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Amante de la comunicación, aficionado a la fotografía y
atento observador de las expresiones de la cultura, Jorge Burel trabajó en
publicidad, radio, prensa y televisión, además de publicar una decena de
libros. Su más reciente obra, El país que no estaba en los mapas. Viaje a la
tierra del cine, plantea un recorrido de memorias, reflexiones y anécdotas
sobre personajes, directores y películas inolvidables que imprimieron una
huella en la cultura uruguaya.
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En su casa hay libros sobre arte,
fotografía, gastronomía y cine, pero dos autores se destacan especialmente en
su living: el uruguayo Juan Carlos Onetti con una edición especial de El
Pozo y el mexicano Juan Rulfo con Pedro Páramo, El llano en
llamas y El Gallo de oro.
Perdió la cuenta de la cantidad de
películas que vio, sin embargo, unos DVD, editados por Criterion Collection,
sobresalen en una repisa: Operación Trueno, Z, Day for Night,
Barry Lyndon, Gritos y Susurros, El Graduado y El
espíritu de la colmena, de Victor Erice. Este último director fue quien lo
inspiró con el título de su libro. Erice consideraba que el cine era un “país
que no venía en los mapas” y una escena de El espíritu de la colmena lo
marcó especialmente. La imagen de una de las niñas protagonistas, en un pueblo
de España después de la Guerra Civil y tras haber visto proyectar Frankenstein
por primera vez, es inolvidable. “Esa escena de la niña es la más hermosa que
el cine ha mostrado sobre la fascinación que puede ejercer el cine en una
persona”, explica. En esa edición restaurada que tiene Burel, pudo entender qué
susurraban esas niñas después de haber quedado impresionadas con la película.
La calidad del audio y de la imagen que aportan las nuevas tecnologías es uno
de los beneficios que el autor rescata en su libro sobre el presente del cine.
Además, cita otro ejemplo. En la película Stalker o La Zona, de
Andréi Tarkovski, que vio en el Cine Atlas, hay una escena de un vaso de agua
sobre la mesa de luz que se mueve con la vibración que produce el paso de un
tren. Gracias a la nueva edición, se puede escuchar de fondo que suena la 9ª
sinfonía de Beethoven, lo que permite tener “una visión más pura de la
película”.
Sin embargo, según reflexiona, “la
modernidad puede afectar la concentración del espectador. Ver películas en casa
puede ser más práctico pero suena el celular, se pone pausa para comer o ir al
baño, las distracciones son contraproducentes para captar la propuesta fílmica
que maneja tiempos, tensiones, ambientes. Hemos perdido la capacidad de tensión
que piden las grandes películas, hoy somos más dispersos y por eso las series
no duran más de 45 minutos”.
Además, el periodista y publicista
marca una distinción entre contemplar y mirar cine. “Contemplar implica una
visión atenta, sensible y crítica hacia la película. Antes se contemplaba cine
y ahora se consume mucho más. El consumo es salir con amigos a distraerte sin
que exija demasiada concentración. Lo mismo sucede cuando se visita un museo.
Algunos pasan la vista por las obras y otros se paran a contemplarlas”,
asegura.
Recuerdos de una matinée. Para la familia Burel, como para tantas familias
uruguayas de los años 60, el cine fue el gran entretenimiento de la época. Los
padres llevaban a sus hijos a las matinée en las salas de barrio para
ver tres o cuatro películas de distintos géneros, algunas esperadas y muy
disfrutables, otras no tanto. Y así comienza este libro, con un flashback
a las matinées de barrios, esos encuentros colectivos donde se aplaudía
cuando ganaba el bueno o la pareja finalmente se daba un beso. A muchos
uruguayos en esa época el cine también les enseñó a enamorar y a cortejar; por
eso recuerda el caso de El Graduado, con Dustin Hoffman y Anne Bancroft.
Antes, los viajes al Centro de
Montevideo para asistir a un estreno en los cines sobre 18 de Julio requerían
de otra solemnidad: vestirse de gala, llegar temprano para conseguir las
entradas, hacer la fila para lograr la mejor ubicación y después el sándwich
caliente o algún otro refrigerio para terminar la salida. Ir al cine era un
ritual que caló hondo en los uruguayos. En esos años, todos los estrenos cabían
en una hoja de diario y una película podía permanecer seis meses en cartel. Las
salas céntricas como el Cine Censa, Ambassador, Trocadero y Plaza, o las
barriales como el cine Lutecia o el Atlas recibían cientos de espectadores. Uno
de ellos, el joven Jorge Burel, nunca imaginaría que el cine, esa forma
“fantástica de pasar las tardes”, se transformaría en una relación a largo
plazo.
La primera película que recuerda
haber visto completa, La guerra de los botones, mostraba dos bandas de
niños franceses que jugaban a sacarle los botones al “ejército enemigo”. “El
momento más divertido fue cuando uno de los ejércitos se presentó en la batalla
sin ropa. ¡No había ningún botón que sacar!”, cuenta. Buceando en los recuerdos
también aparecen títulos como El día en que la tierra se detuvo y la
imagen de la cúpula de una nave espacial aterrizada en una plaza. También surge
la reminiscencia de un documental de ficción sobre el rey Pelé, en el que una
mae tenía al bebé Pelé y le auguraba un gran futuro, o cuando en la película Éxodo,
basada en la novela de Leon Uris en la que trabajaba Paul Newman, se coloca una
bomba con dinamita en un water. Sin embargo, la escena que más le impresionó
con solo 10 años fue el final de El Planeta de los simios. “Cuando
Charton Heston a caballo encuentra la estatua de la Libertad semienterrada
entendí lo que es el cine. La emoción que me produjo ese final me hizo
comprender que el cine, con la imagen, el sonido, la historia, el montaje, es
capaz de suscitar en mí emociones que ninguna otra circunstancia habían
provocado, sensación distinta incluso a lo que me producía un gol en el último
minuto de mi equipo”, asegura Burel, quien desde ese momento supo que el cine
podía provocarle emociones singulares.
La analogía futbolística tiene
sustento real cuando años más tarde jugó de centrodelantero en la divisional B
de Sudamérica. Le gustaba jugar pero, en realidad, confiesa que ese era más el
sueño de sus padres que el suyo propio. Mientras tanto, su juventud transcurría
siendo un gran lector, yendo al cine y como estudiante de la Licenciatura en
Letras del Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras, aunque ya le había picado
el bichito de la comunicación. Cuando su hermano Hugo recibió una mención en un
concurso literario en Carve, pudo contactarse con las autoridades de la radio y
hacer una prueba con Barrett Puig, su ídolo desde niño, cuando lo veía conducir
Subrayado mientras alternaba con productos infantiles como Pilán
y algunos dibujos animados.
También tuvo un espacio de
entrevistas en el programa Bravísimo, llamado Contacto en Montevideo en
alusión a la película Contacto en Francia, muy de moda por esos años.
Trabajó en El Diario de la Noche, fue redactor creativo en una agencia
de publicidad, cronista de cine en el semanario Opción. Además, fue
coconductor de Revista Sarandí y de En Vivo y en Directo,
colaboró en el suplemento cultural de El País y El Observador. Y
en Canal 12 se lo recuerda como el conductor del programa Usted decide,
en el que los espectadores decidían el final de la historia que siempre incluía
un dilema moral, e integrando el equipo de Agenda Confidencial.
Su carrera en los medios lo llevó a
conocer a grandes estrellas del cine, experiencias que comparte en el libro.
Una de ellas es cuando estrechó la mano del actor milanés Gian María Volonté,
otra cuando el genovés Vittorio Gassman volvió a Montevideo y brindó un
espectáculo a sala llena en el Teatro Solís. El cine está tan metido en su vida
que se convirtió en un turista cinéfilo. De viaje por el mundo, Burel siempre
busca alguna locación. En este libro relata su viaje a Bahamas para conocer los
sitios donde se filmaron Operación Trueno, de James Bond, y Socorro,
segundo largometraje de los Beatles. También paseó por lugares como la Fontana
di Trevi, que aparece en La Dolce Vita con Anita Ekberg, y el edificio
Dakota de Nueva York, donde se filmó El bebé de Rosemary.
Esa relación de más de 50 años con
el cine se traduce en un periplo por El país que no estaba en los mapas.
Viaje a la tierra del cine, que regala a los lectores un listado de las 135
películas que menciona en 240 páginas. Rescata la sensibilidad de los uruguayos
en el encuentro con el cine, que necesita de un ambiente adecuado para sentirlo
en todas sus dimensiones. “Para mí el cine es un templo al que uno va como
cuando va a la iglesia, con recogimiento”.
El héroe de Benito Blanco
“Lo que quería por vocación, pasión
y generosidad, era simplemente difundir un poco más un par de filmes que amaba,
y que tenía a disposición del público, junto con otros diez mil, en un negocio
de alquiler de películas al frente del cual llevaba ya treinta años, más de la
mitad de su vida. Aunque no resultaba especialmente rentable (los demás
videoclubes estaban de hecho, desapareciendo), pagaba sus cuentas, incorporaba
novedades y seguía existiendo pese a todo. Era otra forma de expresar su amor
al cine”. Así habla Burel sobre Ronald Melzer, a quien dedica el libro, en el
capítulo llamado El héroe de Benito Blanco. El fundador de Video Imagen
Club, contador, empleado bancario y árbitro de fútbol, dedicó su vida al cine,
fue crítico, distribuidor de cine uruguayo y productor de películas como 25
Watts, Gigante, El círculo y Rambleras, pero además
actuó en Whisky, dirigida por Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll.
En ese capítulo de El país que no estaba en los mapas,
Burel recuerda especialmente la tarde previa a la internación de Melzer, en la
que con el mismo entusiasmo y conocimiento de siempre le recomendó dos
películas: Urga (1991, Nikita Mikhalkov) y Cuentos de Tokio
(1953, Yazujiro Ozu), una “obra magistral” desconocida para Burel hasta ese
momento, que quedó asociada a su memoria gracias a que Ronnie lo “invitó a
conocer antes de dejar el cine y la vida”.
Inolvidables del presente
“… estas películas me permitieron
revivir lo que sentí al ver en el pasado las películas que más importaron en mi
vida”