Nº 2222 - 27 de Abril al 3 de Mayo de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDice la RAE que, en su segunda acepción, la palabra sobreactuar significa “exagerar la expresión al actuar ante alguien”. Yo sé que no son pocos los que piensan que la RAE es una organización maligna dedicada a evitar el progreso de la lengua, pero entiendo que, para una definición tan simple y neutra como esta, vale como referencia. Para la palabra sobreactuación la RAE tiene una sola acepción y es “acción y efecto de sobreactuar”. Precisamente a una permanente y aturdidora sobreactuación es a la que nos viene sometiendo el sistema político a los uruguayos de a pie. Y es que ese “alguien” al que refiere la segunda acepción que da a sobreactuar la RAE, somos justamente los ciudadanos.
Permanente, porque si antes hacía falta que se acercaran las elecciones para que comenzara el circo, en esta ocasión ha sido una constante desde la elección pasada. El gobierno, vendiendo sus propuestas como quien vende crecepelo en una feria del oeste en el siglo XIX; la oposición, vendiendo hecatombes de todo tipo ante la más mínima medida que anuncia el gobierno, aunque ni siquiera la implemente. Lo más irónico de todo este tinglado de excesos y declaraciones pomposas en todas direcciones es que cualquier observador medianamente desapasionado (no sobran) puede darse cuenta de que las cosas no están, ni por asomo, ni tan bien ni tan mal.
No estamos al filo de una transformación radical en ninguno de los asuntos en los que el gobierno ha comprometido reformas ni estamos al borde del abismo que vende la oposición ante cualquier cosa que hace o deja de hacer el gobierno. Por eso, si uno no pertenece a ninguna de las muy activas claques políticas en lidia, es algo bastante claro: hay apenas un par de amagos de ruptura, un par de declaraciones de intenciones, alguna propuesta distinta en el mediano plazo, pero no se avecina ninguna reforma o contrarreforma radical que vaya a cambiar de manera definitiva el actual statu quo. Es sabido, un cambio veloz en Uruguay no toma menos de 30 años.
Aturdidora, porque más que intentar informar al ciudadano sobre los pros y los contras de tal o cual acción política, lo que se logra es enloquecerlo. Apelando a todos los resortes emocionales posibles, el griterío que genera el sistema político es amplificado por sus terminales mediáticas y por su militancia callejera y de redes, hasta banalizar cualquier asunto. No se expone de manera más o menos centrada y con ánimo constructivo lo que se viene haciendo o lo que se cree que hay que hacer. Se apela al ruido, a generar un zumbido incesante en el que nadie se interesa por entender, solo por reaccionar, al calor de las emociones más violentas.
Por supuesto, la situación no es simétrica. Mientras el gobierno, en su condición de tal, debe salir a defender sus acciones, la oposición puede limitarse a descalificar lo que se hace, afirmar que “hay que hacer otra cosa” y después cruzarse de brazos sin tomarse siquiera la molestia de exponer argumento o propuesta alguna. Eso, nos dicen, ya lo haremos después de que nos des tu voto. Dado que a esta altura del partido el ruido no parece ser una acumulación de excesos sino una estrategia deliberada, creo que lo que interesa es indagar en las razones e incentivos que tiene el sistema político partidario para incurrir de manera sistemática en esa sobreactuación que parece diseñada para confundir y manijear al ciudadano todo lo posible.
Parte de esto se debe, entiendo, a la necesidad que tienen los partidos de diferenciarse de cara a las futuras elecciones. Y eso incluso cuando una parte importante de lo que hacen cuando están en el gobierno unos y otros es básicamente lo mismo. Podrán argumentarlo de distintas maneras (gasto social vs. control del déficit), pero en los hechos los movimientos que se producen en amplias áreas de la gestión, bajo un gobierno u otro, no son demasiado diferentes. Eso ocurre especialmente cuando gobiernan coaliciones amplias, que para sacar adelante sus políticas deben pactarlas con distintas visiones incluso dentro de sus propias filas. Eso reduce el margen de acción, incluso antes de sacar tema a la calle. Basta ver lo que le ha costado al gobierno la aprobación de la actual reforma de la seguridad social. O la cantidad de agua en la leche que el Partido Nacional tuvo que aceptar para que se aprobara, al decir del presidente.
Esa lógica, la de la necesidad de diferenciación, es inherente a las democracias de mercado, esto es, todas las democracias liberales: los partidos deben salir a convencer al elector de que los vote a ellos y no al otro. Lo distinto en este caso es la apuesta por el ruido como método. Especialmente desde el lado de la oposición, a quien le basta con apedrear el rancho y asegurar que con ellos todo sería distinto. Y eso aunque mirando hacia atrás, las cosas no lo fueron tanto.
El gobierno, se dijo, está atado a defender aquello que hace, lo que, eventualmente, debería reducir su margen para el ruido y la sanata. Por eso su opción para sumarse al ruido viene siendo la de exponer sus cambios como el no va más de la radicalidad respecto a lo que se hizo en los 15 años previos y acusar a cualquiera que cuestione, aunque sea lateralmente, esos cambios de ser un fan de Maduro. Es justo reconocerle que se animó con reformas que estaban (¿están?) en el debe, pero convengamos que reformar la educación sin poner un peso encima, difícilmente provoque un cambio radical (como no lo provocó solo poner pesos antes).
Es preocupante, insisto, el tono emocional que viene tomando ese esfuerzo de diferenciación. Como ese ruido violento, animal, logra compactar a la opinión pública en dos tribus que se aborrecen y que casi no se reconocen derecho a la existencia. Quizá eso sea un poco too much para unas reformas que podrán ser enmendadas por la siguiente mayoría que la ciudadanía otorgue. Con todo, lo más grave es que esto sea empujado desde el sistema político-partidario. Entre otras razones porque trae implícito su debilitamiento: si se reduce a la ciudadanía a un puñado de reacciones emotivas y se logra alienarla de los datos de la realidad, el camino al liderazgo populista ya está a medias allanado. El demagogo prospera sobre todo cuando la política se dedica a azuzar a unos ciudadanos contra otros.
Hablando sobre la fragmentación social, el filósofo español Manuel Arias Maldonado apuntaba: “La fragmentación del panorama mediático produce una menor sensación de cohesión social, intensificada en una época de crisis. Tampoco los medios tradicionales son exquisitos. La cuestión es qué diques institucionales se crean para defender a la democracia de sí misma. Esto adopta una tonalidad mucho más agresiva en una época de crisis o incertidumbre, al margen de razones objetivas para ella”. Por razones de mera supervivencia, al sistema político-partidario le conviene sostener todos los filtros, precauciones y cautelas que trae consigo el tinglado democrático liberal. El primer paso para ello es dejar de contribuir activamente a la violencia emocional, antes de que los diques se rompan y el ruido nos desborde.