En nombre de un futuro mejor

En nombre de un futuro mejor

escribe Fernando Santullo

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Nº 2187 - 18 al 24 de Agosto de 2022

El atentado contra el escritor Salman Rushdie volvió a poner en primera fila un asunto al que, de maneras menos violentas que una puñalada en el cuello, nos venimos acostumbrando. Iba a escribir aceptando pero creo que si lo estuviéramos aceptando, esta columna carecería de sentido. Así que me quedo con acostumbrando. Rushdie, escritor y ensayista británico-estadounidense de origen indio, publicó hace más de tres décadas Los versos satánicos, novela que le valió la fatwa del ayatola Ruhollah Jomeiní, líder de la revolución de los ayatolas que en 1979 derrocó a Mohammad Reza Palevi, sha de Irán. En aquel lejano 1988, Jomeini llamó a todos los musulmanes a buscar a Rushdie y matarlo “en cualquier lugar del mundo”.

¿Cuál fue el pecado mortal de Rushdie? Hacer una obra de ficción que ofendió (no importa si queriendo o sin querer) a los fundamentalistas islámicos. Algo parecido a lo que ocurriría décadas más tarde cuando en 2011 la revista satírica francesa Charlie Hebdó publicó una caricatura del profeta Mahoma en su portada. Así, en enero de 2015 dos terroristas entraron en la redacción de la revista y ametrallaron a 12 personas, entre ellos, ocho periodistas. Para desgracia de Rushdie, Jomeini falleció en 1989, dejando su condena de muerte activa para toda la vida del escritor. El largo brazo del fundamentalismo desquiciado finalmente alcanzó al escritor la semana pasada y, aunque sobrevivió al ataque, se prevé que su recuperación sea larga y compleja.

Si bien los métodos del fundamentalismo islámico se encuentran entre los más expeditivos y extremos, los islamistas no son ni de cerca los únicos que andan preocupados por eliminar a quienes no les gustan o a quienes los ofenden con su obra. La cultura de la cancelación, esa que sus cultores más radicales dicen que no existe, viene dando resultados no tan sangrientos pero igual de efectivos. Basta con ver el caso de la escritora J.K. Rowling, quien por atreverse a recordar la obviedad de que existen los sexos biológicos (un hecho del que no se desprende ninguna disposición normativa) fue cancelada incluso por los jóvenes actores que se han vuelto famosos protagonizando las películas basadas en su Harry Potter.

Se dirá que una cosa es cancelar a una escritora y otra, muy distinta, apuñalarla y es verdad. Sin embargo, la compuerta que se abre cuando se hace una cosa y la otra es parte de la misma narrativa: se elimina aquello que nos ofende, sin discusión ni posibilidad de intercambio racional al respecto. Lo que cambia no es tanto el “argumento” (que no es un argumento sino un acto de fe) con que se decide borrar del mapa a quien ofende sino el nivel de violencia del borrado. Y esta diferencia en el nivel de violencia del borrado se debe (aunque quizá nuestros canceladores no lo sepan) a que la cancelación es hija de la posmodernidad occidental, no de la premodernidad o la antimodernidad que anidan en la violencia extremista islámica. De hecho, la cancelación podría ser vista como el giro más reciente en la permanente autocrítica y revisión de ideas que caracteriza a Occidente desde la Ilustración. Un giro que en esta ocasión nos está dejando cada vez más cerca de la más inane premodernidad y cada vez más expuestos a las aguas furiosas que bajan una vez abierta la compuerta.

De hecho, esa mirada posmoderna que se declara inclusiva, tolerante y que al mismo tiempo suele ser furibunda con la religión católica no se comporta de igual manera cuando se trata de mirar el islam. Allí, recurriendo a un giro digno de un prestidigitador y ventrílocuo, declara que todos los horrores que vengan del islam se deben a los males creados por Occidente. En un enfoque profunda e inconscientemente eurocéntrico, colocan otra vez al hombre blanco occidental como motor de todo, aunque esta vez de manera negativa, negándoles a los musulmanes la posibilidad de tener sus propios demonios.

Conectando con esta tendencia a la “censura blanda” (blanda si se la compara con ametrallamientos o puñaladas) es que han proliferado en las editoriales los sensitivity readers, esto es, lectores contratados para detectar si algo en una novela puede ofender a alguien. Aunque formalmente no es obligatorio que pertenezcan a minorías, en los hechos suelen ser parte de alguna, ya que en la confusión ideológica reinante se afirma que solo quienes son miembros de tal o cual minoría pueden entender qué ofende a miembros de esa minoría en particular. Estos “censores blandos” tienen como objetivo detectar aquello que está “mal” en los libros y señalárselo a los editores para que los autores eliminen eso que está “mal”. Si en 1988 hubieran existido los sensitivity readers el libro de Rushdie jamás se habría editado.

Lo que sí había en 1988, aunque ya en sus últimos coletazos gracias a la perestroika y la glasnot, era la censura estatal a los autores que no se apegaban al credo oficial de los países socialistas. Y funcionaba con los mismos métodos, aunque sobre (algo) distintas coordenadas ideológicas. Y es justo ese método el que abre la famosa compuerta: cualquiera puede declararse ofendido, sea o no de una minoría (los musulmanes claramente no son una). Y una vez admitido que lo que ofende no debe existir, se procede a su eliminación a puñaladas, tiros o quemando libros. Esto último no es gratuito: un grupo de gente muy inclusiva y preocupada por las injusticias me invitó hace unas semanas a una quema pública de libros de autores que no les gustan, que les parecen peligrosos y por tanto cancelables. Uruguay 2022, no Alemania 1933.

En un muy buen artículo en defensa de Salman Rushdie y tras conectar el atentado con la cultura de la cancelación, la académica argentina Andrea Calamari apunta: “La petición cada vez más extendida de responsabilidad a los autores trae consigo otra concepción del lector: el lector niño. Ya no una figura o una función dentro del texto sino un sujeto de carne y hueso, el producto de una segmentación identitaria, un ente pasivo, una víctima potencial incapaz de manejar frustraciones, contradicciones y malentendidos. La Babel feliz ha estallado y cada uno debe moverse dentro de los límites de su espacio compartimentado. La infantilización de los lectores requiere de adultos responsables puestos al cuidado de los niños: los Estados, las religiones, los partidos, los colectivos, los voceros, los autores”.

Si miramos más allá del lector y pensamos en el ciudadano, vemos que en la medida en que el sujeto de la historia deja de ser el individuo adulto comienzan a proliferar sus voceros. Que pueden y suelen ser al mismo tiempo los censores que lo infantilizan. Por supuesto, los sensitivity readers no van a apuñalar a nadie. Lo que van a hacer en su lugar es eliminar de la ficción la posibilidad de la ofensa y, con ello, el sentido mismo de la creación artística. Que no es otro que la libertad de pensar e imaginar, incluso aquello que ofende a alguien. Admitiendo que no deja de ser una ventaja no terminar bajo el cuchillo de los censores, acostumbrarse a su existencia no deja de ser un retroceso que nos tira 250 años al pasado. En nombre de un futuro mejor, faltaría más.