Nº 2230 - 22 al 28 de Junio de 2023
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La primera vez que me dijeron que vivía en el Mundo de Frutillitas fue en el programa Todas las voces. Citándome de memoria, con relativa confianza digamos, recuerdo haber señalado la importancia de que en determinadas áreas la acción del Estado necesitaba de acuerdos interpartidarios que fueran más allá de un ciclo de gobierno. Sobre todo en áreas en donde los procesos necesitan estabilidad y tiempo para volverse efectivos. Plantear esa temeridad, esto es, la posibilidad de que Uruguay tenga en algunas áreas políticas de Estado, provocó las risas y la ironía de casi cada uno de mis compañeros de programa. Qué tontería era esa, se me vino a decir, de pensar que las cosas se pueden acordar entre quienes están en distintos partidos y tienen miradas distintas sobre lo que hay que hacer.
Hubo alguien que no se rio demasiado en aquella ocasión y que, supongo, no me consideró un paloma total. No recuerdo quién fue pero sí que me dijo que en Uruguay existen políticas de Estado de facto. Que, en la práctica, muchas veces un cambio de gobierno no implicaba un cambio de política. Que ahí estaba el ejemplo nítido de la forestación, que, iniciada en el año 1987 con la oposición de la izquierda, no se había detenido en los 15 años de gobierno del Frente Amplio. Que ahí estaban las megainversiones que desde su origen venían consolidando esa política de forestación. Y que, por eso, porque esas políticas ya existían de hecho, no valía la pena intentar ponerse de acuerdo con quien, lo asumía, no te ibas a poner de acuerdo.
Todo eso es verdad y al mismo tiempo es completamente insuficiente. O, mejor dicho, resulta insuficiente si queremos ser un país más serio y no uno que se ahoga en un vaso de agua salada. Porque, si algo deja en evidencia la actual crisis hídrica, es la ausencia absoluta de una política de Estado en materia del agua y, muy en particular, en la gestión y el desarrollo de nuestras infraestructuras. En la clase de infraestructuras que deben ser planificadas considerando que van a ser indispensables por muchas décadas y que, además, tardan años en construirse y ser funcionales.
¿A qué con el gusto del agua salada en la boca ya no parece tan paloma la idea de que se necesita una política sólida y centrada de inversiones en infraestructura, acordada entre todos aquellos que pueden llegar a gobernar el país? ¿O acaso vamos a insistir en las habituales políticas de parches en las que un gobierno avanza dos pasos en un proyecto que es abandonado por el siguiente gobierno, quien a su vez avanza dos pasos en otro proyecto que después va a abandonar? Es decir, insistiendo en dilapidar el dinero del erario en proyectos que no llegan a nada. O en un sistema que no factura casi el 50% del agua que potabiliza, agua en la que ya gastó abundante dinero público.
El problema es que, mientras en la política se pueda jugar a pasarle el muerto a otro y el votante compre ese jueguito como el no va más de la participación ciudadana, los políticos carecen de incentivos para ganarse el sueldo seriamente. En el Uruguay político de hoy, pocas cosas son más sencillas que echarle la culpa a otro de lo que sea que uno no haya hecho. Y mientras eso no tenga un costo en votos, los incentivos a pasarse la pelota ad infinitum son mucho mayores que los que hay para ponerse a planear políticas serias en el mediano y largo plazo.
Es verdad que existen diversas visiones sobre eso que llamamos buena vida. Habrá quien ponga más énfasis en la libertad, quien lo ponga en la justicia social o en algunos de los muchos aspectos que son parte de nuestra vida y de nuestra idea de qué es bueno o malo para el colectivo. Sin embargo, hasta donde logro entender, tener agua potable disponible (siendo un país lleno de agua, además) no es una de esas cosas que estén en discusión. Como no lo está tampoco que el cometido de un municipio es, antes de cualquier otra veleidad, tener las calles en buen estado y limpias. Es decir, esas son cosas que están o deberían estar fuera de la discusión pública.
Ahora, la idea de que un país con recursos públicos limitados como los de Uruguay puede tener varias políticas de infraestructuras es, justamente, vivir en el Mundo de Frutillitas. Es creer que el dinero público crece en los árboles en lugar de salir del mermado bolsillo del contribuyente. O que la alternativa a ese dispendio absurdo y descoordinado sea no hacer absolutamente nada en la materia durante décadas hasta que los problemas nos hacen reventar el calefón. No hay un solo país serio que tenga dos o tres políticas de inversiones en infraestructura distintas, dependiendo de quien gobierne. Eso es realismo mágico que se transmuta en bronca y mala onda ciudadana cuando el agua se vuelve intomable.
Esa situación no es resultado de la imaginación de un escritor latinoamericano de los 60. Es, como se señaló antes, resultado de lo que vota el elector, quien viene validando en los hechos ese desastre. Un desastre que es relativamente invisible hasta que se instala la madre de todas las sequías. Y esa responsabilidad es compartida, mal que les pese a las militancias partidarias, desde el momento en que todas las opciones existentes en la góndola partidaria han sido gobierno alguna vez.
En ese sentido, poca autoridad moral tienen los parlamentarios hoy para señalarle macanas al rival político. Pero lo hacen (basta mirar Twitter o leer un diario) y lo van a seguir haciendo en la medida en que la sal que tiene hoy el agua les salga gratis en términos electorales. Es verdad, el voto vale solo uno, pero vale mucho más cuando se junta con los de otros, esa es la belleza de la democracia. Ahora, mientras el ciudadano siga comprando el marco mental que proponen los partidos, las inversiones en infraestructura seguirán siendo resultado de las sucesivas crisis y se harán a los ponchazos en vez de ser resultado de la planificación y el acuerdo sereno.
Todo esto es bastante evidente y lineal. En ese sentido esta columna no plantea nada novedoso ni ofrece una nueva teoría sobre qué hacer al respecto. Pero es importante, así lo entiendo, recordar que el marco operativo y los plazos que son naturales para los partidos políticos no tienen por qué coincidir con los plazos y las necesidades de la ciudadanía. En el caso de la ausencia de inversión en OSE esto es clarísimo.
Por supuesto, los partidos van a insistir muchísimo en que sí, que la coincidencia es plena y que el problema es culpa de los que están en la vereda ideológica de enfrente. Por eso es bueno recordar que, sin una ciudadanía capaz de separar la paja del trigo y de exigirle responsabilidad al sistema político en su conjunto, a la posibilidad de que el agua siga saliendo salada se le va a agregar la posibilidad de que, en el futuro, además salga también podrida.