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    Cartoncitos

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2211 - 2 al 8 de Febrero de 2023

    Cuando saltan escándalos como el que se llevó puesto al ya exministro Adrián Peña, se suele poner el foco en, cómo no, cuestiones partidarias. Si el señor que se inventó (o se adelantó) un título que no tiene es de “los míos”, voy a hacer todo lo posible por encontrarle una vuelta que lo justifique o que, por lo menos, atenúe el escándalo. Y, viceversa, si el señor pertenece a “los otros”, ahí sí me voy a erigir en faro moral absoluto y desde mi altura me podré a disparar rayos exigiendo justicia y todo lo que haga falta para mostrar la magnitud de la mentira.

    En principio esto no es raro y menos en un país tan tontamente partidizado como Uruguay. ¿Por qué tontamente? Porque cuando la venda ideológica le pasa por arriba a cualquier otra cosa lo que se hace es, precisamente, allanar el camino a los verseros y chantas que, sabiendo que serán aprobados por los suyos, hagan lo que hagan, van y hacen lo que hacen. Cuando la sociedad se auto divide en bloques y los ciudadanos se alinean, cómodamente aturdidos, en algunos de los bandos que el mercado político les ofrece no es raro que se construya ese doble rasero

    Recordemos que hace unos años la entonces senadora Lucía Topolansky afirmó haber visto el inexistente título del entonces vicepresidente Raúl Sendic. Recordemos también que la “defensa” de “los suyos” entonces consistió en asignarle el origen del problema a un presunto “Plan Atlanta”, imperial y maligno. Y que, finalmente y al no quedar más opción que la renuncia (se sumó un asuntillo con una tarjeta corporativa), se pasó a descalificar esos “cartoncitos” que nada significaban y que de nada servían.

    Es decir, la defensa numantina que se hace hoy del exministro Peña no tiene nada de novedoso en ese sentido, salvo porque a nadie le ha dado aún por decir que los cartoncitos no sirven para nada. Pero calculo que, si llega a hacer falta, ya saltará alguien a decirlo. Ah, por cierto, ser ético no es renunciar después de haber sido pescado mintiendo, lo que es ético es no mentirle a la ciudadanía. Todo lo que ocurra después de la mentira es pura estrategia de reducción de daños, nada más.

    Por otro lado, el tema de alardear de títulos que no se tienen está muy lejos de ser un problema exclusivamente uruguayo. El profesor colombiano Daniel Fernando Sabogal Neira escribía hace un par de años sobre el tema y recordaba varios casos en distintos países, sobre todo el suyo: “Pedro Sánchez, presidente del gobierno español, debió salir a desmentir dudas sobre su tesis de grado. Un ministro de Defensa alemán debió renunciar a su cargo luego de que se comprobaran acusaciones de plagio. El actual alcalde de Bogotá debió enfrentar un proceso de revocatoria entre otras razones, por dudas razonables sobre la equivalencia de sus estudios superiores, realizados en los años 70 (...) De Gustavo Petro aparecieron afirmaciones que le adjudicaban títulos de altos estudios que no pudo aclarar. De Iván Duque, una especialización en Harvard terminó siendo un curso de corta duración”.

    En resumen, que en todos lados se cuecen habas y todo el mundo conoce algún que otro caso. Ahora, creo que lo interesante es la pulsión. Esto es: ¿qué es lo que lleva a que políticos de todo pelaje y nivel se anoten unos porotos que no les corresponden y sobre los cuales (a esta altura deberían haberlo entendido) alguien se va a poner a investigar en algún momento? Porque una cosa es mantener el engaño cuando se trata de alguien que trabaja en un ámbito que no está sometido al escrutinio público y otra es engañar cuando someterse a ese escrutinio es algo que ya viene con el sueldo, como es el caso de los políticos. ¿Por qué arriesgar una trayectoria política por algo que en principio nadie parece exigir, al menos formalmente?

    En su libro La nobleza de Estado, el sociólogo francés Pierre Bordieu analizó la forma en que los títulos de las Grandes Escuelas francesas suponían una suerte de continuación de los títulos nobiliarios del Antiguo Régimen. Eliminada la nobleza incluso a golpe de guillotina, la forma en que las elites dirigentes francesas se reconocían y, con ello, reconocían su legitimidad para ser elite y dirigir, era a través de los títulos académicos que otorgaban esas instituciones, creadas por el mismo Estado. De hecho, el sociólogo francés logró conectar empíricamente los apellidos de los antiguos nobles con los de los nobles académicos.

    Vale la pena extenderse en la definición que da Bordieu de esa más reciente “nobleza”: “El acto de clasificación escolar es siempre, pero particularmente en este caso, un acto de ordenación en el doble sentido que esta palabra implica en francés. Este acto instituye una diferencia social de rango, de clasificación, una relación de orden definitiva: los elegidos son marcados, de por vida, por su pertenencia (antiguo alumno de…); ellos son miembros de una orden, en el sentido medieval del término. Y de una orden nobiliaria, conjunto claramente delimitado (en el que se está o no se está) de personas que están separadas del común de los mortales por una diferencia de esencia y están legitimadas, por este hecho, para dominar. Es en esto en lo que la separación operada por la escuela es también una ordenación en el sentido de consagración, de entronización en una categoría sagrada, una nobleza”.

    Es muy probable que esto que escribe Bordieu no sea algo que se planteen de manera explícita los políticos que deciden inventarse un título. Es difícil pensar que Peña o Sendic dijeran: “che, para dominar mejor a la gente desde nuestro rol político, nos ponemos un título que no tenemos y así somos parte de la nueva nobleza académica”. Pero sí que esa “pulsión” (en el sentido freudiano de la palabra) que los lleva a mentir puede entenderse como la satisfacción de un impulso interno primario que genera una tensión y esta debe ser resuelta. Se dirá, y con razón, que ese es un problema interno de esos políticos y que al ciudadano eso le importa dos pitos. Y es verdad, el ciudadano espera y necesita una relación de confianza con el político: en el político delegamos una parte relevante de nuestras decisiones sobre lo que es bueno y malo para la vida en común. El aspecto social que complementa esa pulsión interna es saber que “los suyos” van a apoyar lo que sea que haga. Si mentir no tiene costos, se miente.

    Ahora, en política la mentira, sea del bando que sea, es siempre una carretera hacia el infierno populista. De la misma forma que tener al “presidente más pobre del mundo” no equivalía a tener un buen presidente, tener ministros con título universitario tampoco equivale a tener buenos ministros. Ahora, desde el punto de vista de la confianza ciudadana, un buen ministro no puede ser aquel que miente sobre su formación ya que la honestidad es más importante que su eventual nobleza académica y sus correspondientes cartoncitos. Claramente, esto no es nada nuevo, pero es bueno recordarlo cuando muchos parecen olvidarlo cada semana.