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La paradoja Milgram

En 1961, meses después de que el nazi Adolph Eichmann fuera juzgado y condenado a muerte en Jerusalén por crímenes contra la humanidad, Stanley Milgram, psicólogo graduado por la Universidad­ de Harvard y profesor en Yale­, se hizo las siguientes e inquietantes preguntas: ¿era posible que Eichmann­ y otros tantos militares alemanes cómplices de “la solución final” solo estuvieran obedeciendo órdenes? ¿Cabía la posibilidad de que un ser humano perfectamente cuerdo y normal cometiera actos contrarios a sus propios códigos morales e incluso de crueldad extrema porque así lo mandaba una autoridad que él o ella consideraban superior? La respuesta a estas preguntas fue publicada en forma de estudio psicológico años más tarde bajo el título Los peligros de la obediencia. Previamente, Milgram había realizado una tanda de experimentos. Entre otros, uno llevado a cabo en la Universidad­ de Yale con personas de distinto sexo, raza y edad. A cada una de ellas se les dijo que en “aras de un estudio científico sobre los efectos del castigo en el aprendizaje” debían suministrar a otra persona, a la que llamaron B, una descarga eléctrica cada vez más potente. B, que en realidad era un actor, simulaba recibir dichas descargas y se retorcía de dolor. Aun así, adiestrados por el monitor del experimento, un número elevado de personas continuaron dando descargas cada vez más dolorosas­ al sujeto B. Según explicó Milgram­, la razón de este proceder es que “la férrea autoridad prima por encima de los imperativos morales de las personas intervinientes en el experimento incluso a pesar del sufrimiento que causan”. De este estudio se desprende que “la extrema buena voluntad de los adultos a aceptar cualquier requerimiento ordenado por una autoridad superior prevalece por encima del daño infligido”. Este curioso experimento (que ahora conozco gracias a mi amigo Antonio Fuertes Zurita) sirve para explicar ciertas conductas que nos parecen incomprensibles. Como el seguidismo incondicional a temas injustos o inmorales. También explica por qué el temor a “desentonar” o a ir en contra de lo que parece aceptado por todos, hace que personas razonables acaben abrazando postulados mostrencos con total naturalidad. Por supuesto, el efecto descubierto Milgram­ sirve para explicar seguidismos políticos (tanto de un signo como de otro) que estamos viendo últimamente­. Pero hoy no quiero hablarles de política, sino comentar lo sorprendente que son algunas actitudes humanas. Para entenderlas y también para, a través de la educación, enseñar a los más jóvenes a no caer en ellas. ¿Y si “la banalidad del mal”, concepto que Hannah Arendt acuñó, precisamente después de asistir al juicio de Eichmann, no fuera más que obediencia malentendida? Miedo da pensarlo.