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Diario de una fan a la espera del show de Luis Miguel en Montevideo
Una fanática que sigue a Luis Miguel desde los 12 años volverá a verlo en el Estadio Centenario este sábado 16, 31 años y diez conciertos después de aquella primera vez. ¿El tiempo cambia las sensaciones?
imagen de Diario de una fan a la espera del show de Luis Miguel en Montevideo
Corría el año 1992 y yo todavía creía en las señales. Hasta
el día anterior, Luis Miguel apenas estaba en mi radar: sabía que existía,
sabía lo que cantaba, y no mucho más. Pero esa noche había soñado con él. No
recuerdo bien qué, pero había sido lo suficientemente intenso para no poder
sacármelo de la cabeza ese día, ni los siguientes, ni en los meses y los años
posteriores. Ese día me compré mi primer póster. No tuve que hacer mucho, había
una feria en mi calle y ese viernes ventoso de primavera el póster (el que
terminé comprando) voló desde la mesa directamente a mis pies. Si eso no era
una señal, ¿qué era? Así empezó todo.
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Yo tenía 12 años y pasaba las tardes del fin de semana
ordenando recortes de revistas y viendo los VHS con videoclips y conciertos que
grababa de la televisión. Esa Navidad, mi abuela me regaló el casete de Romance; los CD todavía no eran una cosa
tan difundida (en mi casa solo había uno de Pavarotti y otro de Roy Orbison).
La primera vez que lo vi en vivo fue el 23 de noviembre de
1993, junto al resto del club de fans, en el Estadio Centenario. Acababa de
cumplir 14 y hubiera dado lo que fuera por intercambiar miradas con él: yo
desde la platea, él desde el escenario. Por algún motivo estaba convencida de
que si Luis Miguel me conocía, se daría cuenta de que estábamos hechos el uno
para el otro. Mi mayor preocupación entonces era la diferencia de edad (él es
10 años mayor), y no tanto que fuera una estrella y tuviera el mundo a sus
pies. Después descubrí que esa sensación de tener una conexión especial con el
objeto del amor imposible es un sentimiento que prácticamente define el ser
fan.
Lo vi 10 veces más: en 1994 en el estadio de Vélez, en Buenos
Aires; en 1996 otra vez en el Centenario; en 1997 en Vélez de nuevo; en 1998 en
el Caesar’s Palace de Las Vegas (un encuentro fortuito, podría decirse); en
1999 otra vez en el Centenario; en 2002, 2005 y 2012 en el Hotel Conrad (hoy
Enjoy). La última vez fue en 2019, en el Campo Argentino de Polo de Buenos
Aires. El show venía precedido del furor de la serie de Netflix sobre su vida y
su actitud en el escenario rozaba la euforia. Como un niño excitado después de
recibir demasiadas golosinas. Parecía adelantarse a las notas de las canciones
y el público —que en parte va para verlo, en parte para escucharlo y en parte
para cantar hasta morir— no podía seguirlo. Se percibía algo parecido a la
frustración en el aire.
Ese mismo tour, México
en la piel, lo había llevado el año anterior (2018) a recorrer Estados
Unidos. Yo ya no creía en las señales cuando en Denver, en un viaje de trabajo,
vi anunciado el show. Mi estadía coincidía con uno de los conciertos: yo estaba
allí y él también (es difícil no creer en el destino después de este tipo de
coincidencias, ¿o no?). Llegué al Pepsi Center con la misma emoción (solo que
más controlada) que con la que llegué a los 14 al Centenario. Pensé que me
encontraría con unos cuantos fans angloparlantes, pero no. Toda la comunidad
mexicana de Denver estaba allí, con sus mejores galas, listos para volver a ver
a su ídolo, que llevaba ya varios años sin hacer una gira. No faltó un hit pop,
ni un bolero, ni un tango, ni una ranchera. Volátil y algo divagante —como ha
sido siempre—, empezó a hablar del “maravilloso público” que hace “posible lo
imposible”. “La maravilla de la música es poder comunicarnos a través de los
corazones, a través de los sentimientos, de las emociones”, decía. Y seguía:
“¿Quién podría imaginar la vida sin música, sin una banda sonora que nos
acompañe en cada momento importante que ha formado parte de nuestras vidas? Por
eso vale la pena rendirles un tributo a todas esas composiciones de aquellos
que ya no están, que ya partieron, que no están con nosotros. Por esto, no hay
palabras para reconocer algo tan bello como es… Qué lindo es el amor, qué linda
es la amistad, qué linda es la lealtad”. Después invitó a cantar con él, a dúo,
Hasta que me olvides. Entonces me di
cuenta de que no lo había olvidado. Ese concierto me devolvió un poco a mi
ídolo y un poco la convicción de que un momento precioso puede estar a la
vuelta de la esquina.
No sé qué pasará este sábado, ya no pienso que será
diferente. Seguramente, cuando se apague la última luz, me vaya con la misma
sensación que sentía cada vez que terminaba un concierto suyo en mi
adolescencia, cuando ÉL era lo más importante. Devastada por la separación y lo
incierto de un próximo encuentro. La diferencia es que ahora lo supero más
rápido.