Nº 2216 - 9 al 15 de Marzo de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace unos días me encontré en las redes con una viñeta que me pareció muy graciosa. Eran cuatro cuadritos. En el primero, aparecen dos personajes y uno de ellos dice: “Estoy indignado”. En el segundo, el otro personaje muestra un cuadernito que tiene en la mano y dice: “Acá tengo una solución”. En el tercero, el primer personaje quema el cuadernito con un encendedor mientras dice: “No quiero una solución”. En el último cuadrito, ese mismo personaje concluye: “Quiero estar indignado”.
Lo publiqué en Twitter bajo el texto “El presente”, entendiéndolo como un resumen irónico de lo que viene siendo la charla política actual, por lo menos de la que resulta visible en público: importa mucho más demostrar la indignación personal ante cualquier asunto que pensar y trabajar en torno a una posible solución para el mismo. La discusión sobre nuestra vida en común ya no pasa por el debate entre distintas posiciones ideológicas, sino por elevarse en un pedestal moral desde el cual lanzar invectivas que dejen claro que somos mejores que el resto y que estamos indignados, desentendiéndonos de la búsqueda de arreglos y acuerdos. La plaza pública como espacio de superioridad moral y nada más. ¿Cómo es que llegamos a eso y qué impactos ya tiene y puede llegar a tener sobre la política del mundo real?
En una entrevista que le hicieron hace unos días en el programa periodístico matutino Desayunos informales, el politólogo Diego Luján señalaba al respecto que, dado que los márgenes de acción sobre las políticas redistributivas son más acotados y que en los hechos no existen grandes diferencias entre los distintos proyectos económicos que esgrimen los distintos partidos, la política se ha ido volcando hacia los temas de valor, hacia los asuntos identitarios. “Ahora se discute sobre quiénes son buenos y quiénes son malos. Y la verdad eso es una pésima noticia para la calidad de la disputa política”, decía Luján en la entrevista. Y agregaba, pesimista, “sistémicamente, si no cambia nada, vamos hacia allí, hacia Argentina”. Hacia la imposibilidad de siquiera mirarse a los ojos entre quienes piensan distinto, agrego yo. Incluso cuando esos distintos no hacen nada demasiado diferente en los temas estructurales cuando son gobierno. “Lo que paga electoralmente es la diferenciación personal”, concluía Luján y agregaba que mientras eso funcione en términos de votos, los políticos tienen todos los incentivos para seguir en esa ruta moralizante que muchos de ellos ya navegan cuando surcan las redes.
Como casi siempre (aunque a veces no lo parezca), los políticos se comportan como un agente racional: hacen aquello que creen los beneficia. Y leyendo el tono delirante y violento de las militancias en las redes, parece que cada vez más políticos se encuentran bien alineados (y alienados) con esa radicalidad moralizante: nosotros somos mejores que ellos y punto. Las veces que se intenta explicar esa superioridad moral, la cosa resulta hasta un poco peor: ellos robaron más, ellos rompieron más, ellos demostraron ser aún más malos. La estrategia hace rato que no pasa por proponer algo para ganarse el voto del ciudadano, sino por demostrar, desde el mismo pedestal que ya compró una parte importante de la ciudadanía, que los otros son peores. Es la vieja consigna de votar al “menos malo”, ahora redactada en clave de superioridad moral.
Y la apuesta parece estar saliéndole bien a esos políticos tuiteros. Desde que las redes se constituyeron en esa ágora global que se usa para masajear el ego de sus usuarios, la discusión se ha desplazado de las ideas programáticas a los ataques personales. Y dado que ya no se discuten ni ideas ni programas, el centro de la política termina siendo la exhibición narcisista de la virtud propia. Como el personaje de la viñeta, parece que lo ideal es no buscar soluciones para así poder seguir mostrando cuán profunda y extrema es nuestra indignación.
El efecto colateral de esto es, obviamente, la imposibilidad de reconocer los cambios cuando estos se producen. En ese sentido, el actual activismo de redes es simplemente la negación de todo lo logrado hasta hoy. No importa si de 10 obtuvimos cinco o seis, lo único que cuenta como motor de la acción política es gritar furiosos que no tenemos 10. Y que la culpa de eso la tienen los inmorales de la vereda de enfrente. Cuanto más radical y apocalíptico se presente el panorama, más virtuoso resultará el grito descalificador. Y en eso, como ya se señaló, vienen coincidiendo una parte no pequeña de la ciudadanía y eso que podemos llamar “políticos de Twitter”.
Este no es un problema exclusivo de Uruguay. Al revés, en Uruguay aún funcionan los mimbres que permiten que al terminar un programa televisivo de debate entre las distintas visiones políticas existentes, los protagonistas se puedan saludar amablemente y hasta compartir unas sonrisas. Aunque, como es de esperar, para los que están parados en el furioso pedestal eso no sería una muestra de republicanismo, sino una clara señal de lo inmorales que son esos “tibios” que se dignan a charlar con los que no piensan como ellos, en lugar de insultarlos o agredirlos. El republicanismo no es visto como una virtud sino como un problema, como una concesión a una “tibieza” que conviene erradicar.
Dado que no hay un Artigas que nos pueda convocar en un éxodo masivo con posibilidades de éxito (aunque Uruguay nunca ha dejado de ser un notorio expulsor de uruguayos), sería razonable aceptar que todos, los del bando A y los del bando B, vamos a seguir viviendo en el mismo territorio durante un tiempo largo e indeterminado. Y que por eso el único camino para resolver los diferendos de forma pacífica y civilizada (uy, sí, qué tibio es decir pacífico y civilizado) es reconocer que es absolutamente falso que las virtudes morales se concentren en solo una de las opciones políticas existentes. Y que por pura casualidad resulta ser la que yo propongo desde mi pedestal de virtud.
En definitiva, que es un retroceso importante (y alarmante) dejar de pensar la política como un proyecto colectivo, con distintas miradas sobre lo que es bueno y malo para la sociedad, articuladas por los distintos partidos, y pasar a considerarla una arena de combate moral en donde todos son inmorales, menos los míos y yo. Esa mirada, narcisista y autoindulgente, puede resultar un lindo masaje para el ego del gritón (y su correlato partidario, el político que tuitea disparates desde el Parlamento), pero es perfectamente inútil para una democracia que debería ser capaz de valorar logros y avances, incluso cuando no provienen de las filas propias. De lo contrario, como el personaje de la viñeta del comienzo, nos limitaremos a quemar el cuadernito de las posibles soluciones, en aras de exhibir nuestra supuesta virtud, encaramados en nuestro inaccesible pedestal moral.