El caminito de la cruz

El caminito de la cruz

escribe Fernando Santullo

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Nº 2228 - 8 al 14 de Junio de 2023

En 1972 mis padres compraron un terreno en lo que iba a ser años más tarde el balneario San Francisco, entre Punta Fría y Punta Colorada. En aquel entonces el lugar tenía nombre pero no casas, a los sumo habría tres o cuatro. La inmensa mayoría de los terrenos estaban cubiertos por pinos que empezaban a crecer y por extensos y tupidos matorrales de espina de la cruz. En ese terreno, ayudados por la familia y un par de amigos, mis padres se pusieron a construir una casita que por alguna extraña razón siempre han llamado “el rancho”.

Así, en algún momento del verano de 1974, cuando ya estaban levantadas las paredes y se colocó el techo, mi abuelo decidió emprender un proyecto viario para no aburrirse en aquellas vacaciones de sol arrasador y calor inmisericorde. Con la ayuda de mi padre, armados de una zapa y un machete, se lanzaron a abrir un camino entre el límite del terreno a la altura de la puerta del rancho y la esquina de la rambla, atravesando el punto más espeso del matorral de espinas de la cruz. Mi abuelo había decidido que los 120 metros que nos separaban de las olas eran demasiados y por eso se propuso dejarlos en unos 60.

Al cabo de unos días el sendero quedó pronto: suelo de arena, un metro y medio de ancho, más o menos, paredes altas de matorral y espinas. Ahora era posible ir a la playa directo, al módico precio de tener que esquivar algún lagarto y, con más precauciones, algún escorpión. Tan orgulloso de su obra estaba mi abuelo que decidió bautizar su recién fundada vía y le puso un cartelito de madera con forma de flecha que decía “Caminito de la cruz”. Lamentablemente, no nos dio tiempo de disfrutar mucho del camino porque en 1976 junto con mi familia nos exiliamos en México. El “Caminito de la cruz” y su cartel quedaron abandonados por unos años hasta que regresamos, a mitad de los 80.

Para cuando volvimos había pasado algo interesante: el balneario había crecido, había muchas más casas y vecinos, y aunque mi abuelo no había estado ahí para darle mantenimiento, el caminito se había convertido en una relativamente popular cortada para bajar a la playa desde el interior del balneario. Pronto empezó a ser incómodo estar comiendo abajo de los pinos y tener un trasiego constante de gente en el terreno. Gente que, es justo decirlo, por lo general decía “buen provecho” antes de internarse en la maleza. Al final, cansado de devolver saludos, alguien de mi familia sacó el cartelito, puso un par de piedras grandes en la entrada y dio por cancelada la vía. Hoy no queda la menor señal de aquella pequeña pero importante obra en esa manzana de San Francisco. Nuestra casa está rodeada de otras casas y hay que caminar sí o sí los 120 metros para llegar a la playa.

¿Por qué cuento está historia ínfima? Porque resume bien cómo lo que puede parecer poco relevante o puede resultar demasiado personal para terceros es parte inseparable de eso que llamamos memoria. Y muestra cómo esa memoria es, antes que nada, un ejercicio individual: nadie puede decirme qué debe ser relevante o no en mi memoria. Y nadie puede decirme que mi memoria está equivocada, a menos que un dato contrastado la niegue. Pero incluso así ese dato sería parte de la realidad y el error seguiría siendo parte de mi memoria.

Precisamente, como creo que la memoria es antes que nada un ejercicio personal, es que tiendo a desconfiar del sentido de eso que se llama “memoria colectiva”. La memoria, para serlo, incluye toda clase de sesgos y “errores” connaturales al proceso de recordar. Y es difícil poner gente de acuerdo detrás de lo que está inevitablemente imbricado con el sesgo. Creo en cambio en la importancia de la historia como disciplina científica que nos acerca a los hechos del pasado, usando toda la documentación y testimonios disponibles a nuestro alcance, como herramientas para reconstruir esas trayectorias que nos trajeron hasta acá y como “guía” sobre qué cosas no conviene volver a hacer. La tarea del historiador será, precisamente, dilucidar cuáles de esos documentos y testimonios son más confiables, al contrastarlos con otros, para lograr esas dos cosas.

No estoy diciendo nada nuevo, lo sé. Pero en tiempos en que todo lo sólido hace rato que se volvió líquido, nunca está de más recordar el valor de los métodos de la ciencia para acercarnos a la verdad. No todo son emociones o recuerdos personales. El cartelito del caminito de la cruz podría no haber tenido forma de flecha, por ejemplo. La cantidad de gente que usó el caminito siempre será material discutible, porque no existe un dato al respecto. Por eso es bueno apuntar que no es lo mismo historia que memoria. Y que cuanto más colectiva queremos que sea esa memoria menos se la puede construir en exclusiva con base en testimonios personales o en recuerdos como la historia del caminito. Testimonios y recuerdos son esenciales, claro, pero ni de cerca agotan el problema.

Asunto distinto, entiendo, debe ser la perspectiva del historiador. Que, si bien se nutre de los mismos materiales, pone distintos énfasis en la construcción de su objeto. La “verdad” del historiador no será un intento de hacer “justicia” con el material obtenido, de restituir algo que se perdió antes, será instalarse en el punto exacto del llano en donde lo deja la información disponible. Por supuesto, el historiador siempre une los puntos con líneas. Pero esas líneas no pueden ser puramente ideológicas o estar sometidas a un proyecto político previo porque, en cuanto haga eso, dejará de ser historiador.

Un ejemplo cercano y que considero valioso en ese sentido es el del historiador Jorge Chagas, autor de varios libros, entre ellos, una muy buena biografía de Jorge Pacheco Areco. Tan interesante como sus libros es la tarea de divulgación que Chagas realiza en redes sociales, en donde, a medida que va investigando, cotejando documentos, libros y entrevistas, va publicando textos que desmantelan varios de los tópicos más asentados de nuestra “mítica política reciente” (lo pongo entre comillas porque como concepto es un invento mío). Gracias a esas publicaciones, dependiendo de lo que escriba, Chagas (que jamás esconde tener preferencias políticas de izquierda) es acusado con alternancia de “facho” o de “bolche”. Nada de esto parece preocupar al historiador, que escribe siempre desde el punto exacto en donde lo deja la información que reúne y coteja, moleste eso a quien moleste.

Así como la memoria puede ser engañosa, la historia debe hacer lo posible (tiene herramientas para ello) por no serlo, para que también las historias con minúscula, incluso las completamente ínfimas como la del caminito de la cruz, sean parte de nuestra Historia, con mayúscula. Para ello se necesitan datos, documentos, testimonios y, claro, método, para saber dónde estuvo ese caminito, si sirvió para algo, si conviene volver a trazarlo o si nos conviene pensar en mejores vías para llegar a donde queremos ir. Teniendo claro, eso sí, que sea cual sea el camino que elijamos, siempre tendrá espinas que habrá que quitar del medio.