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    El pie de Talleyrand

    Columnista de Búsqueda

    N° 1954 - 25 al 31 de Enero de 2018

    , regenerado3

    Nacer en un canasto como Moisés o en la ventura del río Tormes como el Lazarillo o tener la esquiva suerte de la niña Rebeca Sharp no son destinos tan ominosos como los que en la vida real se acostumbraba a fijar por parte de la mayoría de las muchas familias de hace apenas un siglo y medio o dos. Sabemos que la buena infancia de Tom Jones no es producto de la voluntad de sus padres, sino del ocasional tutor que supo despertar en el niño el fuego de la realización personal y de la dignidad placentera a cualquier costo; los muchachitos de Dickens de un modo análogo, pero en clave patética, repiten la rutina y se abren camino en medio de indiferencias y crueldades.

    La infancia del obispo Charles Maurice de Talleyrand no desluce en dolor, en ausencias, en soledad a las que la literatura de su tiempo consiguió inmortalizar. En su libro de Memorias (Editorial Desván de Hanta, que distribuye Gussi) el más célebre diplomático de todos los tiempos desgrana selectivamente algunas impresiones de esos primeros años en los que la luz del sol apenas consiguió iluminar su paso por este mundo: “Mi padre tenía los mismos principios que su madre con respecto a la educación de una familia fijada en la corte. Por ello la mía fue un poco abandonada al azar: no era por indiferencia, sino por una disposición de espíritu en virtud de la cual había que hacer y ser lo que todo el mundo”. La traducción felizmente no consigue traicionar la ironía que encierra esa pobre razón que ensaya para disimular el terrible designio de consentir que se estime a un hijo como parte de un patrimonio cuya administración ha de ser delegada en otros, sin necesidad de mayor explicación o gesto que ponga en el corazón del inocente algún viso de certeza afectiva, de calor, de cercanía sentimental. Ya en la última senectud, que es cuando dicta esta preciosa y seguramente en parte desviada colección de recuerdos, Talleyrand, a quien presumimos curado de famosos egoísmos y de resentimientos implacables, nos hace saber su lastimosa disculpa de la desdeñosa actitud de sus lejanos progenitores: “Demasiados cuidados hubieran parecido pedantería; un exceso de ternura hubiera sido considerado como algo nuevo y por tanto ridículo”.

    Esa distancia entre el pecho materno y el destino del niño no podía pasar sin consecuencias. Y en la vida de este personaje terminará teniendo razón Virgilio cuando nos enseñaba que “el destino abre sus propias sendas”; porque en verdad no hay hechos menores ni sin consecuencias: todo lo que nos ocurre engendra una parte grande o pequeña de porvenir; la red de las causas y de los efectos atrapa sin ceremonia y sin piedad a todos los que hemos cometido la imprudencia de haber nacido bajo este cielo las más de las veces inclemente y silencioso. Y lo que le ocurrió al niño lo pagó el adulto bajo la forma de hándicap, de mancha, pero también de recurso y excusa, de instrumento para la confusión deliberada, para el juego, para la manipulación genial: nunca una dificultad física fue tan rentable para los apetitos personales y para los intereses de un Estado como la cojera para Talleyrand. “No había llegado todavía la moda de los cuidados paternales: por ello fui abandonado durante unos años en un arrabal de París, donde permanecía aún a los cuatro años. A esta edad la mujer en cuya casa estaba a pensión me dejó caer desde lo alto de una cómoda y me disloqué un pie. Silenció ella durante varios meses el accidente, del que se dieron cuenta cuando vinieron a buscarme para llevarme a Perigord, a casa de la señora de Chalais, mi abuela, que me había mandado llamar. Aunque la señora de Chalais era en realidad mi bisabuela, porque este nombre me acercaba más a ella. El accidente que había sufrido era ya demasiado antiguo para que pudiera curárseme; el otro pie, que durante el tiempo de mis primeros dolores había tenido que soportar todo el peso de mi cuerpo, se había debilitado, y yo quedé cojo. Este accidente ha influido sobre el resto de mi vida: él fue el que, persuadiendo a mis padres de que no podía ser militar, o por lo menos serlo sin inconvenientes, los inclinó a encaminarme a otra profesión. Aquello les pareció más favorable para el progreso de la familia. Porque en las grandes casas se estimaba mucho más a la familia que los individuos, y sobre todo que los individuos jóvenes, a quienes apenas se conocía. No me gusta extenderme sobre este punto… y lo dejo estar”.

    Con esa discontinuidad caminó heroica y vilmente por la historia y los salones.