Nº 2167 - 24 al 30 de Marzo de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn un tuit publicado hace un par de días la escritora y columnista de esta casa Mercedes Rosende hacía la siguiente pregunta/reflexión: “¿No hay manera de recuperar un lenguaje amable de la discrepancia? Sin perder firmeza, aceptar que el otro piensa diferente y que posiblemente nuestra actitud lo haga radicalizarse, meterse en una trinchera cada vez más profunda”. Y luego desarrollaba su idea en otro tuit: “La eficacia se mide en clicks o en likes. Las redes sociales han ayudado a esa vulgarización, a la pérdida de sus elementos más nobles. Se persigue el impacto y la adhesión”.
Coincidiendo plenamente con su diagnóstico, creo que la peor parte del problema no es tanto que la gente en general busque la aprobación de “los suyos” en las redes por la vía de desparramar insultos sobre quienes considera “los otros”. Lo peor es cuando esos tics de red, que son resultado de una comunicación en donde el intercambio pese a no ser nunca cara a cara es esencialmente emocional, pasan a ser moneda corriente entre nuestros representantes. Esto es, cuando el barrabravismo de redes se extiende a los métodos de comunicación habituales entre los políticos. O desde los políticos hacia la ciudadanía.
Lamentablemente de esto último, ejemplos sobran. Esta misma semana la senadora Graciela Bianchi la emprendió con el filósofo y docente Pablo Romero, acusándolo poco menos que de traidor porque Romero expuso, en un hilo perfectamente razonado, los motivos por los que votaba Sí a la derogación de los 135 artículos de la LUC. Incluso no compartiendo sus razones, era inobjetable la seriedad con que el filósofo exponía sus argumentos. Esa seriedad y una evidente intención constructiva y de diálogo son visibles además en cada una de las intervenciones públicas de Romero, quien, ¡sorpresa!, es asesor de la ANEP en este gobierno.
Sin embargo, creo que lo peor del ataque de la senadora no era la acusación de que Romero usaba políticamente la agresión sufrida por su hijo hace unas semanas en Punta del Este. Bueno, sí, eso era lo peor desde una perspectiva humana, pura miseria que, además, no se condice para nada con los hechos. Sin embargo, me interesa más el otro “argumento” de Bianchi: que Romero aprovechaba su popularidad, la de Bianchi, para difundir sus ideas. Cual adolescente midiendo likes y clicks, tal como señalaba Rosende, una senadora de la República le recordaba al docente que él tiene menos seguidores que ella y que, por lo tanto, no merece tenerla como interlocutora.
Por supuesto, la senadora Bianchi no es la única política que apuesta por una democracia confrontativa en vez de por una democracia deliberativa. Si acaso, e imagino que esto la va a poner contenta, es la más popular en dicha tarea. Pero es un hecho que no faltan representantes de todos los partidos que caigan con frecuencia en la trampa de apelar a la emoción destructiva antes que a la deliberación. Y que para ello no duden en ponerse a rezongar o incluso intentar amedrentar a ciudadanos random en las redes. Por cierto, esto de exponer ciudadanos con nombre y apellido a la áspera intemperie del leviatán gubernamental no es una novedad: en la anterior administración del Frente Amplio más de una vez se usó la página de Presidencia de la República para escrachar a algún ciudadano incómodo para el gobierno. La novedad en todo caso es que en estos tiempos son representantes con nombre y apellido los que bajan a un barro que, si fueran serios en su tarea, debería verse reducido a su mínima expresión.
Ahora, la pregunta que deberíamos hacernos es: ¿por qué? ¿Por qué los políticos encuentran útil esa forma de hacer política, confrontando y destruyendo puentes en lugar de buscarlos y desarrollarlos? Porque el sueldo que cobran (y esto lo deberían recordar todos y cada uno de los políticos de este país, no importa de qué partido sean) lo pagan todos los ciudadanos, no solo aquellos que los votaron. Entonces, ¿por qué nuestros representantes parecen a veces empeñados en demostrar que la democracia representativa es una mala solución? ¿Por qué juegan al juego de la violencia en las redes, como si fueran adolescentes ansiosos por llamar la atención y no representantes de la voluntad popular?
En una entrevista muy reciente, el filosofo español Manuel Arias Maldonado ofrecía algunas pistas al respecto: “La aceleración de la vida política es una mala noticia porque encaja difícilmente con la deliberación y asimilación de los problemas a los que una colectividad se enfrenta; es, no obstante, un fenómeno seguramente inevitable, a la vista de la general aceleración de la vida social y tras la digitalización del espacio público”. Es decir, los políticos juegan al juego de la agresión en redes porque funciona, porque a cierta parte no menor de la ciudadanía le parece no solo aceptable sino incluso deseable esa forma de hacer política. Arias Maldonado complementa su idea señalando que en nuestras democracias competitivas “los partidos están cínicamente organizados alrededor del criterio de eficiencia electoral. Este último aspecto de la democracia liberal, la competición partidista, es a la vez problemático e insoluble: no podemos prescindir de los partidos, y los partidos no pueden ser de otra manera”.
En resumen, que en un mundo acelerado, donde nuestra vida común es cada vez menos reflexiva y en donde esa velocidad no deja tiempo para la deliberación, no es extraño que prosperen políticos hooligan como la senadora Bianchi. O como la diputada Melgar, parada en la vereda opuesta. De hecho, cualquiera que sea capaz de sacarse el balde partidario y mirar con un mínimo de honestidad intelectual no tendrá problemas en hacer la lista correspondiente a lo largo y ancho de todo el espectro político.
“Sucede que excitar las pasiones políticas, aprovechar los sesgos de los individuos o manipular sus sentimientos —reclamando su empatía o estimulando su resentimiento— es una forma de persuadirlos y movilizarlos que puede producir formidables réditos. Aquí es donde entra en juego ese rasgo de la democracia liberal al que me he referido antes, la competencia partidista, que empuja a los partidos —pero también a los movimientos sociales o los tuiteros estrella— a captar la atención del público a través del medio que sea más eficaz: sentimentalismo, ideologización, exageración, sentido de la pertenencia, odio intergrupal”, concluye Arias Maldonado.
Así que a pesar de lo que pueda parecer, el cinismo y el hooliganismo políticos existen porque resultan redituables y conectan eficientemente con una parte del electorado. Tampoco tienen nada de casual, al contrario, tienen un método perfectamente adaptado a esta nueva realidad veloz, emocional e irreflexiva, en donde todo se resume al impacto emocional que se obtiene entre los “seguidores”, que se expresan mayormente en términos de me gusta o no me gusta. En resumen, lo más lejano a la deliberación que se pueda imaginar.