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    Espíritus en el mundo material

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2234 - 20 al 26 de Julio de 2023

    En su monólogo de la entrega de los Premios Golden Globes de 2020, el comediante británico Ricky Gervais no dejó títere con cabeza. Les pegó a los actores que estaban allí, a la industria del cine en general, a la cultura del éxito y la visibilidad y, muy especialmente, a la cultura woke, usando como disparador el ingreso de Apple al mundo de la televisión. Gervais señaló que esa compañía, que había realizado una serie muy buena sobre la importancia de tener dignidad y hacer las cosas de manera correcta, era conocida en el mundo por tener talleres de trabajo ilegales en China. “Ustedes dicen que son woke pero miren para qué compañías trabajan, es increíble, Apple, Amazon, Disney. Estoy seguro de que, si ISIS anunciara una plataforma de contenidos, ustedes estarían llamando a sus agentes” cerraba, ácido, Gervais.

    Y es verdad, no deja de ser sorprendente la velocidad con que todas las multinacionales, desde Coca-Cola hasta Google, han asumido como parte de su marketing toda la cultura woke. Especialmente veloces si se compara esa asunción con la reticencia histórica que todas esas multinacionales han demostrado hacia las organizaciones de los trabajadores y la posibilidad de que los sindicatos logren mejores salarios. El trueque actual sería algo así como somos todos hermanos en la defensa del planeta, la diversidad y la integración siempre que aceptes el sueldo más o menos miserable que te ofrezco.

    En sentido estricto, no es nada nuevo. Desde que en los 90 el pensador marxista Fredric Jameson recordara que la posmodernidad había disuelto la “distancia crítica” que permitía cuestionar el statu quo y el poder, ha corrido mucha agua debajo del puente, tanta que se ha generado una suerte de nuevo “sentido común”, un caudal que va chocando cada vez más con las rocas que impone el mundo material. Y lo hace con la mejor de las intenciones: lograr que no existan discriminaciones ni violencias. Pero, se sabe, las buenas intenciones las carga el diablo.

    Hasta tal punto se ha producido ese giro en el “sentido común” que se viene legislando lo que se podría llamar “derecho de autor”, en donde se van generando toda clase de dispositivos legales específicos para restituir tal o cual desigualdad histórica, definida por una suerte de conjunción informal entre academia, organizaciones sociales y autoridades. Tal como hace Apple en el chiste de Gervais, esa conjunción viene haciendo la vista gorda cuando esas buenas intenciones colapsan contra el mundo real. Esto es, mirando para otro lado a la hora de medir de manera adecuada cuáles de esas nuevas sensibilidades, ahora convertidas en normas, contribuyen de verdad a solucionar aquello que dicen querer solucionar.

    Por poner un ejemplo que ya cuenta con una línea de tiempo bastante larga: el de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género que se aprobó en España en 2004. Mirando los datos de mujeres asesinadas por la violencia de género desde entonces, es difícil calibrar si la ley ha tenido el efecto previsto. Con picos de hasta 76 asesinatos por año, el promedio se encuentra en los 58 y no existe una tendencia sostenida a lo largo del tiempo que muestre una reducción. Por lo menos hasta donde dicen los números del Instituto Nacional de Estadística de España. Curiosamente, los asesinatos que se incluyen en la estadística son los cometidos por “el cónyuge, excónyuge, compañero sentimental, excompañero sentimental, novio o exnovio”. Digo curiosamente porque una de las cosas que afirma dicha ley en su exposición de motivos es que la violencia de género “se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo”, sin que sea necesario que medie un vínculo. Los números para medirla, sin embargo, hacen exactamente lo contrario.

    Algo que también apunta esa ley española es que la violencia de género “ya no es un ‘delito invisible’, sino que produce un rechazo colectivo y una evidente alarma social”. Y eso es verdad, una violencia que antes era romantizada y se diluía en expresiones aberrantes como “crimen pasional” es ahora vista como lo que es: algo inadmisible en una sociedad que se pretenda civilizada. El asunto es que, una vez que estamos de acuerdo en que algo es inadmisible, lo ideal es poder tasar si las medidas que venimos tomando para subsanar ese déficit están haciendo aquello para lo que fueron previstas. Los datos de los feminicidios en España desde la existencia de la “ley de violencia de género” no parecen ser concluyentes al respecto. Se trata de una violencia sobre la que existe un amplio acuerdo negativo en su contra y, sin embargo, las herramientas que estamos usando para combatirla no parecen estar dando un resultado excepcional.

    Lo que sí parece concluyente es que tras la idea de justicia en ese rubro (y en muchos otros) todos parecemos estar alineados, multinacionales incluidas. Uno tendría la intuición de que las multinacionales en realidad se suben al carro porque a) hacerlo tiene maravillosos efectos en términos de marketing, b) los coloca en el nivel superior de la nueva moralidad y “sentido común” imperantes, c) les sale infinitamente más barata una campaña de marketing que pagar salarios decentes y proporcionar buenas condiciones laborales a sus empleados alrededor del mundo. En definitiva, punto para las multinacionales que han conseguido alinearse con todo lo que se supone es bueno y ahora nos dictan, desde sus profusas publicidades, todo aquello contra lo que hay que levantarse y contra lo que hay que estar alerta. Como si fuera un concierto de Roger Waters y su pantalla gigante.

    Y eso es lo interesante: todo se dirime en el ámbito simbólico y cualquier intento de mirar las cosas en sus términos reales (“objetivos”, diría alguno) es visto como un gesto de conservadurismo. Preocuparse por las cosas materiales, como la biología, por ejemplo, es percibido como un corsé que impide que cada uno sea lo que le plazca. Como un ataque a la propia identidad, tal como fue previamente definida por esa conjunción informal de academia, organizaciones y autoridades.

    Ironizando sobre cómo habría presentado los Oscar en 2022 si lo hubieran invitado, Gervais escribió en Twitter: “Me enorgullece anunciar que este es el Oscar más diverso y progresista de la historia. Mirándolos, veo gente de todos los ámbitos de la vida. Todos los grupos demográficos bajo el sol. Excepto gente pobre, obviamente. Que se jodan”. Algo de ese “Que se jodan” resuena cuando, en vez de mirar los impactos de nuestras nuevas leyes en la vida material de las personas, nos concentramos en agitar banderas ideológicas y en culpar a la sociedad de ser como es y no ceder ante nuestro empeño. No es raro que a ese ejercicio de voluntarismo global se hayan plegado, fervorosas, multinacionales de todos los colores. Es mucho más fácil (y barato) sumarse a la lucha por ser espíritus en el mundo material que intentar modificar ese mundo material para que nos ofrezca un futuro a todos. Y es que por más que lo haya dicho Sting en una de sus mejores canciones, definitivamente, no somos espíritus en el mundo material.