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"Menos intolerable es para la soberbia oír las reprensiones, que para la envidia ver los milagros. En todo lo dicho no quiero decir que me han perseguido por saber, sino solo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras", escribió Sor Juana Inés de la Cruz.
"Menos intolerable es para la soberbia oír las reprensiones, que para la envidia ver los milagros. En todo lo dicho no quiero decir que me han perseguido por saber, sino solo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras", escribió Sor Juana Inés de la Cruz.
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Juana de Asbaje y Ramírez tenía, de niña, una particular costumbre. Intentaba aprender algo, lo que fuera, y se ponía un plazo. Si no lograba su propósito, se cortaba el cabello. Cuando le volvía a crecer, si aún no había incorporado el conocimiento, cortaba otro poquito. Y así. No es que fuera indiferente a la belleza. De hecho, le importaba bastante, aunque no como un reflejo de frivolidad, sino como una manifestación divina. Cortarse el pelo era un sacrificio para aquella niña que no encontraba razonable "que estuviese vestida de cabellos cabeza tan desnuda de noticias".
En estos días se conmemora un nuevo aniversario de su nacimiento -hay discrepancias con respecto a la fecha, pero el 12 de noviembre de 1648 recibe el mayor consenso- en una alquería de San Miguel de Nepantla, México. Fue hija ilegítima y pasó parte de la infancia en la biblioteca de su abuelo. Allí tomó el gusto a los libros y se enamoró del conocimiento. Engañó a la maestra de su hermana alegando que la madre permitía que se le enseñara a leer, cuando aún era demasiado pequeña. Y más tarde, ante la negativa familiar a enviarla a la universidad, pidió que, si era imprescindible, se la vistiera con ropas de varón. Sus ruegos no tuvieron éxito, pero ella persistió en su formación nutriéndose en la querida biblioteca.
La inteligencia de Juana Inés era desbordante. Y, aunque la realidad de la época conspiraba contra su afición al conocimiento, no había fuerza humana que pudiera detenerla. A la edad en que una jovencita debía seguir el mandato cultural del matrimonio o ingresar a un convento, Juana Inés -que no tenía una clara vocación religiosa- decidió que consagrarse a Dios le daría más libertad y más tiempo. Al final de sus días, sin embargo, demostró ser una mujer de fe. Murió a los cuarenta y seis años, aquejada por la peste que asolaba el convento y de la que se contagió mientras cuidaba a algunas de sus hermanas. Hasta en esa entrega final, la vida de Juana Inés fue amorosa e intensa.
No logró oponerse de forma radical -¿cómo hubiera podido en el siglo XVII?- a los rígidos cánones culturales del momento, pero a su manera se rebeló ante una sociedad que propiciaba una grieta en la consideración intelectual de hombres y mujeres. Juana Inés -o Sor Juana Inés de la Cruz, como la conocemos- no se resignó ante esta violación a la dignidad que consideró inaceptable y trabajó desde su lugar para exigir el debido respeto.
Mortificada por el dolor de ser diferente y, a la vez, apasionada en sus convicciones, persistió en la defensa de su derecho a estudiar y a escribir. Bajo la protección de algunos poderosos benefactores -entre ellos, los virreyes, marqueses de Mancera y marqueses de la Laguna- construyó un espacio de libertad y silencio. Llenó su celda de libros -unos cuatro mil ejemplares, según se da cuenta- y de numerosos instrumentos musicales y científicos. Cuando, años más tarde, su confesor la obligó a deshacerse de ellos, encontró consuelo en la naturaleza. Pidió que "vendidos, hiciesen limosna a los pobres y aún más que, estudiados aprovechasen a su entendimiento en este uso". Para compensar tan dolorosa pérdida, decía ver a Dios en todas las cosas y de ellas servirse para recrear en su mente lo que antes había leído en los libros. La tristeza, sin embargo, fue inmensa y acaso un primer paso hacia la muerte que aconteció apenas dos años después.
La obra de Sor Juana Inés de la Cruz -que adquirió fama en sus días y que llega a nosotros con extraordinaria vigencia- es rica en variedad y en calidad literaria. Transitó la poesía en sus muchas formas, entre las que destacan sus magníficos sonetos plenos de gracia e irreverente sabiduría. Así como también su dramaturgia y los textos en prosa, donde se extendía en consideraciones filosóficas y religiosas, haciendo gala de una cultura vasta y de una elocuencia argumentativa digna de los más versados hombres de entonces. Fue la gran dama del barroco americano y no es exagerado colocarla a la altura de otros gigantes como don Luis de Góngora o don Francisco de Quevedo.
En su notable texto Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, se defiende ante las recriminaciones hechas por el obispo de Puebla y dice: "Menos intolerable es para la soberbia oír las reprensiones, que para la envidia ver los milagros. En todo lo dicho no quiero (ni tal desatino cupiera en mí) decir que me han perseguido por saber, sino solo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras". Y agrega: "¡Oh si todos -y yo la primera, que soy una ignorante- nos tomásemos la medida al talento antes de estudiar, y lo peor es, de escribir con ambiciosa codicia de igualar y aun de exceder a otros, qué poco ánimo nos quedara y de cuántos errores nos excusáramos y cuántas torcidas inteligencias que andan por ahí no anduvieran! Y pongo las mías en primer lugar, pues si conociera, como debo, esto mismo, no escribiera".