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    Aborto y matrimonio homosexual

    Motiva estos comentarios la extrañeza generada por la tergiversación de conceptos que se maneja en algunos proyectos de ley muy polémicos —aborto y “matrimonio gay”— y la prontitud de las Cámaras en aprobarlos.

    Lo primero. A las cosas no se las llama por su nombre: se hacen eufemismos (“salud sexual y reproductiva”, cuando se está matando) o, más osado aún, se pretende cambiar el concepto mismo de la institución más antigua de la humanidad, el matrimonio y la familia. ¡Qué maravillosos son nuestros legisladores que pueden atribuirse tal potestad!

    Habrá quienes digan que quien escribe estas líneas es un dogmático, intolerante, bla, bla, bla… No. Simplemente constato una pérdida pasmosa de la razonabilidad en el actuar de una parte importante de nuestra sociedad. Los principios más antiguos (desde Aristóteles) del quehacer moral dicen que: 1) hay que evitar el mal y elegir el bien; 2) actuar según la razón. El primer punto ya lo perdimos hace rato; bien, mal, más o menos, todo se confunde, según “lo que yo pienso” o lo que “me conviene”. El segundo punto estamos en vías de hacerlo, en una marcha vertiginosa hacia el triunfo del relativismo más absoluto y del emotivismo: decisiones, elecciones y una forma de ser persona que no se justifica o basa en criterios firmes, sino en tendencias o impulsos. Así, con estos dos principios casi perdidos, no hay manera de dialogar moralmente y buscar el bien común de toda la sociedad. Gana el que grita más fuerte y, después, en nombre de la democracia, lo imponen. Y ¡ay! con discrepar: se será víctima del escarnio mediático.

    Veamos ahora la pérdida de la razonabilidad en el actuar y en el legislar. Cuando se quiere llamar matrimonio a una cosa que no lo es por su génesis, por su naturaleza, por su tradición, se va directamente contra la razón humana. Es razonable que las instituciones, aun evolucionando y mejorando, mantengan un conjunto de principios invariables; si no, ¿para qué existen, para qué apegarnos a ellas y protegerlas? Vamos a ilustrar con dos ejemplos lo absurdo de la propuesta de poner bajo un mismo paraguas “lo que venga”.

    Primer ejemplo. Yo soy de ascendencia mayormente europea, mis bisabuelos y algunos de mis abuelos lo eran. Ahora bien, si se me ocurre, porque así lo siento, que soy afrodescendiente, o de raza amerindia, o de raza asiática, ¿lo soy realmente? No, para nada. ¿Hay algo que pueda hacer para ser de raza negra, amerindia o asiática? Tampoco, porque eso me viene dado, así lo quiera o no. Es lo que se llama el pathos cuando se habla en términos morales. ¿Tengo derecho, por sentirme afrodescendiente sin que haya ninguno en mi genealogía, de acceder al 8% de cargos públicos reservados para ellos? No, para nada. Del mismo modo, ¿es lógico, es razonable pensar, como lo claman los defensores de la ideología de género, que la identidad sexual de la persona se crea o se elige? Es absurdo. La naturaleza nos ha creado con algunas características irrenunciables.

    Segundo ejemplo. Existen muchas personas que tratan a sus mascotas “como si fueran de la familia” y se prodigan en copiosos cuidados para con ellos. Muchas de estas personas hablan de sus animalitos como de “los hijos que no tuve” o cosas así. Discutible o no, esta postura podría llegar a extremos irracionales si hubiera un lobby que presionara para que existieran leyes que atribuyeran derechos de filiación, de herencia, de salud y de educación a las mascotas. Porque si la persona siente al perrito o gatito como a su hijo o su familiar, ¿por qué no darle a los animalitos esos derechos? Ellos, sin entender nada, estarían muy contentos. Y así, el Estado debería proveer la educación pública para animales y el acceso gratuito a los servicios de salud veterinaria. Y más aún: un señor o señora con su mascota podrían ser considerados un núcleo familiar. Suena extraño, porque la institución familia, la más antigua de la humanidad, tiene como núcleo irrenunciable la convivencia, para su cuidado, procreación y amor mutuo, de seres humanos. Los animalitos alegran y decoran la familia, pero no tienen ni cerca la dignidad del ser humano y la posibilidad de ser familia. El ejemplo es burdo, pero la lógica (ilógica) subyacente es la misma que está siendo usada en la discusión de muchos proyectos.

    Insisto que no discuto ni critico lo que las personas gay quieran hacer con sus parejas; no promuevo esa decisión de vida pero la acepto con respeto. El quid del asunto es querer equiparar cosas que son inconmensurables, lo que se transforma en una falta de absoluta consideración a la historia, tradición y actualidad de ciertas instituciones humanas, por legislar más por la emoción (o pour la gallerie) que por la razón.

    Lo segundo: llama poderosamente la atención la prontitud en aprobar estas leyes. Hay discursos estereotipados —la igualdad, tolerancia, respetar los derechos de todos, etc.— que exteriorizan las supuestas convicciones. Pero hay, sin duda, un lobby abortista internacional que aporta dinero para las campañas y presiona muy fuerte en ámbitos políticos, así como un lobby gay con gran poder mediático y de escarnio público a quienes no comparten sus ideas. Y es muy difícil disentir públicamente.

    Como punto final a estas reflexiones, me permito citar una noticia de este año (“El País”, 16/10/12) en que una ley buena para la vida de cada uno y de toda la sociedad apenas si se discutió y finalmente se desechó: “El proyecto de ley […] que concedía a trabajadoras embarazadas del sector privado y a sus parejas los beneficios que ya rigen para los funcionarios públicos […] fue desestimado porque el costo del subsidio representaba para el Estado una erogación de U$S 20 millones al año y se priorizaron otros planes sociales”. Por U$S 20 millones no se aprobó esta ley verdaderamente igualitaria (acá sí se equiparan derechos en ámbitos conmensurables). ¿Cuánto se gastará en subsidiar los abortos? Esto es irracional, esto es ilógico, esto es verdaderamente discriminatorio.

    Mis saludos y respetos.

    M.A.N.

    CI 3.859.949-7