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Ciencia aplicada a las madres: ¿Existe el instinto maternal?

Un nuevo libro titulado Mom Genes (Genes de madre) se adentra en los últimos hallazgos científicos vinculados a la maternidad y los cambios que atraviesa una mujer en ese proceso de transformación, y evalúa si es el instinto, la genética o el entorno lo que hace a una buena madre
Editora de Galería

Se suele decir que el instinto maternal es algo inherente a la mujer.Algo con lo que se nace y que se manifiesta por primera vez cuando una niña arropa con toda naturalidad a su muñeca de goma. Pero lo que lleva a una madre a cuidar de su hijo no siempre es un impulso animal, porque no todos los mamíferos protegen de la misma manera a sus crías. Los factores culturales también son determinantes. ¿Qué tanto inciden en la forma de maternar? ¿Qué otras variables entran en la ecuación? ¿Cuándo se vuelve madre una madre? ¿Qué cambia en una mujer, además de su cuerpo, en el proceso gestacional? ¿Se puede hablar de un gen común a todas las madres?

Todas estas preguntas se hizo la periodista y madre de cuatro Abigail Tucker, autora del bestseller The Lion in the Living Room (nombrado Mejor Libro Científico de 2016 por Library Journal y Forbes), y ahora de Mom Genes: Inside the New Science of Our Ancient Maternal Instinct (Genes de madre: Dentro de la nueva ciencia de nuestro antiguo instinto maternal) publicado recientemente (y disponible en Amazon). Mientras buscaba respuestas se dio cuenta de que, aunque más de noventa por ciento de todas las mujeres del mundo son madres, son muy pocos los científicos que se sintieron lo suficientemente curiosos como para investigar lo que les sucede internamente a aquellas que han gestado hijos. “Comparadas con sus niños en rápido desarrollo, las madres tienen una reputación de ser aburridas y predecibles”, escribe Tucker.  Así y todo, se hizo de una cantidad de estudios iluminadores y conversó con sus autores sobre los resultados, varios de ellos sorprendentes. “Están descubriendo que las mamás en sí mismas no son tan ordinarias. De hecho, podemos ser más intrigantes y complejas de lo que cualquiera imaginó”.

El tan llamado instinto. Instinto tal vez no sería el término más adecuado para referirse a lo que mueve a una mujer a desdoblarse en una nueva faceta, a quitarse a sí misma del centro de su vida y entregarle el foco de manera indefinida a otro ser. “Instinto en estos días es el nombre de un perfume de Giorgio Armani, no una palabra que se use científicamente”, asegura Tucker, y explica que aunque los investigadores han luchado durante mucho tiempo para encontrar una versión humana del “patrón de acción fijo", o algún comportamiento que todas las madres adopten “robóticamente por defecto”, no han encontrado uno lo suficientemente terminante. “Uno de los contendientes es el 'motherese', los patrones de habla graciosos y agudos que usan las mamás cuando se dirigen a sus bebés, que está ampliamente documentado desde Estados Unidos hasta Japón, e incluso las madres sordas parecen instintivamente adaptar el lenguaje de señas en líneas similares”. Sin embargo, en muchas culturas las madres ni siquiera les hablan a sus hijos pequeños, así que quedó descartado como denominador común.

Según Jodi Pawluski, neurocientífico que estudia el comportamiento materno en la Universidad de Rennes, en Francia, no existe el instinto maternal en los seres humanos: “Todo el mundo tiene que aprender a ser padre”. Pero Tucker se aventura a esbozar una nueva definición de instinto. Lo describe como “un estado mental transformado, un nuevo repertorio de sentidos, sentimientos e impulsos; no es una guía de cómo ser buena madre”.

Robert Bridges, neurocientífico de la Universidad Tufts, en Massachusetts, se refiere en cambio al “desenmascaramiento” materno; “la revelación abrupta de un potencial oculto o una identidad latente que estuvo acechando dentro de ti todo el tiempo”, explica la autora.

Lo que sucede en el cuerpo de la mujer en los nueve meses de gestación trasciende la panza, los tobillos hinchados y el presunto ensanchamiento de caderas. “Durante el embarazo, todo nuestro ser físico cambia. Nuestros lunares pueden oscurecerse, nuestras voces bajan una octava (como lo hizo una embarazada Kristen Bell mientras grababa Frozen, parece que la famosa banda sonora podría haber sido aún más estridente en algunos momentos). Nuestras narices se inclinan, nuestros arcos se aplanan y las uñas de los pies se caen. Nuestro cabello cambia de color o se riza. Podemos eructar como si nos hubiéramos tragado una bomba ciclónica. Nuestros hígados pueden perder bilis (...). Y demostrablemente nos volvemos más deliciosas para los mosquitos, debido a nuestra mayor temperatura corporal y producción de dióxido de carbono”.

Y eso no es todo. Una revolución a nivel celular modifica el cerebro de la mujer. “Nuevas conexiones se forman y algunas viejas mueren, y varias estructuras del cerebro empiezan a cambiar físicamente. Esta maleabilidad es una característica particular de las madres”, dice la autora.

El laboratorio de la Universidad de Leiden, en Países Bajos, encontró diferencias marcadas entre el cerebro de madres primerizas y el de mujeres sin hijos; pérdidas de materia gris que en algunas madres llegaban a ser de siete por ciento. “Un cambio de esta magnitud es prácticamente inaudito en humanos maduros, con la posible excepción de los sobrevivientes de lesiones cerebrales traumáticas”, dice Tucker.

Aunque todavía no han llegado a una conclusión sobre la naturaleza de la metamorfosis de las madres humanas, los científicos consultados se mostraron convencidos de que el cambio es incuestionable.

Una mujer nueva. “Es un poco triste separarse de su antigua identidad. Cada renacimiento es también un adiós”, escribe Tucker. Puesto en esos términos puede sonar algo dramático, pero es la pura (o cruda) verdad.

La realidad es que una madre que estrena su rol tiene grandes chances de sufrir de lagunas mentales en cualquier tema no vinculado a su bebé. “Algo así como 80 por ciento de todas las nuevas mamás reportan problemas cognitivos, particularmente relacionados con la memoria, y los científicos nos instan a creerlos”. Ahora que sabemos de los cambios físicos que atraviesa el cerebro, la “mamnesia” parece una consecuencia lógica. “No estamos conectadas como solíamos estar, y nuestras nuevas habilidades e intereses tienen un costo”, escribe la autora, antes de citar a Linda Mayes, profesora de Psiquiatría, Pediatría y Psicología Infantil en el Centro de Estudios Infantiles de Yale, que habla de una “economía de atención”. “No es que haya una atrofia. Es solo que (la madre) está muy concentrada en una cosa. Hasta cierto punto, su biología la empuja a concentrarse en ese bebé, y entonces algunas otras cosas tienen que hacerse a un lado”. En promedio, las madres recientes piensan 14 horas por día en su bebé.

El cambio principal se da en el momento de dar a luz. “A medida que las neuronas absorben las sustancias químicas del parto, los genes dentro de las células se apagan y se encienden, provocando cambios y el crecimiento del cerebro. El resultado es que, en el transcurso de unos pocos meses, nuestros cerebros se renuevan abruptamente (...), lo que hace que reinterpretemos estímulos familiares (...) de formas nuevas y extrañas. De repente, la sonrisa de un niño es nuestro alfa y omega. Nuestros viejos sistemas de deseo han sido reconfigurados”.

Un estudio basado en el sentido del olfato lo demostró cuando se dio a oler a mujeres queso, especias y camisetas de bebé. Las que habían sido madres recientemente les dieron a estas últimas “calificaciones hedónicas”, más altas que las que no eran madres. “El segundo nacimiento de la maternidad es una especie de renacimiento neuronal que revisa lo que la mujer encuentra gratificante”, escribe Tucker. Esa nueva escala de aromas que posiciona los olores vinculados al bebé en el mismo nivel que galletas recién horneadas es, según la autora, un “arma secreta de la naturaleza”.

El término científico para este suceso extraordinario en el que pareciera que “nuestros nervios se extienden fuera de nuestro cuerpo” es “sensibilización” y explicaría, de acuerdo a Tucker, “por qué las madres tienen dificultades para ver películas o incluso comerciales de televisión que involucran a niños que sufren”.

Según Robert Froemke, profesor del Departamento de Neurociencia y Fisiología de la NYU que la autora consulta en el libro, la oxitocina (que algunos han llamado incluso la “molécula de las madres”) no solo prepara el cuerpo de la mujer para el parto: “Al ser un neurotransmisor, también prepara nuestro cerebro para la adoración infantil”.

Otro estudio constató que en las primeras 48 horas después del parto una nueva madre adquiere la capacidad de reconocer el llanto de su propio bebé, identificarlo en medio de otros llantos en el hospital, y solo despertarse con el de su hijo.

Con los días, se adquieren otras habilidades y los rostros de sus bebés se vuelven únicos para todas las madres, biológicas y adoptivas. Así lo demuestra un estudio en el que participaron 14 madres biológicas y 14 madres adoptivas a las que se les pedía que miraran los rostros de sus hijos y los de otras personas. “Todas las madres, sin importar el tipo, mostraron un entusiasmo neuronal adicional por sus propios hijos”.

Búsqueda genética. Pero tal vez el hallazgo más espectacular, por no decir perturbador, es de índole genético. La miocardiopatía periparto, una afección cardíaca que afecta por año en Estados Unidos a miles de mujeres embarazadas o recién paridas, resulta menos riesgosa para ellas que otras enfermedades de este tipo para otros pacientes. Aproximadamente cincuenta por ciento se recupera espontáneamente; es la mayor tasa de recuperación para esta clase de enfermedad. “Los corazones de algunas madres están prácticamente como nuevos en tan solo dos semanas”, escribe Tucker, y eso se debe a que embarazadas y madres recientes logran regenerar células de su corazón. Hina Chaudhry, cardióloga del laboratorio del hospital Mount Sinai, se propuso junto con su equipo investigar las causas experimentando con ratones. Lo que descubrió fue que en esas madres había células cardíacas con ADN que no coincidía con el propio, sino con el de sus crías.

Al parecer, los resultados son extrapolables al ser humano. El fenómeno se denomina microquimerismo fetal (micro porque sucede con un número ínfimo de células, y quimera responde al nombre que la mitología clásica le otorga a un monstruo imaginario compuesto de varias criaturas diferentes).

“Nuestros hijos colonizan nuestros pulmones, bazos, hígados, tiroides, piel. Sus células se cuelan en nuestra médula ósea y en nuestro pecho. A menudo se quedan ahí para siempre. Los científicos encontraron células fetales diseccionando los cadáveres de ancianas, cuyos pequeños bebés ya habían alcanzado la mediana edad”, explica la autora.

Si bien no se sabe aún a ciencia cierta qué hacen esas células infantiles en el cuerpo de sus madres, una de las explicaciones que baraja la cardióloga Hina Chaudhry es que “el feto está diseñado para proteger a la madre”, pues de ella depende su propia supervivencia. Un trabajo danés que estudió a 190 mujeres de entre 50 y 60 años concluyó que aquellas con “restos detectables” de células de sus bebés eran menos propensas a morir de cualquier enfermedad. De alguna manera, estaban más protegidas. “En un caso particularmente famoso, los doctores descubrieron que las células de un hijo habían reconstruido un lóbulo completo del hígado destruido de una mujer”, dice Tucker, y aclara que el ejemplo es emblemático porque el bebé de esta madre no llegó a nacer, pero su persistente rastro celular alcanzó para propiciar la mejoría de la mujer.

A su vez, algunos científicos se plantearon investigar cómo inciden los genes en el modelo de maternidad que sigue cada mujer. Un estudio infirió que un par de gemelas idénticas suelen parecerse más en su rol de madres que dos hermanas, y que las hermanas adoptivas son “en promedio” menos similares que las biológicas en su forma de maternar.

“Hasta la fecha, existen quizás dos docenas de artículos sobre si tener (o no) un tipo de gen u otro predispone a una mujer determinada a ser una madre más sensible. Los sospechosos habituales son los genes relacionados con neuroquímicos maternos como oxitocina, dopamina, vasopresina, estrógenos y serotonina”, dice Tucker. Pero lo cierto es que ninguno ha llegado a un resultado concluyente, y las investigaciones han virado hacia otra hipótesis, según la que los estilos de maternidad no se explican en un único gen sino que son “una historia química inscrita en los genes que llevamos”.

“En una especie de efecto de muñeca rusa, especialmente las mamás y las hijas (pero también las nietas y bisnietas) tienden a repetir los patrones de cuidado, a veces de maneras obvias, como dar a luz a sus primeros bebés a edades equivalentes o sentirse igualmente cómodas con prácticas como las nalgadas. Pero también con gestos sutiles y texturizados, como la forma en que exudan calidez u hostilidad hacia sus hijos”.

Un estudio neozelandés siguió a niños de tres años por décadas hasta que ellos mismos tuvieron hijos de tres años, y constató que como adultos eran muy similares a sus padres en las demostraciones de afecto hacia sus pequeños. “Presumiblemente, al menos algunos (estilos de maternidad) son el resultado de un comportamiento imitador, una simple cuestión de ‘mono ve, mono hace’. Pero otros son más misteriosos, con la crianza y la naturaleza entrelazadas”, concluye Tucker.

La madre y su contexto. “Ninguna madre es una isla”, dice el título de uno de los capítulos del libro, que intenta explicar cómo un tipo de madre puede mutar en otro si las circunstancias cambian. “No tienes idea de en quién podrías convertirte”, escribe la autora, y cita a Elizabeth Byrnes, doctora en Neurociencia y profesora de Ciencias Biomédicas —también de la Universidad Tufts—: “El comportamiento de una madre no es necesariamente un comportamiento incorrecto. Es el comportamiento correcto para el entorno incorrecto”.

Las circunstancias materiales juegan sin duda un rol decisivo ya desde la gestación. De un estudio danés que se realizó entre 1995 y 2009 se dedujo que cuando subía el desempleo crecían también las tasas de abortos espontáneos.

Sin embargo, las circunstancias humanas son las que de verdad cambian todo. “Una madre es la verdadera fortaleza de sus hijos. Pero no puede estar sola”, dice Tucker. Una investigación de la Universidad de Columbia sostiene que el apoyo de una mujer embarazada es “el principal predictor de su salud mental”, y lo mismo se extiende al posparto. La salud mental de una mujer en el primer mes de maternidad es considerablemente más vulnerable que en otros momentos de su vida, con 23 veces más probabilidades de desarrollar, por ejemplo, trastorno bipolar. Según Tucker, el mundo moderno tiene poco respeto por la salud mental de las madres, y una muestra de eso es que en muchos países no llevan estadísticas de los suicidios maternos.

Aunque falte mucho por avanzar y por descubrir sobre la maternidad, la autora logra una compilación exhaustiva de estudios y hallazgos que echan luz sobre ese impulso (primario a veces o cultural, aprehendido, heredado, o todas las anteriores) a cuidar desinteresada y ferozmente de otra persona.

Tucker se atreve a resumir los tres pilares del “despertar instintivo de la nueva madre”: placer centrado en el niño, mayor sensibilidad a las señales del bebé y motivación obstinada. “El amor de madre es el romance original del planeta”, sentencia. Y en esa única línea puede estar la explicación a todo.