• Cotizaciones
    martes 23 de julio de 2024

    ¡Hola !

    En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
    $ Al año*
    En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] o contactarte por WhatsApp acá
    * Podés cancelar el plan en el momento que lo desees

    ¡Hola !

    En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
    $ por 3 meses*
    En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] o contactarte por WhatsApp acá
    * A partir del cuarto mes por al mes. Podés cancelar el plan en el momento que lo desees

    Andreoni con vistas a las sierras

    Luis Andreoni llegó al Puerto de Montevideo en el vapor Colombo, un día de fecha patria, el 25 de agosto de 1876. Ya tenía el título de ingeniero de la Escuela Real de Aplicación de Turín, que por entonces incluía la especialidad en arquitectura. Cuando desembarcó con una valija muy sobria —camisas, pantalones y algo de ropa blanca— lo que deseaba era poner un océano entre él y su padre. “El salir de Italia fue el acto de rebelión final, pues mi padre, hombre de honor sin mácula, era conmigo exigente y autoritario. (…) con tal de obtener mi libre albedrío me hubiera ido a Canadá o Calcuta lo mismo que al Uruguay”, contó tiempo después cuando ya era conocido por la construcción del Hospital Italiano, el Club Uruguay y la Estación Central del Ferrocarril. El relato de cómo y por qué llegó se encuentra en el libro Andreoni: genio y figura del escritor Hugo José Rubio.

    Al poco tiempo de desembarcar, ya tenía trabajo. Años más tarde se vinculó al desarrollo del ferrocarril uruguayo —curiosamente en el mismo rubro que su padre, también ingeniero ferroviario— y dejó su impronta. En 1877 dirigió la construcción de la línea de trenes Toledo-Pando, que luego se extendería hasta Minas, y fue durante esas obras que se enamoró de un paraje cercano a las sierras. Cuentan que, ni bien llegó, pidió prestado un caballo para cabalgar hasta el punto más alto de los alrededores. “Aquí voy a hacer mi casa”, dijo, y así fue. Terminó por construir dos casas en predios cercanos, con vistas al horizonte de cerros, muy cerca de Estación Solís.

    Una de esas propiedades está a la venta. “Oportunidad —dice el anuncio—. Preciosa casa de época, construida por el Ing. Andreoni (…), rodeada de hermoso parque con árboles de gran tamaño”. Veinte fotos ilustran al posible interesado detalles de las habitaciones y alrededores, por un precio que no cubre la nostalgia de Socorro Miguel, la dueña actual. La casa tiene dos galerías techadas, una de ellas precedida por potros blancos en posición de galopar, un aljibe de época y una piscina que llegó después. Adentro, los sillones antiguos, un piano de cola y la bañera con patitas ayudan a imaginar las risas de otros tiempos. Como es típico en las residencias de descanso, la propiedad tiene un nombre significativo que le viene de sus últimos dueños. Se llama Belle Époque porque así lo quiso el marido de Socorro, Kiuber da Silveira, un médico de Minas ya fallecido que admiraba esa época de Occidente.

    El vínculo de Socorro con los recuerdos de Andreoni viene de lejos, desde mucho antes de comprar la casa. El abuelo de Socorro regenteaba un negocio rural y le pidió a Andreoni una estación, una parada al menos, para carga y descarga de la mercadería. “Él fue muy amable y lo concedió”, dice ella porque así lo habrá escuchado una y 100 veces en reuniones familiares desde la infancia. La estación hecha a pedido llevaría luego el nombre del ingeniero, estación Andreoni, y se encuentra a pocos kilómetros de Solís.

    Muy cerca de Belle Époque sigue también en pie “el castillo de la señorita Andreoni” como lo conocen los vecinos. Google Maps lo muestra desde arriba junto a un montecito. Los veteranos hablan del castillo en pasado. Y quienes aseguran haberlo visitado al menos una vez no escatiman adjetivos. Luego de la muerte de Andreoni, el castillo quedó para la hija, una mujer reservada que ni bien bajaba del tren se subía al carruaje sin pasar por la estación. La evocación la hace Javier Berrondo desde el almacén de Estación Solís, y él a su vez evoca los cuentos del abuelo. Los brocales del pozo eran de mármol de Carrara y hacia el fondo, en un estanque enorme, había peces rojos, cuenta. De niño tuvo la fortuna de entrar al castillo, y también lo hizo su abuela modista cuando le tocó coser para la señorita Andreoni. Había una gran maqueta del Hospital Italiano, dice, y una vez la señorita se sentó al piano y tocó una pieza a pedido de la abuela.

    En el castillo vivió hasta 2012 Asunción Hernández, la empleada doméstica de la señorita. Según Javier, le habían concedido el usufructo de la propiedad de por vida. Lejos de los tiempos glamorosos, Asunción sobrevivía con el dinero de una jubilación y la cría de animales. Javier duda. Luego hace consultas a otros parroquianos del almacén para verificar y le responden que sí, que Asunción criaba vacas y algún ternero. En febrero de 2012 encontraron a Asunción muerta en su casa con numerosas picaduras de avispas en el cuerpo. Un informativo nacional cubrió la noticia y mostró la fachada con forma de torre de la casa de Andreoni, la portera y las vacas pastando. Puesto al micrófono, un policía local confirmó ante las cámaras que Asunción, de 84 años, había muerto envenenada por las picaduras. En ese informe se dijo también que gente cercana a la mujer había sacado muebles. Fue la oportunidad para contar otra vez la anécdota de Andreoni con el caballo prestado en el punto más alto y de sembrar dudas sobre los derechos de la propiedad. Hoy un par de vecinos de Estación Solís aseguran que el castillo, con todo el bagaje de historias de la señorita tímida y la extraña muerte de la doncella, pertenece a un ciudadano argentino.

    En Estación Solís se conserva una memoria íntima de Andreoni, lejos de la monumentalidad de sus obras más famosas. Son recuerdos inconexos, incluso contradictorios, que honran con ternura la memoria de una figura que creyó en un futuro romántico para ese lugar. La zona conserva una belleza serena, herida por la desaparición del tren y la migración de los jóvenes. El edificio de la estación en sí es una ruina conquistada por la vegetación y los animales. Allí también hay enjambres. Del techo no queda ni una sola de las tejas francesas originales, y lo mismo ocurre con el enorme galpón ferroviario. Desaparecieron como por arte de magia en la década de 1990, en otro confuso episodio con varias versiones. Las paredes desnudas miran el cielo, mientras los árboles que han crecido dentro juegan a sobrepasarlas. Todavía existe la ventanilla donde alguna vez se compraban los pasajes para la señorita, pero ya no hay viajes.

    El ingeniero Andreoni fue un hombre prolífico. Sus obras dejaron huellas en la identidad arquitectónica de la capital del país. Uno de sus primeros trabajos consistió en cambiar el sistema de iluminación de Montevideo, a gas, por lámparas eléctricas. Participó en más de 30 proyectos, solo en Montevideo. Parte de esa larga lista la integran la sede del Partido Nacional, el edificio donde funciona el BBVA, el de la Embajada de Francia y una casa personal en la calle La Paz que muestra señales de malos tratos.

    El Día del Patrimonio de 1999 estuvo dedicado a él. Por entonces se pensaba que habría una salida digna para la Estación Central, hoy monumento a la desidia. Andreoni no ha tenido suerte con los homenajes y su nombre quedó asociado al canal que dañó la costa de Rocha. Si bien él construyó un pequeño tramo de la canalización, sin grandes consecuencias ambientales, durante la dictadura militar se extendió la obra de tal manera que la playa de La Coronilla nunca volvió a ser la misma. Su nombre aparece también en una calle de Carrasco y en la pequeña estación cercana a Solís, todavía con techo, tal vez porque es de dolmenit. Pero, si Andreoni no tuvo suerte con los homenajes oficiales, al menos en Estación Solís se lo recuerda en un clima íntimo y su nombre se repite en conversaciones que de tan vivas van cambiando de color según las pinceladas del interlocutor.