El ruido de la lluvia era tal el lunes 17 que me desperté mucho más temprano de lo que preveía. Pero aunque afuera caía un tremendo temporal, era mucho, demasiado, el ruido. Entre dormido, me parecía como si el aguacero cayera adentro de casa. Abrí la puerta del dormitorio: despabilado en un microsegundo, vi cómo el aguacero estaba cayendo efectivamente adentro de casa. Una cascada caía desde la azotea inundándome el piso. Maldito desagüe de la azotea tapado y maldita lluvia histórica en Montevideo.
Cuando la lluvia paró, con el piso de mi casa convertido en un afluente del entubado arroyo Malvín, hice una típica tontería acorde a estos tiempos: enviar a un grupo de WhatsApp de amigos unos segundos en los que filmé al Niágara cayendo a centímetros de mi heladera y de la mesa de la cocina. Escribí: “Miren cómo desperté” u otra bobada similar. Ya lo dijo Woody Allen: comedia es tragedia más tiempo, aunque el tiempo había sido muy corto y no tuviera ninguna gana de reír. El detalle de haber filmado el balde y la asadera que coloqué bajo lo que parecían cincuenta grifos abiertos a la vez para acopiar agua, algo de similar efectividad a colocar una curita para cicatrizar un degüello, hoy sí me parece cómico y surreal. De inmediato el grupo comenzó a llenarse de fotos y grabaciones de casas con cinco centímetros de agua, de calles que parecían canales, de muebles arruinados y de autos que flotaban y chocaban entre sí, viralizaciones de una mañana caótica. “Para que no te sientas tan mal”, me escribió uno.
Efectivamente, compartir mi desgracia con un montón de gente anónima de alguna extraña forma me alivianaba el peso de volver a hacer habitable mi casa. Misery loves company, reza con cierta elegancia un dicho en inglés. “Mal de muchos, consuelo de tontos”, asegura otro en castellano, mucho más reconocible acorde a la realidad. Efectivamente, no ser el único montevideano con una pileta en el living podía atenuar mi angustia, pero no quitaba que tuviera que echar mano a los baldes, trapos y lampazos para volver a la normalidad. Y que más valía que comenzara lo antes posible.
Lejos de ser palabrería, el “mal de muchos” efectivamente es una sensación basada en la realidad. ¿Pero por qué? Primero, por uno mismo. “Como somos seres empáticos, tendemos a sentir con otros. Entonces, el ‘a otros también les pasa’ disminuye la violencia del sentimiento de indefensión ante un acontecimiento”, dice la doctora en Psicología María José Soler.
Y, luego, está el otro. “Nuestra identidad individual se construye en base a los demás”, resume el psicólogo Alejandro De Barbieri, apelando a la obra cumbre del filósofo judío austríaco Martin Buber, Yo y tú (1923). Por caso, en Bolero Julio Cortázar escribió: “Siempre fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía que mirarte”. La existencia de los grupos de autoayuda, compuestos por personas que tienen el mismo padecimiento, son claro ejemplo de su función terapéutica, añade este terapeuta y autor.
Es que quizá no sea un consuelo para tontos. Quizá el “conformismo”, apelando a las neurosis colectivas que describió el psiquiatra Viktor Frankl, austríaco y judío como Buber, sea una actitud más inteligente de lo que se piensa. La psicóloga clínica guatemalteca Natalia Gurdian, escribió en su portal que no hay mayor sufrimiento que el que se padece en soledad: “El pensar que somos los únicos que sufrimos hace que se nos expanda y agrave nuestro dolor. No importa si lo que somos es: exagerados, celosos, inseguros, fóbicos, deprimidos, ansiosos, obsesivos, negativos, etc. No importan las circunstancias particulares o intensidad. El sentirnos solos y aislados nos añade una capa gruesa de sufrimiento más y nos da la ilusión de que no hay nadie que nos va a entender. Nada es más doloroso que eso: exiliado de la raza humana”.
Desde la Psicología Positiva, Mariana Álvez Guerra sostiene que es habitual “buscar referencias” cuando uno se siente mal, ya sea para potenciar su malestar o al menos justificarlo y no sentirse tan solo. Esto sirve tanto para consolarse cuando el negocio iba hacia la bancarrota por culpa de la pandemia como para la imposibilidad de conseguir una pareja duradera. “En realidad, está bueno normalizar determinadas desgracias porque así le sacás presión y no te sentís tan solo. Es sentir que no solo vos cargás con algo. Es normalizar todas las experiencias”, explicó, en sintonía con Gurdian.
Ahora, por más normal y hasta terapéutico que sea, ¿no puede resultarme paralizante dedicar tiempo a ver cómo el temporal se ensañó con Malvín en vez de terminar de baldear mi casa y sacar la mugre? Capaz que no sea solo un consuelo de tontos, pero no arregla el hecho de que todavía no pueda subir la llave general so miedo de que se me queme más de un artefacto. La propia Soler lo dice: “Estas situaciones, que hacen que la psiquis se sienta descansada, te pueden llevar al conformismo o la inacción. Y eso no quiere decir que sea algo saludable”.
De Barbieri señala que toda actitud proactiva, que sería más necesario que saludable, también se realiza en función del otro. “Eso si se quiere es algo más filosófico. Vos podés superar un problema solo, pero siempre lo hacés en relación con los demás, porque siempre hay otro que configura un sentimiento de pertenencia y unidad”.
Expiando los dolores. El mayor mal de muchos de estos tiempos, y de varios tiempos recientes, ha sido la pandemia del Covid. Quien lo ha padecido (o quien no) ha sido bombardeado por las experiencias de allegados que han tenido vivencias similares, lo que no siempre resulta útil y en varias ocasiones puede ser aterrador.
Pero también hubo y hay sensaciones más extremas en eso de buscar algo parecido al sosiego a partir el sufrimiento ajeno. Todo el mundo recuerda los primeros casos detectados y los primeros muertos, cuando poco y nada se sabía de esta enfermedad. Los boletines diarios del Sistema Nacional de Emergencias (Sinae), emitidos en el entorno de las 19 horas, eran seguidos con angustia y aun terror, sobre todo en los primeros tiempos, cuando las vacunas todavía estaban en una fase embrionaria. Durante el otoño e invierno de 2020, cuando aún los fallecidos no eran demasiados y se desglosaba a diario su edad, si alguno de quienes morían era joven —menos de 50 años; ni que hablar si tenía menos de 30—, era común en grupos de WhatsApp —y no solo de periodistas que buscaban información— que comenzara a rodar la infaltable pregunta: “¿Alguno sabe si tenía comorbilidades?”. Esa interrogante cambió en estos tiempos de ómicron, de vacunación masiva y de repuntes de los casos de muertes e internaciones: “¿Cuántos de los casos graves están vacunados?”.
Respuestas del tipo “sí, tenía problemas cardíacos”, “sí, tenía obesidad mórbida” o las estadísticas del CTI que han confirmado los beneficios de vacunarse generaban una amarga sensación de alivio. Pero se trataba de un alivio muy poco empático con los fallecidos y sus familias. Ya resignados a que de esto no vamos a emerger mejores, ¿nos estaremos volviendo insensibles al dolor ajeno?
El psicoanalista Richard Prieto entiende que esto está relacionado con la transmisión del miedo, vinculado a la llamada “teoría del chivo expiatorio”. Esta nos ayuda a mantener la calma endosándole a un tercero la responsabilidad de algo que o bien es responsabilidad nuestra o bien nos puede pasar (como morir a causa del coronavirus). Y si bien es absolutamente universal, en el universo judeocristiano tiene consigo el bíblico concepto de la expiación.
“Cuando al que le va mal es al otro, cada individuo siente alivio porque expía ese miedo a través del otro, por más que te pueda pasar a vos”, sintetiza Prieto. Como ejemplo “burdo”, este psicólogo sostiene que en caso de que Uruguay entre en guerra, “tú no vas a estar contento porque caiga una bomba en el barrio vecino, pero te va a aliviar que no te caiga a vos”. Se puede cambiar bomba por coronavirus/inundación/robo/apagón prolongado y la sensación, afirma, sería la misma.
Ya lo dijo el reconocido filósofo coreano Byung Chul Han, experto en estudios culturales, en una columna publicada en El País de Madrid el 21 de marzo de 2020: “El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa”. Esto fue escrito cuando la pandemia recién arrancaba y por entonces hacía estragos en Asia y Europa, pero mantiene una fuerte actualidad. Es un mal de todos.
ACARREANDO AGUA AL MOLINO PROPIO
También hay otro concepto vinculado a los males ajenos y el alivio de uno: los sesgos cognitivos —a veces erróneos—en el procesamiento de la información; en criollo, la tan humana condición de arrimar agua al molino propio. La presentación el lunes 17 de un informe del Ministerio de Salud Pública (MSP) alimentó esa dualidad. Este indicó que 45% de los 156 fallecidos por Covid desde octubre hasta esos días no habían estado vacunados o solo habían recibido una dosis, 41% tenía las dos dosis y 13% había recibido la tercera dosis de refuerzo. Escrito así, era pasto para los antivacunas.
Ese informe no detallaba los porcentajes de población no vacunada, vacunada o reforzada. Si esto se toma en cuenta, se desprende que una persona no vacunada o con el proceso incompleto tiene 8,5 veces más chances de morir que uno con el ciclo terminaba y 42 que uno que contaba con la dosis de refuerzo, según detalló el diario El País al día siguiente. Esto resultó más tranquilizador para la comunidad científica y la población vacunada.
“El fenómeno atencional es muy selectivo y apunta a la conclusión previa que tengas de un tema. Entonces, toda la información que reciba y que consolide lo que creo, lo voy a retener; lo que no reafirma mi creencia, lo voy a filtrar”, señala la doctora en Psicología María José Soler. “Subconscientemente, el cerebro se tiende a quedar con lo que le conviene, ya sea por su paradigma o por su ideología”, agrega.