Sí, muy joven. Autodidacta, arranqué solo, y todo lo que aprendí fui haciéndolo por curiosidad, por saber cómo se trabaja un material, qué herramientas se usan. A medida que iba avanzando fui teniendo la inquietud de mostrar algo, algo que uno tiene adentro que quiere sacar. A veces es la escultura, a veces es la pintura, a veces es la técnica mixta. La ventaja o la tranquilidad o la soltura que me dan los trabajos es que he aprendido todos estos años todas esas herramientas, y productos distintos, desde trabajar la fibra de vidrio hasta soldar metal.
¿Iba experimentando? ¿A ensayo y error?
Una obra no sale de prima. En el caso de una escultura, cuando empezás a trabajar depende de lo que vayas a hacer, hay cosas que ya tenés en tu cabeza armadas, pensadas. Pero hay otra parte que es un trabajo más espontáneo, es como una escultura que la vas armando a medida que vas descubriendo la forma en que la piedra te permite trabajar. A veces hay vetas, a veces no conviene pegar ahí, y eso te da el pie para hacer otra forma distinta, que no esperabas. Hay trabajos que son más sueltos y hay trabajos que están más diseñados. He hecho una serie bastante grande de barcos constructivistas que son líneas puras, perfectos pulidos, y esos están diseñados arriba de un papel, dibujados, hasta pintados algunos de ellos.
Foto: Adrián Echeverriaga
¿Qué cosas lo motivan a hacer una obra?
Muchas cosas. Voy andando por la vida y me voy acostumbrando a ver como artista, a ver la realidad desde un lugar que no sé bien cómo explicarlo, pero van apareciendo cosas, voy mirando, voy memorizando inconscientemente. Tengo muy buena memoria visual, entonces hay algo que me gusta y lo guardo en la memoria, hasta que un día la necesito y aparece solo.
Cabo Polonio lo inspira.
Sí, muchísimo.
¿Qué tiene?
Vine de la mano de mi hermano Claudio. Yo no quería venir. Tendría 27, 28 años. Ya cuando llegué y pasé la primera duna en un carro dije: “¿Y esto?”. A medida que fue pasando el tiempo me di cuenta de que ese sonido continuo del viento combinado con la ola te va abriendo, te deja libre la cabeza, respirás profundo. En aquel momento no había teléfono, querías hablar y tenías que irte a Castillos. Entonces era un lugar totalmente aislado, sigue siendo, aunque tengas el celular; yo lo dejo ahí y no le doy mucha bola. Es un imán de buena energía. Venís acá y podés amarlo o podés odiarlo. Hay gente que no conecta y otra gente que tiene 86 años y está acá todavía, que vino hace 45, 50 años.
Este Rincón del Mundo, como usted lo llama, es un capítulo entero en su libro, que está dividido por temas. Impacta la cantidad de temas que abarca a lo largo de su obra.
Sí, desde la figura femenina hasta el Holocausto. Y técnicas uso varias dentro del mismo tema. En Cabo Polonio es el lugar donde me empecé a desarrollar como artista. En esa tranquilidad. Ahí empezó a abrirse mi cabeza.
Foto: Adrián Echeverriaga
Pero usted ya era artista.
Sí. Mi primera exposición la hice en el año 81, en Galería Contemporánea. Fue una exposición de 50 obras, que era medio raro, porque era muy chiquilín. Ahí empecé un recorrido largo, con varias exposiciones.
¿Y por qué cuando llegó a Cabo Polonio se le abrió la cabeza?
Porque cuando te vas iniciando en este camino, a medida que vas avanzando vas probando y vas descubriendo. Pero llega un momento en ese recorrido que vas haciendo solo, por ser autodidacta, que no tenés referencias. Me acerqué al taller de (Clever) Lara buscando justamente que me dijeran: “Che, está bien lo que hacés”, “está mal lo que hacés”, “esto es pintura”, o “es otra cosa”. Esa era mi duda. Pero no pude encontrar a Lara. Había tenido que viajar a Estados Unidos. Me quedé esperando un par de meses y nunca vino.
Ahí, ¿qué edad tenía?
Y eso fue en el año 85, 86.
¿Cuándo supo que se quería dedicar al arte?
Lo que pasa es que no hay un punto en esto. Es parte de la vida. Por lo menos de la mía.
Pero cuando estaba en el liceo, ¿pensaba en que iba a ser artista?
Hice preparatorio de Arquitectura con intenciones de entrar a la facultad, pero nunca entré.
Foto: Adrián Echeverriaga
El arte lo fue llevando.
Sí. Aparte, más o menos desde esa misma época, tengo otra actividad que me deja hacer esto. Es una empresa de productos químicos. O sea que yo me puse a trabajar desde muy chico. Esta es una actividad que me gusta hacer, me gusta divertirme. Empecé como un juego, hasta que a medida que fueron pasando los años empecé a decir cosas, quería ver cosas reflejadas, quería verme yo. Y para lograr verse hay que ser un poco valiente. Es difícil pero se logra, poder abstraerse de la obra, por lo menos ahora lo puedo hacer. Salir y ver qué hizo este hombre, qué quiso decir. Te lleva mucho tiempo pero se logra ser totalmente objetivo.
¿Para eso no tiene que pasar un tiempo desde que hizo la obra?
No, a medida que lo voy armando voy viendo si hay algo que no me va a gustar al final.
¿Es autocrítico?
Trato. Trato de ser lo más que puedo. Por eso, hay obras que las miro hoy, no pasó mucho tiempo, de repente dos, tres años, y digo: “¿Y esto?, ¿qué estaba pensando en ese momento?”. La ventaja es que como lo hiciste vos mismo, recordás el momento (y creo que todo artista lo recuerda) en el que estabas pintando esa obra, qué estaba pasando en tu vida. Por qué. Cuál era la razón.
Foto: Adrián Echeverriaga
El libro es una antología, es un recorrido por las cinco décadas. ¿Qué le pasa cuando ve una obra de hace 30, 40, 50 años?
En la mayoría te diría: “Acá tendría que cambiar esto, esto, esto”; en la parte técnica. “Esto no salió bien. Esto está mal”.
Para que integraran esta antología, ¿las dejó así?
Sí, sí, claro. No las toco. Ella es ella. No la puedo tocar. He cambiado alguna cosa, pero en general no.
¿Le sigue gustando lo que ve?
Bueno, ahí está el tema. Hay obras que digo: “Esto acá está feo”, “esto está mal”, pero hay otras que las veo y digo: “Esto está buenazo”. A mi mujer siempre le digo: “Antes pintaba mejor que ahora” (risas).
Pero me decía que en Cabo Polonio fue donde se desarrolló como artista. ¿Por qué?
Fui más libre. Yo era como un viejo pintor. Papel grande, carbón y trabajo, memoria. Dibujar primero para después pasar al color. Hacer varios croquis, y después recién pasar a la tela algo figurativo, una figura humana que tenía que ser lo más perfecta posible. Acá lo que encontré fue esa libertad de hacer este tipo de trabajos.
Foto: Adrián Echeverriaga
Un capítulo del libro es Diálogos de supervivencia. ¿A qué refiere?
Es medio loco. Me situé 50.000 años atrás y pensé cómo haría un ser humano, que acababa de pasar de simio a humano, para contarle a su gente, a su tribu, qué había hecho en los últimos tres meses, que había salido a buscar comida. Cómo les contaba cuál había sido su aventura, qué había conseguido o no conseguido. Entonces, me imaginé a ese hombre llegando, y sobre la arena o sobre la piedra, con lo que encontraba tirado, contando lo que había hecho. Me imaginé que el tipo para poder comunicarse empezaba a armar una historia. Cada cuadro tiene un cuento. Hay flechas, hay ojos. Y los materiales son huesos petrificados que encuentro en la playa, que tienen más de un millón de años, o sea, fósiles. Salgo a caminar y empiezo a buscar estas piezas. Y como son antiguos huesos petrificados, tiene que ver con eso. Hay hueso de lobo, tela, palitos raros que parecen figuras.
También trabaja sobre el Holocausto. Por su apellido se puede pensar que existe algún vínculo familiar-personal con el tema.
Mi apellido es alemán pero no, nada familiar, mis abuelos nacieron acá. Esto simplemente es por humano no más. Siempre lo tuve dentro de mí, y siempre lo sentí con mucho dolor. Por esas figuras, por esa gente, que sin sentido tuvieron que sufrir por algo sin saber ni qué pasaba, niños. Ese abuso de poder siempre me pareció algo que había que decirlo de alguna manera. Empecé a trabajarlo hace mucho tiempo pero dejé de hacerlo porque no lo podía mostrar, me daba un poco de pudor, había gente a la que le podía molestar. Hasta que un día dije: “Si estoy pintando para mí, qué me importa”. Entonces seguí y lo hice solamente para mí y no se veía. Y no se vio nunca, esta es la primera vez.
El capítulo ADN Femenino está básicamente dedicado al cuerpo de la mujer. ¿Qué le dicen las líneas femeninas?
Siempre me ha interesado el cuerpo de la mujer por tener unas formas muy suaves y muy atractivas, aparte del respeto que le tengo. Estas pinturas son de la década del 90. En ese momento yo tenía mi taller en la calle Arocena, frente al hotel Carrasco; alquilaba una casa. Ahí armaba una especie de escenografía, con sillas, telas, piolas, y trabajaba en base a esa escenografía. A veces con modelos.
¿Los temas y las técnicas guardan cierta relación? ¿Hay temas que prefiere trabajarlos de una manera determinada?
Sí, esto (ADN Femenino) me gusta —por lo que te decía de la calidad, de la suavidad— trabajarlo al óleo porque te deja hacer esas formas, esas luces y contraluces. La técnica mixta, por ejemplo, que es casi como un collage, es más fuerte, más directa; es como para temas como el Holocausto, porque es real el pedazo de cartón, lo podés cortar, pinchar, darle color.
Foto: Adrián Echeverriaga
¿Dónde están las obras que aparecen en el libro?
En este momento tengo entre 25 y 30 en Galería Los Caracoles, en José Ignacio. Hacía mucho que no trabajaba con galerías, casi 15 años. Pero el libro me fue llevando, me decían: “¿Y no vas a mostrar esto? Dale, tenés que mostrarlo”. Mi taller está lleno de cuadros.
¿Cuántos cuadros hace en una semana o en un mes?
Muchos. Yo trabajo todos los días rigurosamente después de las cuatro de la tarde hasta siete y media, ocho. Ese es mi horario y lo cumplo. En la época que tengo algún tema fuerte en la cabeza para armar puedo hacer cuatro o cinco obras por semana. Como trabajo con varios caballetes a la vez es difícil decir, esto lo empecé tal día y lo terminé tal día. En un día trabajo en varias técnicas a la vez.
También se interesó por los últimos charrúas.
Los últimos charrúas estuvieron viviendo por estas costas durante muchísimos años. Cabo Polonio, cerro de la Buena Vista, Valizas, toda esta zona es zona indígena. Yo colecciono piezas indígenas, flechas, boleadoras. Se han encontrado cosas hermosísimas por acá hechas por los indígenas. A mi padre le gustaba mucho la arqueología, entonces me fui enterando de una cantidad de cosas. Siempre me gustó el tema y lo fui desarrollando en la pintura. Hice a Guyunusa, la última mujer charrúa. Como era la única mujer del grupo y como me gusta la figura femenina me pareció que tenía impacto.
Hizo la escultura y la colocó sobre las rocas de Cabo Polonio, cerca de su casa. ¿Por qué decidió hacerlo? ¿Tuvo que pedir alguna autorización?
Yo pedí una autorización que nunca llegó y la puse igual, y ahora todo el mundo se saca fotos, y a la gente le gusta ir a verla. Está bueno saber que acá vivieron los indígenas. Me interesé mucho en cómo vivían, cómo pescaban, conozco bastante las técnicas y he usado más de una. La cara de Guyunusa tiene cierta melancolía. Me costó mucho trabajo poder encontrar el gesto, duro. Tiene una lanza en una mano y una piedra en la otra, como una cosa de David y Goliat, que desnuda y solamente con eso podía enfrentar el mundo. Después pinté óleos con Vaimaca, Tacuabé, figuras imaginarias, Salsipuedes.
Impacta la gran variedad de obra, de técnicas, de estilos, de temas. Es como una gran cantera de arte. Es difícil pensar que el mismo artista que hizo una, hizo la otra.
Eso a veces es bueno, y a veces es malo. Es bueno para mí porque hago lo que quiero, me encanta, me divierte. Pero si querés que te reconozcan por el trabajo… Nadie sabe quién soy porque tengo desde cosas en madera hasta óleos.
¿Por qué decidió hacer un libro?
Surgió hace unos dos años, con eso que te comentaba que gente amiga me decía: “Mirá todo lo que tenés, tenés que mostrarlo”, y yo no quería hacer una exposición, me pone nervioso. Entonces pensé en hacer un libro. Hablé con Diego Lev, que es un publicista vecino de acá. Le dije: “Quiero hacer un libro pero no sé cómo se hace”. Me mandó a hablar con Santiago Velazco. Él me consiguió a un fotógrafo, Martín Da Rosa, que es sensacional. Trajo todos sus equipos a mi taller y sacó fotos de cerca de 1.500 obras, de las cuales seleccionamos estas. Después Rodolfo Fattoruso escribió los textos. Es un tipo que siempre me gustó escuchar, fui a algún curso de él.
Según la información que aparece en el libro, sus últimas exposiciones fueron en 2015. ¿Por qué no quiso hacer más exposiciones?
Porque me pareció que no encontrás respuesta. Es un esfuerzo sobrehumano para poder presentar la obra bien, para que la gente la vea bien, la disfrute, para que se comprenda, para que impacte, y después resulta que encontrás que la gente más joven, por lo menos me parece a mí, no comprende demasiado este tipo de arte ya medio… llamale viejo, si querés. Hay un arte que nos pasa por arriba a los que hoy tenemos 60 y pico de años que es ese digital, ese que miro rápido, me gusta, no me gusta. No hay lo que había unos años atrás, que era la cultura de tener un cuadro en tu casa que la gente compraba con sacrificio o iba a un remate, a una galería y lo pagaba en cuotas. Ahora se trabaja todo por internet, y se ve muy lindo, los colores son divinos, pero la realidad siempre es otra porque cuando vas a ver la obra no es la misma. Todo eso me fue sacando ganas.
La gente visita la web de la galería y las obras se venden por internet. Los cuadros están colgados porque todavía hay gente que disfruta verlos, y se sienta y discute con el galerista. Pero son muy pocos, el arte no va por esos carriles.
¿Y usted con esa parte de internet y redes no se lleva muy bien?
No me gusta mucho. Tengo mi Instagram pero no es comercial, es solo para mostrar lo que hago. Entonces, dejé de hacer exposiciones porque me preocupaba demasiado y no tenía repercusión de ningún tipo.
Siempre cultivó el bajo perfil. ¿Por qué?
Es una cosa de personalidad. Yo prefiero estar acá conversando contigo de esto que estar hablando con ocho o 10 personas. No me siento cómodo. Capaz que es la costumbre de haber estado siempre trabajando en un taller solo, decidiendo solo, y terminando la obra cuando me parece que está terminada, lo que me hizo bastante introvertido en el arte. Porque en mi relación con mis amigos no lo soy.
¿En qué proyecto está ahora?
Estoy en dos cosas distintas, mucho más futuristas. Sigo trabajando la parte del Holocausto, pero en este caso es un cajón de chapa, como una puerta de un lugar horrible, con una mirilla, y cuando te acercás a ver por esa mirilla adentro hay una fotografía en un iPad. No es una fotografía iluminada sino que tiene su luz propia, entonces, la sensación que te da es buenísima. Mirás y es como una realidad.
Y por otro lado estoy empezando a trabajar con impresoras 3D. Esto es bastante nuevo. Una persona que me ayuda con el diseño arma lo que yo le voy diciendo, lo mandamos a la impresora 3D que hace el original en plástico, y después lo hago en fundición, o sea que lo paso al hierro, al bronce o a resina. También tengo un escáner 3D.
Está incorporando la tecnología al arte.
Sí, me gusta. Mi idea es armar una pieza, escanear otras que modifico en la computadora y sale otra pieza parecida. Lo que hay ahí es brutal, no sé en qué va a terminar.
A una obra se le pone mucho trabajo, pero también mucho cariño, mucha intensidad y el fin último es que alguien reciba todo eso que usted hizo; porque transmite un mensaje que necesita de un destinatario.
Sí. Pero prefiero mostrar las cosas y no mostrarme yo. Con lo del Holocausto, que empecé hace unos tres años, me pincharon y dije: “Esto me gusta que lo vea la gente”. Personas que tenían que ver con la colectividad judía llegaban a mí porque sabían que estaba haciendo esto y quedaban tan impactados que yo decía: “Esto es demasiado, qué hice yo acá”. Era un impacto que me hacía pensar que lo tenía que mostrar en algún lado para que alguien lo disfrutara, o no, o lo moviera. Eso me motivó mucho.