiones fáciles ni se toman de un día para el otro; el éxito tampoco
está garantizado. Sin embargo, en tantos años de periodismo todavía no me he
cruzado con testimonios de los arrepentidos. Para los que se animan, ¡chapeau!