N° 1946 - 30 de Noviembre al 06 de Diciembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáNo parece haber duda de que la mayor distinción intelectual que tuvo en vida el teólogo jansenista Antoine Arnauld fue la de haber sido incluido en la lista de los prestigiosos pensadores a los que se les encomendó la misión de estudiar y objetar las Meditaciones metafísicas, de Descartes. El padre Marin Mersenne, que fue amigo y corresponsal habitual del filósofo, recibió el encarecido trabajo de enviar el manuscrito del libro a las personas que juzgara “las más capaces, las menos preocupadas por los errores de la Escolástica, las menos interesadas en mantenerlos, en fin, las personas de bien, sobre las que reconocería que la verdad y la gloria de Dios tendrían más fuerza que la envidia y los celos”. De este modo Descartes esperaba debilitar posibles descalificaciones institucionales sobre el proyecto, pues lo único que pretendía era que se tratara con sus ideas, con su aporte. En el Prefacio de las Meditaciones… el autor se dirige a los decanos y doctores de la Sorbona y les anuncia que al concluir el discurso del libro contestará “a las objeciones que me han sido hechas por personas de talento y cultura que han leído mi obra antes de imprimirse”. Esas destacadísimas personas fueron, entre otras, el gran matemático y astrónomo Pierre Gassendi, el propio Mersenne, llamado el Secretario del Saber por sus dilatados conocimientos en matemáticas y física y su famosa teoría del sonido, y Thomas Hobbes, uno de los indiscutidos padres de la filosofía política. En la lista está precisamente Arnauld, el más joven de los requeridos.
Las objeciones de Arnauld, clasificadas como Objeciones Cuartas, siguen a las Terceras de Hobbes y preceden a las de Gassendi, y están formuladas bajo la forma de carta a Mersenne, a quien amablemente comienza por reprocharle: “Considero un señalado beneficio el haberme sido comunicadas, por mediación vuestra, las Meditaciones del señor Descartes; pero, como conocías su precio, me las has vendido muy caras, pues no quisiste hacerme partícipe de obra tan excelente sin que antes yo me comprometiese a darte mi parecer sobre ella. Condición esta en la que nunca hubiera consentido, si el deseo de conocer cosas hermosas no fuese en mí tan vivo”. Enseguida pasa a la operación crítica y separa su exposición en tres temas: de la naturaleza del espíritu humano; de Dios; de las cosas que pueden detener a los teólogos.
Descartes, que respondió al borde de la descortesía las observaciones de Gassendi y con irritada impaciencia especialmente las de Hobbes, quedó impresionado por la exactitud analítica de Arnauld; celebró su delicadeza, su precisión, su modo elegante de expresar las sólidas diferencias que plantea; y no disimula su admiración, le dice a Mersenne: “Habría sido difícil desear un examinador de mis escritos más clarividente y amable que aquel cuyas notas me has enviado; pues me trata con tanta suavidad y cortesía, que me doy cuenta de que no ha sido su propósito decir nada en contra mía, ni contra mis afirmaciones. Y, sin embargo, ha examinado con tanto celo lo que ha combatido, que tengo razones para creer que nada ha escapado a su atención. Insiste, además, con tanta viveza en los puntos no merecedores de su aprobación, que no debo temer la sospecha de que, por amabilidad, haya ocultado alguna cosa. Por ello es menor el cuidado que me ocasionan sus objeciones, que la alegría de saber que en nada más se opone a mi escrito”.
Leibniz va a relativizar más tarde este acercamiento de Descartes. En una carta que Saint-Beuve cita nos enteramos de que Leibniz opinaba con bastante veneno y sin una apoyatura medianamente objetiva, que en las muchas condescendencias y en el cálido trato que la difícil persona que supo ser Descartes le prestó a Arnauld había algo deliberado, no únicamente asombro y reconocimiento: “Creo que el señor Descartes regula su manera de tratar a las personas honesta u orgullosamente, según las máximas de una cierta política: insultó a Fermat, a Hobbes, a Gassendi y a cualquiera que haya osado con civilidad y buena educación oponer otras ideas que las suyas en el análisis de sus textos; pero a Arnauld lo trata con mucha honradez, porque vio que no había competencia entre ellos y que de algún modo coincidían en querer tener buena distancia respecto de los doctores vulgares de la Escolástica, y sobre todo contra los jesuitas, con los que Descartes planeaba entrar en guerra”.
No parece decente la especie de Leibniz, habla más de él que de los actores del drama entre cuyos actores no se cuenta.