Es uno de los autores argentinos más leídos (su obra ha sido traducida a más de 20 lenguas), sin embargo, cuando se refiere a la escritura a menudo no habla de carrera literaria sino de "este otro trabajo". El oficio que fue ganando espacio, tiempo y energía desde que convive con su labor como docente de Historia en un colegio secundario, tema con el que se inicia la conversación.
¿Cómo ha sido dar clases en pandemia?
Creo que muchas actividades virtualizadas han sido difíciles. Y me da la sensación de que las actividades vinculadas con la educación han sufrido más aún. Aquí donde vivo, en la provincia de Buenos Aires, desde marzo de 2020 para acá, apenas hemos tenido un puñadito de semanas con clases en grupos pequeños. Creo que han sido en total seis o siete semanas. Es muy difícil, no solo enseñar Historia, que es mi labor fundamental, sino establecer un vínculo, mantener el interés de los chicos por el aprendizaje, asistir a su vinculación entre ellos; la escuela es un escenario de socialización muy importante para ellos, independientemente de lo que hacen con los docentes. Doy clases en una escuela donde tecnológicamente estamos bien parados. Mis alumnos y yo tenemos computadora, smartphone, acceso a Internet. Sospecho que a medida que se adentra en situaciones socioeconómicas más complicadas, este diagnóstico que estoy haciendo debe haber sido bastante más duro todavía.
¿Qué lo motiva a dar clases?
Es parte de mi vocación. A medida que mi otro trabajo prosperaba, me fue imposible sostener el mismo nivel de involucramiento en ambas esferas por una cuestión de tiempo disponible. Dejé la universidad porque fui perdiendo la posibilidad de actualizarme, presentar trabajos científicos en congresos, ese mundo se me cerró mucho, entonces me pareció que lo lógico era dar un paso al costado en ese ámbito académico más exigente. Pero para la escuela siento que estoy capacitado.
¿Qué siente que le aporta a las clases y qué le aportan sus alumnos a usted?
Intento aportar conocimiento y afecto. Me parece que uno sin el otro, en la adolescencia, no caminan bien. Y cuando digo uno sin el otro es porque tampoco me interesa ser un profesor que se limita a establecer un buen vínculo con sus alumnos. No. Me parece que ese buen vínculo con mis alumnos es materia necesaria pero no suficiente para que aprendan Historia, que es algo que me interesa que suceda. En cuanto a lo que siento que aportan, creo que juntarme semanalmente con un montón de adolescentes me exige flexibilidad, escucha, comunicación, apertura, empatía, que no son cosas que uno ejerce en un trabajo tan ensimismado y tan metido para adentro como la escritura. Me parece que es un lindo contrapeso que a mí, en lo personal, me sirve mucho.
Empezó a escribir para apagar la ansiedad que no lo dejaba dormir, como una búsqueda de sentido. ¿Cómo lo vive ahora?
Lo sigo viendo así, por suerte. Tiene el mismo sentido, profundizado, que para mí tiene la lectura. En algún momento de los veintitantos encontré que la escritura me permitía ahondar aún un poquito más en esa dirección y esa intención. Por suerte sigue siendo así porque hoy, veintipico de años después, y muchos libros después, me gusta que el objetivo siga siendo el mismo... No sé si me gusta, me simplifica. Cuando me siento a escribir o a pensar, los muchos meses que me siento a pensar antes de ponerme a escribir, lo sigo haciendo por el mismo motivo. No es que estoy pensando: "Ah, tengo que sostener una carrera como escritor". No siento que tenga que sostener nada. Siento que me hace bien escribir o que me haría peor no escribir. Entonces, mejor escribo.
¿Cuanto más se planifica mejor se improvisa?
Me sirve mucho planificar, diseñar, preparar, estructurar. Sobre todo, una novela. Una novela te lleva mucho tiempo de escritura propiamente dicha. Cuando en la escritura uno afronta problemas concretos, estrictamente literarios, como elegir o cambiar una persona gramatical para la narración, no es lo mismo que esa duda te acometa cuando no tenés ni idea o tenés una idea solo vaga de lo que has dejado atrás y de lo que hay adelante. Para mí no es lo mismo que tener una noción bastante general del itinerario que estoy tratando de seguir. Mi planificación nunca es enormemente estricta. No es que si me surge algo en medio de la escritura no lo acepto porque no estaba planificado. No es que me voy a negar. Pero me doy cuenta de que me sirve mucho y, sobre todo, evita el empantanamiento en la etapa de escritura. El empantanamiento en la etapa de diseño es mucho más amigable, pese a todo. Como estás pensando, haciendo cuadritos, leyendo, haciendo esquemas, no estás haciendo nada concreto. Y los lapsos donde no surge nada bueno no se notan tanto. Parece que no, pero es mucho menos angustiante. Mientras que si vos estás ya con un documento de Word abierto, que siempre está en la misma página 14, siempre ahí, el empantanamiento parece mayor. No es que lo haga por eso, no lo tengo tan claro. ¿Viste cuando te ponés a buscarle o a encontrarle razones a lo que hacés por intuición? Bueno, creo que aunque lo haga por intuición, hay razones detrás de esto que hago.
¿Cómo es su rutina?
Bastante ordenada. Me levanto, desayuno, me voy a la habitación en la que laburo y estoy ahí hasta el mediodía. Interrumpo con algún correo electrónico, con un WhatsApp, con un trámite del banco, sí, interrumpo, pero vuelvo. Almuerzo, me duermo una siestita y a la tarde hago lo mismo. Eso de lunes a viernes. Me lo tomé así también como una manera de ponerle límites a este otro trabajo. Cuando empecé a, llamémosle, prosperar en este mundo, en el sentido de que me empezaron a publicar y a la editorial le interesaba que siguiera publicando, mis hijos eran chicos. Y este es un tipo de laburo que si dejás que te coma, te absorbe. Como todo laburo creativo. No creo que sea algo privativo de la escritura. Como no dependés de ninguna técnica concreta, o en todo caso las técnicas no te garantizan que avances, la tentación de mejor me quedo, mejor sigo, una página más, una hora más, dos horas más, está ahí presente y el riesgo es que te coma el resto de la vida. Esta rutina me sirve. No sé si hubiera escrito mejor evitando eso y dedicándole los sábados, los domingos, los feriados, las vacaciones a escribir. Quizás hubiera escrito mejor. Pero me hubiera perdido toda la niñez de mis hijos. Y, la verdad, en mi escala de valores, prefiero no habérmela perdido.
¿Recuerda qué imágenes le dieron el impulso para pensar un proyecto como El funcionamiento general del mundo?
En general hay imágenes que me asaltan. Son imágenes ficticias, pero que me interesan. Y a veces se vuelven un poco recurrentes. Algunas aparecen una vez y no vuelven, otras vienen y vienen y vienen... En este caso volvía todo el tiempo la imagen de un grupo de pibes jugando en la canchita de mi colegio secundario. Y también aparecía y volvía la de un tipo tratando de explicar y de explicarse con sus hijos la relación con su pasado. Las imágenes de mi propia escuela secundaria, del edificio, de la gente, de las aulas, también volvían. Entonces comienza a pasar algo: empiezan a llenarse agujeros. También hay otra parte que es absolutamente racional y que no tiene que ver con imágenes impulsivas, sino con decir: "Ah, pará, el año 83 fue superinteresante en mi vida, en la de esa escuela y en la de ese país". Pero como a mí no me da para hablar del país en general porque no lo hago nunca, ¿qué tal si hablo de esa escuela como reflejo de ese país? Porque yo aterricé varias veces en los años 70 (La pregunta de sus ojos), aterricé, con Lo mucho que te amé, en los 50 y los 60; aterricé en la crisis del corralito del 2001 (La noche de la Usina); pero en el 83 no aterricé nunca; aterricemos. Así sucede. Como una combinación de imágenes impulsivas y decisiones argumentadas. Me interesan mucho estas discusiones tan actuales entre lo que hoy es bueno, lo que hoy es deseable y políticamente correcto, charlas que tengo con mis hijos y con mis alumnos, en realidad la novela podría ser solo el 83. Ese tremendo bodoque podría tener 150 páginas menos y ser la historia de un grupo de pibes a los que en el 83 les pasa algo. Y, sin embargo, tenía ganas de poner a dos generaciones a dialogar. Es una manera de avisarle a la generación más joven que alguna vez también le tocará dialogar con una generación más joven aún. Que ellos no son el punto de llegada. Hay otra dimensión que quería introducir en la novela que es que no todas las personas tienen una buena relación con su pasado. Hay gente que ha necesitado construirse a partir de una pared: de acá para atrás no siento, no evoco, no recuerdo, no hablo. Es un poco lo que le pasa a Federico. Y una persona que ha decidido, con tanta enjundia, tomar esa decisión, es muy difícil que la cambie. Pero, claro, si estás arriba de un auto, cuatro días, dos mil quinientos kilómetros, metiéndote en la Patagonia, pleno invierno, con tus pibes que estaban dispuestos a irse a las Cataratas y que no tienen cinco años, no les podés decir: "Vamos para allá porque dice papá", mucho menos si tienen 15 y 13. Esa es otra fuerza interesante a la que los seres humanos nos vemos sometidos: a veces no nos queda otra que explicarnos, que narrarnos. Y al narrarnos nos vemos obligados a flexibilizarnos. Aunque sea, para el solo hecho de reconocer que vas a tener que hacer una puerta en esa pared que construiste. Dios dirá después si, cuando salimos de ahí, la puerta queda abierta o la cierro, o vuelvo a construir una nueva pared.
En julio de 2019 se fue de viaje a la Patagonia. Solo, tomando notas y haciendo un registro del entorno. Recorrió 4.500 kilómetros. ¿Se lo pidió la propia novela?
Me gusta mucho manejar solo por la ruta. Escribir la novela fue la excusa perfecta. Me parecía importante recorrer ese camino con lo que van viendo y sintiendo tres personas internándose en la Patagonia en invierno. A veces nuestros recuerdos lejanos se quedan con lo más arquetípico. En general mis novelas suelen tratar sobre mundos cercanos, muchas veces no necesito documentarme porque son de acá a la vuelta. Y la Patagonia no me queda acá a la vuelta. Y un viaje de urgente, así de perentorio, así de fatigoso, por la Ruta 3, que no es Bariloche, los lagos, la nieve, los pinitos, es la estepa, el viento y el hielo, me pareció interesante hacerlo y creo que sumaba.
¿Por qué Muzopappa es una mujer y por qué profesora de Plástica?
Para evitar ciertos estereotipos. Cuando te encontrás con historias del secundario, lo habitual es que los docentes inspiradores son los de Historia, los de Literatura, los de Filosofía. Si la película va por el lado de las ciencias, cosa más rara, será el de Matemática, pero nunca es la de Contabilidad. Mucho menos la de Plástica. Aparte, Plástica, salvo aquella persona que dibuja bárbaro, todo el mundo la odia, todo el mundo la detesta y todo el mundo desprecia al docente. Lo que esta mujer logra con ellos lo logra desde ella, no desde cómo les enseña a sombrear un florero. Y, además, quería jugar con cómo a veces la desesperación te mejora como persona. Porque estos pibes no son feministas. Estos pibes tienen un ladrillo en la cabeza. La aceptan a Muzopappa porque si no se quedan afuera. Porque ya perdieron el primer partido y porque la mina les demuestra concretamente que sabe mirar fútbol. Entonces, entre la humillación de que los dirija una mujer o la humillación de quedarse afuera en la segunda fecha, bueno, que nos dirija esta mina. Si hubiera sido un tipo, era más fácil. Estos encuentran a su guía pero nos les gusta que sea su guía. Son feministas a la fuerza, no por convicción. Uno a veces cambia porque no le queda otra. Los seres humanos no somos tan buenos. A veces solo mejoramos cuando las puertas más cómodas están todas cerradas.
Tenía 15 años en 1983. Fue a un colegio como el de la novela, enorme, de un mundo que prácticamente ya no existe.
Creo que uno de los grandes logros educativos que tuvo la Argentina en el siglo XX eran esas enormes escuelas secundarias, esos enormes colegios nacionales normales superiores, como se llamaban. El mío se llamaba Manuel Dorrego, en Morón. No es el ficticio Arturo del Manso, que está dos estaciones más allá. Ahí sí me permito pensar que eso estaba bueno. Eran escuelas públicas, aún con todas las zonas oscuras que cuento en la novela, pero me parece que tenían una capacidad de mestizarnos, en el mejor de los sentidos, que la escuela argentina actual no tiene. La escuela argentina reproduce lo que ya traen los pibes: vos sos de clase media urbana, vas con pibes de clase media urbana, vos sos de un barrio marginal de la gran ciudad, vas con pibes marginales de la gran ciudad. En aquellas escuelas te cruzabas socialmente, políticamente, étnicamente, religiosamente e incluso a nivel de la estructura de tu familia, realmente era una mezcla que te avivaba. Te desafiaba, te interpelaba y te acostumbraba a lo diverso de la mejor manera. Al mismo tiempo, eran un desafío: vos caías y eras un ser anónimo en una masa muy grande. Pero salías de ahí con un montón de herramientas. Y las herramientas para ir a la universidad pública no eran pocas. Eso, hoy, la Argentina está mucho más distante de garantizarlo que hace cuarenta años. Tengo una mirada muy pesimista al respecto. Y lo digo como profesor de secundario. ¿Puede cualquier pibe llegar a la universidad en Argentina? Sí. Pero le va a costar muchísimo más de lo que le costaba a un pibe de esa época. Muchísimo más.
El colegio de la novela es un gran laboratorio en el que hay otro más: el fútbol. A Federico el fútbol le ayudó bastante. A usted le ocurrió algo parecido. Incluso también jugó de arquero, como él.
Yo le atribuyo a Federico muchas cosas autobiográficas. No su historia personal familiar, esa no, esa es de él, pero esto de caer en un lugar enorme y decir: "Upa, caí acá, soy un número, no soy un ser particularmente nada (no soy particularmente canchero, no tengo ningún hermano particularmente popular, no tengo una inteligencia superlativa, ni facha ni apellido), pero juego de arquero. ¿Nadie quiere jugar de arquero? Bueno, yo juego de arquero. Y si yo juego de arquero, me van a llamar. Cuando necesiten uno me van a llamar. Porque arquero se necesita siempre. Porque nadie quiere ir al arco. ¿Tengo talento para ir al arco? Capaz que no tengo talento. Pero tengo talento para romperme todo en el piso sin que eso me joda. ¿Tengo problema en romperme la rodilla? Ninguno". Este dedo -señala el meñique- me lo rompí en el Colegio Nacional Normal Superior Manuel Dorrego de Morón. Agarré la pelota y me lo patearon. Y bueno, ¿qué voy a hacer? Eso que logra Federico es lo que logré yo. Después sí, vas creciendo, te vas haciendo a lo mejor un poquito más entero. Y después del secundario dejé el arco. Ya no lo necesitaba. O, en todo caso, encontré otras maneras de hacerme un sitio.
Alfaguara, 368 páginas, 850 pesos
PREGUNTA INEVITABLE
Para un autor tan involucrado con el universo del fútbol a través de cuentos, artículos, guiones y novelas, ¿cómo fue ver a Lionel Messi levantando la Copa América?
Un alivio. Fue una reparación. Hace 15 años o más que los asados argentinos se dividen entre los tangueros nostálgicos argentinos hasta la médula, los "No, porque Messi nunca hizo nada para la selección, ese juega solamente en el Barcelona", capítulo uno, porque el capítulo dos es "Porque Maradona...". Y el reducto de "Déjense de joder, disfruten a Messi, es el mejor del mundo", reducto al cual siempre pertenecí. Este bando, en los últimos años ha empezado a tener más adeptos porque muchos tangueros empezaron a sacar cuentas y vieron que Messi se está por retirar y que detrás de él no hay nada de ese nivel. En ese contexto, que el tipo finalmente haya levantado una Copa América es decir: "Bueno, déjense de joder". Y, por supuesto, como uno en el fondo es un hincha irredento, yo me guardo dos fichitas, aun con una selección modestísima, modestísima, y quién te dice que en Catar no pegamos el batacazo fenomenal y así sí, hago mil asados para atenderlos de a uno.