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    Luis Torello

    Señor Director:

    , regenerado3

    Hace más de una semana que falleció el brillante y talentoso jurisonsulto Luis Torello. Así lo he calificado porque tal condición abarca las tres aristas en las que el extinto proyectó su notable ejecutoria.

    Fue, ante todo, juez. Un gran juez. Principió su carrera en la magistratura en un juzgado de Paz en Carmelo. Hizo luego el acostumbrado periplo que los jueces jóvenes deben realizar en juzgados letrados del interior del país. Y alcanzó más tarde, a fines de la década de los sesenta, la titularidad del Juzgado Letrado en lo Civil de 9º turno, en Montevideo. Y fue en su ejercicio que comenzó a cimentar su fama de magistrado de profundos conocimientos jurídicos.

    Pasó luego a uno de los tribunales de apelaciones de lo civil, en el que se encontraba cuando, finalizada la dictadura, en mayo de 1985, la Asamblea General cesó a los miembros de la Suprema Corte de Justicia y del Tribunal de lo Contencioso Administrativo. Dicha decisión obedeció a la necesidad de renovar la integración de ambos órganos, habida cuenta de que sus integrantes habían sido designados por el llamado Consejo de la Nación, en forma burdamente inconstitucional. La ya conocida y destacada actuación del doctor Torello fue entonces premiada con su nominación como ministro del Tribunal de lo Contencioso. Y de allí pasó a la Suprema Corte en 1993, al fallecer el ministro Jorge Pessano.

    En ambos casos fue designado por dos tercios del total de votos de la Asamblea General, tras el acuerdo político de rigor y a propuesta del Partido Nacional, en cuyas filas había militado en sus años de estudiante y con el que siempre se sintió identificado.

    En su ingreso a la Suprema Corte tuve participación directa y decisiva. En efecto, tras obtener de la bancada del partido el acuerdo necesario a fin de proponerlo para ocupar la vacante existente, lo cité a mi despacho de la presidencia del Senado, para comunicarle esa noticia, que imaginé resonaría muy gratamente en sus oídos.

    Sin embargo, ¡cuál no sería mi sorpresa cuando me contestó que agradecía el ofrecimiento pero que no podía aceptarlo!

    —¿Y qué razón hay para que usted no acepte?, le pregunté.

    —Que voy a chocar con el almirante, me respondió.

    —¿De qué almirante me está hablando, doctor?, volví a interrogarlo.

    —Nelson, fue su lacónica respuesta.

    —Nelson… García Otero, dije a mi vez.

    Créase o no, según me explicó brevemente, conociendo la gran personalidad del notabilísimo juez que fue el doctor García Otero, pensaba que no iba a entenderse con el mismo. Sobre todo, porque ya habían compartido funciones en un Tribunal de Apelaciones, en el que tuvieron algunas discrepancias incómodas.

    Debí hacerle ver, entonces, que si no aceptaba cesaría en el TCA tres años más tarde, pero que se ingresaba a la Corte —natural aspiración de todo magistrado—, le restaban seis o siete años más de ejercicio de la magistratura, a lo que añadí que si no coincidían al fallar algún asunto la cuestión no pasaría del voto discorde del que quedara en minoría.

    Le pedí luego que se tomara dos o tres días para pensarlo y que volviera con su respuesta definitiva. La cual, por supuesto, fue afirmativa, para bien de la Corte y de los justiciables.

    El doctor Torello fue también codificador. Es decir coautor, con los brillantes y recordados profesores Adolfo Gelsi Bidart y Enrique Véscovi, del excelente Código General del Proceso. Su texto fue considerado, disposición a disposición, en la Comisión de Constitución del Senado, que tuve el honor de integrar con los senadores Dardo Ortiz, Pedro W. Cersósimo, Américo Ricaldoni y Hugo Batalla.

    Esa labor, que realizábamos todos los jueves en sesiones vespertinas, quedó registrada en un grueso volumen que el Senado editó con el título de “Código General del Proceso”. La explicación y el fundamento de cada artículo era realizada por los tres codificadores. De estos, el que pasaba a gran velocidad de la teoría a la práctica era invariablemente el doctor Torello, quien demostraba así la amplitud y la profundidad de sus notables conocimientos jurídicos.

    Conocmientos que también evidenció con creces en sus tiempos de docente en Derecho Procesal, culminados al ocupar la cátedra de esa asignatura. Y, más tarde, al recibir de la Facultad de Derecho el título de Profesor Emérito.

    Todos esos lauros no lo envanecieron. Vivía con modestia, en una casita sita en la calle Ana Monterroso de Lavalleja. Falleció nonagenario y achacoso, pero sin que jamás se opacara el faro luminoso de su talento impar. Allí lo visité en más de una oportunidad. Y en cada una de ellas verifiqué que su sabiduría jurídica se mantenía sin fisuras.

    El doctor Torello era de contextura física pequeña, lo que no le impedía albergar en su mente privilegiada la suma enorme de conocimientos que exhibía con naturalidad y sin alardes. Carente de vanidad y privado desde siempre de riquezas materiales, atesoraba en su espíritu, por el contrario, un conjunto de prendas morales e intelectuales de inapreciable valor.

    Gonzalo Aguirre Ramírez