Veinticinco años es mucho, y más para una marca autogestionada en José Ignacio. Me parece que es un número significativo por haber remado durante tanto tiempo y podido madurar un trabajo en un lugar tan ignoto, o que por lo menos lo es durante la mayor parte del año. Cumplir 25 años me pone muy feliz.
¿Se define como diseñadora o artista?
Me defino como alguien que hace ropa. Artista me queda un poco grande, lo digo con conciencia. ¿Por qué? Porque estudié la carrera de pintura en la Escuela de Bellas Artes y después me fui a Estados Unidos para estudiar diseño de indumentaria en Parsons School of Design, pero lo que más me gustó siempre fue el textil, la tintura. Entonces se me mezclan un poco los puntos, creo que lo volqué todo en la ropa porque no me animé a ser tan valiente para ser artista. Para ser artista necesitás la valentía para despertarte todos los días y ser muy fiel a lo que vos sentís, a lo que querés expresar, y yo no me animé a eso, necesité algo más palpable. Con la ropa me puedo comunicar más fácilmente que haciendo algo más abstracto como una escultura o una pintura. Me siento que soy diseñadora, siento que utilizo un lenguaje muy sensible para todo lo que es el color, que es mi veta artística si querés. Siempre uso fibras naturales, siempre, siempre, inevitablemente, desde el primer día. Se dio por una cuestión de escasez, porque empecé muy de a poquito y siempre fui una marca muy pequeña. Compro el material en blanco y después lo tiño. No podía comprar tantos metros de todos los colores y tampoco me gustaban. Entonces decidí inventarme un proyecto en el que todo es un Canvas en blanco en el que le imprimo el color a través de mis técnicas de pintura, que son muy acuarelables, y voy cambiando de un color al otro, prenda por prenda. Lo que teñí ayer tiene la historia de las 30 prendas que teñí anteriormente y la vibración entre esos colores es muy especial porque fueron teñidas en la misma olla con la misma agua. No cambio de agua, entonces voy agregando y sacando un poquito de cada color, y eso genera que cada prenda tenga un poco del color anterior y la próxima del anterior y así sucesivamente, lo que provoca una vibración visual de colores bastante especiales.
Entonces va creando tonalidades siempre nuevas y distintas.
Siempre. En mi vida todo lo tuve que aprender desde la escasez: escasez de mano de obra, escasez de materiales, escasez de todo acá en el invierno… Porque trabajar acá en invierno es un proyecto de mucho ensimismamiento, me inspiro por lo que pasa a través de mi, no tengo un feedback, mi trabajo es muy íntimo. En invierno estoy sola con mi alma y a lo sumo me subo a la camioneta con las bolsas de lana y me voy casa por casa a ver a las tejedoras. Y así fui construyendo relaciones. Tanto estudio no me sirvió para nada. En Nueva York te educan para que te introduzcas en la industria de la moda norteamericana, que vendría a ser exactamente lo opuesto a lo que necesitas saber para trabajar con seres humanos en sus casas en Maldonado. Me sirvió como base porque traduje de alguna manera esa estructura o ese conocimiento a mi propio lenguaje, y aprendí a transmitir con mis propias herramientas lo que yo quería que otras manos hicieran, porque yo no sé tejer. Diseño el tejido y le voy diciendo cómo lo imagino. Entonces tuve que inventar un lenguaje respetuoso para que otra persona pueda traducir mis ideas. Aunque yo no sé tejer, sé de tipos de lanas, de puntos y de terminaciones. También sé coser y de moldería. Aprendí a coser antes de hablar.
¿Cómo es eso?
Mis padres se separaron y mi abuela y mi bisabuela me raptaron, me encerraron en la pieza de costura. Estaba todo el día con ellas y recuerdo que me dijeron: “Los niños inteligentes nunca se aburren”. Y yo me inventaba juegos, cosía con restos de tela, hacía muñecas, sus vestidos y almohadas para ellas, cosas básicas, pero me enseñaron mucho a ocupar mi tiempo con las manos. Y esa impronta quedó en mí para siempre.
¿Ese fue el mejor aprendizaje de su vida?
Sí, y además se tradujo en mi profesión. Fue muy valioso.
De Bajo el Alma nacieron otros proyectos, ¿cómo surgieron?
Nosotros tuvimos un restaurante Bajo el Alma muy encantador, un lugar mágico como pocos lugares acá. El dueño de la propiedad de ese momento donde hoy está La Huella vino a proponerle a mi marido (Martín Pittaluga) hacer otro restaurante, entonces cuando arrancaron La Huella y Bajo el Alma convivieron dos o tres años. Pero llegó un momento en que La Huella cobró una envergadura importante y fue la oportunidad para dejar de tener un restaurante en nuestra casa, porque nosotros vivíamos en el restaurante, y Bajo el Alma la tienda sigue siendo nuestra casa. Cuando decidimos cerrar el restaurante, rápidamente me apropié de la cocina, no terminaron de sacar las ollas y yo ya estaba con mis mesas de este lado. ¿Viste que para entrar a la tienda entrás por un pasillito imposible? Mantuve la estructura de la casa y me fui metiendo, nunca me preocupé de armarlo al revés, de poner la tienda adelante, todo se fue dando orgánicamente.
Pero cuando tenían el restaurante ya coexistía el taller. ¿Trabajaban bien juntos?
Sí, yo tenía mi atelier chiquitito en la puerta del restaurante que daba a la calle Las Garzas. Durante el invierno siempre hacía la ropa y en verano la vendía y trabajábamos con el restaurante, era como un ciclo perfecto. En invierno, todo el mundo está cosiendo, tejiendo y armando, y el restaurante estaba cerrado. Estábamos produciendo como hormiguitas en invierno y cuando llegaba el verano abríamos el restaurante y yo aprovechaba a vender, hasta que el restaurante se fue y yo fui tomando mi propia fuerza sola, muy escondida en la cocina de producción del restaurante. Es una historia, como que siempre me voy quedando con las sobras.
Pero muy oportuna…
Por eso digo que trabajo con las sobras. Soy vivísima para meterme como una rata, que es lo que soy en el horóscopo chino, porque, por ejemplo, la lana en Uruguay no es tan fácil de conseguir. País lanero, país lanero…
¿No consigue lana?
La lana es un commodity, entonces se vende todo para afuera. Y para conseguir lana de calidad, como merino, tenía que comprar cantidades enormes que no podía. Entonces busqué, busqué y encontré la gran fábrica de tejido de exportación, Filaner de Jorge Rey, un uruguayo brillante que sabe de tejido como nadie. Y para mí fue mi escuela, poco a poco compraba los restos que ellos vendían y después logré que me dejaran pasar al galpón, con estanterías de cuatro o cinco metros, con cajas de restos de producciones de diseñadores que exportaban. Compraba el desecho, por eso digo que cocino con restos. Ahí aprendí a diferenciar las lanas que más me gustaban y cómo combinarlas, por ejemplo, con alpaca, que queda como si le hicieran brushing, o merino con seda. Hasta que pude mandar a hacer mi propio volumen de lana y a elegir lo que quería.
El teñido también tiene su técnica propia, ¿cómo consigue esos colores?
Todos mis textiles son composiciones de fibras naturales y la tintura es artesanal, porque es hecha prenda por prenda, color por color. Ahí sí valoro tantos años de pintura porque disuelvo 20 o 15 colores y con esos 15 frascos diluidos de color puedo teñir durante un día entero y generar 500 colores. Sé mezclarlos y cómo funcionan con cada tela. Para eso sirven los años, para ir profundizando en conocimiento en vez de ir creciendo. Quiero profundizar en lo que hago y no expandirme. Mi filosofía no es estar inventando cosas nuevas todo el tiempo, porque lo nuevo sale solo.
Con esta concepción cada prenda es única, ¿ese es el valor de su marca?
Mis materiales son muy pocos, seda, lino y algodón, dentro de los cuales destaco la organza de algodón, un textil que me caracteriza porque es volátil pero tiene cuerpo, rigidez y tiñe de una manera que no tiene ningún otro algodón. Y da esa tonalidad vibrante, mágica. Al teñirlo queda translúcido como papel. Entonces, el valor de mis prendas radica en el hecho de usar fibras naturales que al teñirse con el mismo color agarran de una manera un poquito diferente, y eso me da variantes muy valiosas. El conocimiento del color en las texturas me da una herramienta muy potente.
Entonces sus prendas recorren un largo camino, desde los materiales hasta el producto final.
Sí, por eso digo que mi colección más que prendas son historias. Porque estoy vinculada al proceso creativo desde el inicio. Sé quién cosió cada prenda, conozco esa persona, a las tejedoras, sé cómo lo hicimos, cómo lo creamos, cómo solucionamos los problemas. Es imposible no sentir todas estas historias en cada sweater, en cada camisa, porque son demasiadas manos que pasaron por cada una de las prendas.
¿Les recomienda a sus clientas ciertas prendas?
Si me preguntan, sí. Al principio no quería vender nada porque además las pintaba a mano. Después empecé a coparme y ahora me pasa al revés, solo me quedo con ropa con alguna falla en la tela. Yo siempre con los desechos.
Nunca me vas a ver con una prenda flamante, esa la guardo para las clientas. Además, estoy feliz porque tengo clientas de mucho tiempo que vienen con las hijas y hasta he tenido alguna clienta que viene con la nieta.
Para mí es un regalo que a las hijas de mis amigas les guste lo que hago o que usen ropa de sus mamás.
¿Y su relación con Punta del Este cómo comenzó?
De chica venía todos los veranos a San Rafael con mi familia cuando ir a La Barra o a José Ignacio eran aventuras de un día. Cuando fui creciendo trataba de venir sola, sentía que cuando estaba sola unos días en Uruguay restauraba mi año.
A su marido, Martín Pittaluga, lo conoció a los 22 años, ¿qué pasó?
Vine con una amiga mía a trabajar a un restaurante de un amigo de ella. El amigo resultó ser Martín. Y nos enganchamos, nos enamoramos en un verano loquísimo de un restaurante desopilante que se llamaba El Galpón Azul, al lado de La Huella, para colmo. Había otro parador y, cuando llegábamos a la tarde, levantábamos el mobiliario plástico del parador diurno y entrábamos tablones de madera, que era la onda de nuestro restaurante. Y ahí venía gente de la cultura como Marosa Di Giorgio, Humberto Tortonese, Marta Gularte… Fue el verano de mis sueños. Nunca más hubo un verano igual y encima conocí a Martín y nos enamoramos.
¿Y cambió su vida?
Me cambió la vida completamente. Entendí que había mucho más en el mundo que lo que yo había visto hasta ese entonces. Más allá de la educación formal, ese verano me despertó la curiosidad por la amplitud de propuestas que había en el mundo artístico. Fue un verano de audacias. Fue un regalo. Venía de Buenos Aires a San Rafael, al Club Médanos, y de pronto me vine a José Ignacio sola con amigas y la energía de José Ignacio era potente, pacífica. No usábamos zapatos, era una vida que yo no había vivido. Fue un verano salvaje.
¿Qué recuerda de esos días?
El día que vino Marosa la escuché recitar una noche entera y de ahí en más no paré nunca de leerla. Siempre hago referencias a Marosa en lo que escribo y me inspiro en ese mundo de fantasía, de erotismo y sensualidad de la naturaleza. Fue impactante, pero lo que más me divirtió fue cuando llegó y dijo que ella no pisaba la arena. Entonces salieron todos los forzudos hacia su auto y la cargaron hacia La Huella. Imagínate la luna, el mar y Marosa toda pálida con esos pelos viniendo tipo Cleopatra. Fue muy divertido. Todos los días teníamos jornadas artísticas.
¿Con Martín fue amor a primera vista?
Para mí sí. Fue re amor a primera vista. En ese momento yo estudiaba en Bellas Artes, volví a Buenos Aires y él viajó a verme. Yo tenía una vida en una familia convencional y aparece Martín, que era como una figura completamente salida de otro cuento.
¿Qué dijeron sus padres?
Nada, pero mi abuela Meneca lo mandó a investigar, pero después que lo conoció se rindió a sus pies y quedó encantada con él.
¿Y se mudaron para Uruguay?
Empezamos a estar juntos y de recién casados nos fuimos a Portugal a la Expo Lisboa 98 a trabajar al restaurante oficial de Uruguay. Nos fue superbién, el restaurante fue el éxito de Uruguay. Estuvimos cuatro meses de parrilla loca trabajando con uruguayos, no había con qué darle a la onda que tenía el restaurante. Hasta habían llevado todas las sillas y las mesas de madera en un container. No había nada que no fuese uruguayo, salvo yo.
De ahí volvimos y Martín arrancó con el restaurante y yo con mi ropa, cada uno con su tema.
La única que no era uruguaya, ¿cómo se sentía?
Yo soy rioplatense. Después de 20 inviernos viviendo en Maldonado, creo que me lo gané. Tengo mucho de Argentina, nunca lo voy a negar, no me gusta para nada el concepto del argentino que se viene a vivir a Uruguay y niega su identidad, pero sí me formé acá. A mí me educó mucho la familia de mi marido. Uruguay me educó mucho también, viví toda esa época tan importante de mi vida acá.
¿Dónde está su hogar?
Ahora vamos y venimos de José Ignacio a Buenos Aires, pero cuando hablamos de casa es acá en Bajo el Alma. Es nuestro hogar.