Se llama Juan, tiene 47 años, suma cinco en Uruguay y nueve meses confinado a una existencia casera. “Me partí la pierna yendo en la ‘motico’ al trabajo. Una ‘guagua’, ómnibus le dicen acá, me tocó y caí con la pata partida. Pero ya me ven, ‘caminandito’. La saqué barata, aunque todavía me duele”. Muestra la herida, y sonríe. “Acá hay gente viviendo debajo del puente, no tiene con qué pagar la casa”, dice, y cordialmente invita a la suya, donde reinan los pocos muebles.
Oriundo de San Cristóbal, un municipio al pie de la Cordillera Central de República Dominicana, entre los ríos Nigua y Nizao, Juan tiene tres hijas en la isla caribeña y vive en el asentamiento con su esposa y otro hijo. “Los inmigrantes de aquí somos todos dominicanos, vinimos en cadena, por el boca a boca. La mayoría a trabajar, y otra gente con problemas judiciales”, dice y eleva la mirada al techo de chapa y madera, como quien dice “ay”.
Juan dice que entiende que haya gente “molesta” porque “venga gente de afuera y les hagan la casa, cuando también hay muchos uruguayos viviendo bajo el puente”.
Como Juan y José, la mayoría de los dominicanos de La Quinta llegaron tras un boom migratorio proveniente de la isla caribeña entre 2013 y 2014. En el último lustro, 2.803 dominicanos tramitaron por primera vez la cédula uruguaya.
El Poder Ejecutivo comunicó en 2014 a la Embajada de República Dominicana en Montevideo su intención de exigir visas a los nacionales de ese país, una medida que adoptaron otros gobiernos de la región, tras detectar casos de tráfico o trata de personas con fines de explotación sexual asociados a este movimiento migratorio. En todos los casos, la mayoría de las solicitantes dominicanas son mujeres (Búsqueda N° 1.752 y 1.755).
Así, República Dominicana es —junto con Cuba y Haití, entre otros—, uno de los pocos países de las Américas a los cuales Uruguay les pide visa.
Cuando le preguntan por qué venir a Uruguay, Juan hace una pausa sin dramas, como quien ha pensado en eso muchas veces, tantas como en volver al Caribe. “Mira, si no tengo alimento para darle a mis hijos en mi país, me voy a otro, y si me reciben bien, no importa más. Si aquí trabajo, aquí voy a estar”. La voz cae, con su ritmo cadencioso, casi se apaga, la luz del techo también parpadea.
Entra Mary con un atado de ropa recién lavada, oliendo a sol. El barrio es de gente trabajadora, dice. Pero hay que andarse con cuidadito, avisa, la cara encendida, porque “en cualquier esquina aparece un tigre y le arrebata el bolso a una, y sin el documento ¿qué hace?”.
Juan afirma que han vivido en “barrios peores que este” y despliega historias personales sentado sobre el sofá, una pierna recogida recuerda al accidente en moto; la mano izquierda apoyada en la rodilla, y con la otra gesticula. Que llegó a Montevideo en mayo de 2013 con la promesa de una vida mejor. Que pasó un mes buscando empleo. Que, entre changas, trabajó en el Maestro Cubano y que caminaba todas los días unas 30 cuadras desde una pensión que compartía con otros dominicanos en el Centro para ahorrarse el boleto. Que sabía que iba a ser duro lejos de su tierra, pero confiaba que tanto esfuerzo sería recompensado con las remesas que enviaría a su familia.
“Llegamos a ser como 4.000 dominicanos en 2015. Así estaba la Aduana de Carrasco de negritos”, bromea. Un año después duplicaron a los argentinos con intención de radicarse en Uruguay: unos 680 residentes temporales y definitivos (Búsqueda N°1.900)
Aquí extrañan las playas, la gente y la cultura, y defienden las tradiciones isleñas, como las comidas. “Lo primero es la bandera dominicana —arroz, habichuela y carne—, el pollo frito y la carne guisada de vaca, pollo o cerdo. En la feria compramos yuma, aguacate y auyamita —que acá llaman calabaza—, aunque también nos gusta el asado”. Todo con ron, infaltable, y música. “Si no hay bachata, reguetón o cumbia no hay na’, pana. Nos ponemos ahí en el patio y cualquiera cree que estamos locos”. Su carcajada llena la habitación, que también es living y cocina.
Otros aires.
El Ministerio de Vivienda es el organismo encargado de financiar en su totalidad la construcción del nuevo complejo, aunque el proyecto también cuenta con la participación de los técnicos de la División Tierras y Viviendas de la Intendencia de Montevideo. Según el director del PIAI, se prevé construir 36 viviendas individuales, dado que el número de edificaciones se pensó en función de la cantidad de familias que habitaban el lugar en el momento en que se cerró la negociación con la empresa constructora Ebital S.A., avanzado el año pasado. “Desde entonces, muchas familias han encontrado por su cuenta diferentes soluciones habitacionales”, indicó Rodríguez.
El proyecto de realojo trasciende la etapa de obra, debido a que no es un proceso habitual dentro del programa de mejoramiento de barrios, agregó. Si bien esperan que el proceso de construcción dure alrededor de nueve meses —de febrero a octubre— existen otros factores que las autoridades toman en cuenta para la integración de las familias. En ese sentido, una vez que avancen las obras, buscarán que los nuevos habitantes colaboren en la construcción de los patios y espacios públicos próximos. Esto responde a una cuestión de “involucramiento con el proyecto”, ya que, según Rodríguez, es una forma de desarrollar el sentido de pertenencia al barrio.
También se proyectan a partir de julio diferentes obras de vialidad en la zona, optimizar el alumbrado y modificar el recorrido de los ómnibus con el fin de mejorar todo el entorno. Pero para que el proyecto de inicio se concrete, falta aún que la comuna envíe los datos relativos a los niveles de calle, de forma que la Agencia Nacional de Vivienda pueda levantar la observación previa y así aprobar la construcción. “Igual, nunca nos comprometimos a fechas precisas. Las obras estaban previstas para después de la licencia de la construcción, aunque luego todo se atrasó”, explicó Rodríguez.
La Intendencia ya maneja dos posibles proyectos para desarrollar en el espacio vacío que dejará el realojo de La Quinta, ubicado en terreno municipal. Uno de ellos es la construcción de cooperativas de vivienda, y el segundo la creación de un espacio público transitorio, de manera de reservar ese territorio urbanizado para otro destino. “No vamos a dejar que se vuelva a ocupar ese predio”, enfatizó el funcionario.
Todo atado.
La alcaldesa Nedov, quien lleva ocho años al frente del municipio D —reelecta hasta 2020— sostiene que la mayoría de los habitantes del asentamiento La Quinta tiene trabajos formales: “Dentro de la precariedad, son prolijos”. Según la jerarca, la convivencia en el lugar es “bastante tranquila”, aunque señala que desde que se instalaron sobre la calle Almeida Pintos, en 2016, debieron colocar un alambrado alrededor de todo el predio, que cubre un tercio de toda la manzana, para evitar los constantes robos.
El asentamiento también da cobijo a una gran cantidad de niños, razón por la que trabajadores sociales del equipo de la intendencia coordinan con la red de centros Caif, de forma de ayudar a la inserción de los menores, por ejemplo, para que pudieran asistir a la escuela pública del barrio, la Nº 178 Martin Luther King, ubicada sobre la calle Gustavo Volpe de Unidad Casavalle.
“Tenemos chiquilines dominicanos que ingresaron el año pasado. Y si bien el porcentaje de inmigrantes es muy bajo, la adaptación ha sido muy buena con los compañeros”, dijo a Búsqueda la directora de la escuela, Shirley Young. Igualmente, la maestra señaló que “hubo que ajustarles el grado” ya que varios niños presentaban cierto rezago en los aprendizajes.
Para el director del PIAI, la inserción de la comunidad dominicana en el barrio ha sido “buena” y no se han registrado problemas graves. Esto es producto de un trabajo en conjunto con la comisión barrial de La Quinta y la dirección de cooperativas cercanas, por el que se promueve el intercambio para una adaptación aceptable. “Cuando se hace una relocalización de este tipo, se analizan los componentes de la población. Está todo muy atado: en una familia viviendo hacinada, puede haber potencialmente violencia familiar o abuso sexual. Por lo que a través de la políticas públicas de vivienda se intenta abordar este tipo de circunstancias complejas, aunque no siempre se puede atajar todo”, concedió Rodríguez.
Por eso, la Intendencia resolvió en este quinquenio no hacer más relocalizaciones poblacionales mayores a 50 familias, con el objetivo de evitar las grandes concentraciones de personas alojadas en un mismo sitio. “Es necesario integrar a la ciudad a la gente para que sea lo más diversa posible, porque si no se dan situaciones complicadas”, cerró el director comunal.
El “no te metás”.
La Quinta tiene códigos no escritos, pero conocidos por los vecinos. Uno es que si hay líos, peleas o tiros entre delincuentes o bandas criminales del barrio, nadie llama a la policía, por las represalias. Gente precavida, sabe dónde está cada boca de pasta base y que si habla igual es tapa de diario o, con suerte, carne de hospital. Es el consabido código del “no te metás”: “Mientras no me toquen no hablo, hago lo posible por no involucrar a la policía, y vivo tranquilo”, comenta un vecino del barrio.
En cambio, continuó, “los dominicanos tienen otros códigos. Es costumbre de ellos que si se sienten inseguros o escuchan algo raro, enseguida llaman a la policía. Y este barrio es peligrosísimo para ese modo de vida. Porque si estás constantemente llamando a la cana, te tienen como alcahuete, y luego te la dan”. Y se queja: “Acá por cualquier problema de convivencia viene la policía, mientras allá arriba (por Casavalle, Los Palomares) se pasan tiroteando. Eso es injusto”.
En la esquina del asentamiento, Eulogio Mora da charla a la alcaldesa y se confiesa arrepentido de haberse quedado en La Quinta, cansado de esperar por el avance del barrio, que considera esencial contra la inseguridad, porque “el delincuente busca la zona despoblada”. Nedov afirma que tampoco hay que amontonar a la gente porque así solo se reproduce el hacinamiento, como en Los Palomares, y tranquiliza a los vecinos: según la Intendencia, ya están para salir las obras. Mora, escéptico, replica que no ve un ladrillo. Entonces, la alcaldesa insta a los vecinos a unir esfuerzos “como cooperativa” para movilizarse por sus viviendas. Asienten en silencio; ladra un perro. Nedov se despide. “Venga más seguido alcaldesa”, suelta Mora, guiña un ojo. Ella dice que bien saben que vive atenta al barrio, y que allí todos tienen su número.