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    Inventando el hilo negro

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2221 - 20 al 26 de Abril de 2023

    Uno de los signos de nuestro tiempo parece ser la tendencia a convocar a la gente a combatir por cosas que ya están, al menos en el terreno legal, saldadas desde hace años. Se propone luchar contra molinos de viento que hace décadas fueron demolidos y en cuyo sitio se ha levantado un nuevo edificio legal, que no es otra cosa que el resultado de esa batalla disputada antes. Esto tiene un efecto doble: por un lado, le da a la gente la posibilidad de salir triunfante en un debate con muchísima facilidad, ya que del otro lado del mostrador casi nunca hay nadie; por otro, permite que quien convoca a la pelea se anote como propio un poroto que en realidad lleva mucho tiempo plasmado en la ley.

    Esto, sin duda, no quiere decir que todo el mundo esté de acuerdo con la ley o que la ley automáticamente sea respetada de manera unánime. Pasa con cosas tan antiguas y aceptadas como el derecho a la propiedad privada o el derecho a la vida: que exista una prohibición legal explícita respecto al robo y el asesinato, que exista una sanción social y una penalización al respecto no impiden la existencia de ladrones y asesinos. Estar colectivamente en contra o a favor de algo no implica que toda la sociedad se encuentre alineada, como una colmena, detrás de ese algo.

    En todo caso, resulta reconfortante pelear batallas que ya fueron ganadas. ¿Por qué? Porque se arranca el partido ganando 2 a 0, parado desde la colina de quienes ya saben lo que es correcto. Y, esto es lo mejor, porque se debate con un hombre de paja que creamos especialmente para pararnos en esa colina de superioridad moral. Por ejemplo, en el debate público no hay nadie que defienda el asesinato o el robo a mano armada, salvo quizá algún expresidente amante de las armas cortas. O alguien que, salvo daneses y japoneses, crea que es una gran idea matar ballenas en forma industrial. Discutir entonces esos asuntos en términos de todo o nada, como si no existiera una condena social mayoritaria, es absurdo, aunque se convenza a la gente de estar haciendo algo moralmente valioso.

    Pelear batallas ya ganadas es un error más común cuando esas batallas fueron ganadas por alguna generación previa: nos levantamos en la mañana con la convicción de ser nosotros, los de nuestra generación, los que, por alguna gracia superior, nos dimos cuenta de que algo está mal y, a diferencia de todos los giles que se levantaron antes sin darse cuenta de nada, nos ponemos a pelear por vez primera. Entre otras muchas razones, por eso es importante el estudio de la historia: para no pelear siempre la misma batalla, para no vivir en la película El día de la marmota, donde todo se repite como así fuera la primera vez.

    Sobre esto, un ejemplo muy pequeño pero útil con el que me topé hace muy poco. El digital español, eldiario.es, publica un artículo titulado Patadas a la RAE: la oralidad impregna la nueva literatura. La nota es una entrevista a varias escritoras jóvenes y en ella se afirma que la RAE, de tan rancia, monárquica y centralista que es, ha impedido de mil maneras que la oralidad de las distintas regiones españolas se use en la literatura. Uno, mientras se pregunta en donde está acuartelado el ejército que la RAE tiene para imponer todo eso de manera tan rotunda, al mismo tiempo recuerda que la oralidad, los modismos, los localismos y toda clase de ismos que contradicen lo afirmado en la nota llevan muchísimo tiempo siendo escritos, publicados y leídos por todo el mundo.

    Una de las escritoras entrevistadas en esa nota es Andrea Abreu, de 28 años, quien declara: “En España se vive todavía muchísimo racismo con los acentos y las formas de hablar. No solo de Latinoamérica, sino de los propios del país. Parece que el único lenguaje que vale es el centralista, el de Madrid o Valladolid, el mal llamado lenguaje neutro”. Y agrega: “Creemos que el lenguaje es un tesoro inamovible. Perderle el respeto es lo mejor que puedes hacer. Entender que el tuyo no es el canónico”.

    Más allá de que el propio artículo pone como referencia de esa oralidad escrita el libro El miajón de los castúos de Luis Chamizo, publicado en 1921 (es decir, que la oralidad llevaría más de 100 años en la literatura publicada en España), tanto la redactora de la nota como Abreu no parecen tener mucha idea de cómo funciona la RAE ni de qué rol le da esta a la oralidad. Es decir, construyen un hombre de paja para vender mejor su producto y ganar su batalla, que se ganó hace décadas.

    Como señaló en un comentario de Facebook el también escritor Sergio del Molino: “Creer que la RAE (o que los lingüistas en general, pues a esa parte de la academia apunta) tiene algo en contra de la escritura inspirada en la oralidad o que intenta reflejar gráficamente las hablas y dialectos del castellano es ser más antiguo que el Espasa y no enterarse de qué va la vaina. Es no saber que la RAE no considera que ningún dialecto del castellano tenga jerarquía sobre otros o que haya uno que represente la norma, y que tan correcto es vosear en argentino como cecear en andaluz oriental. Es no saber que hace mucho que funciona un diccionario panhispánico, donde se intenta reflejar la variedad dialectal del idioma”.

    En resumen, un ejemplo de manual de cómo pelear una batalla inexistente (y ya ganada) porque simplemente es falso que exista eso contra lo que se pelea. Por supuesto, en política abundan ejemplos iguales o más evidentes. De hecho, es un mecanismo usado profusamente por los políticos demagogos y populistas, a izquierda y derecha. No hay nada más accesible y a la vez más emocionante que combatir el mal y salir triunfante sin que nadie se pare en la vereda de enfrente. Y afirmar entonces que, si no hay nadie enfrente, no se debe a que hace rato que nadie se interesa por estar allí sino porque uno, con sus poderosas certezas y argumentos, los hizo correr con el rabo entre las patas.

    Harina de otro costal es la convicción que muchas veces trae aparejada ese pelear batallas ganadas: creer que es prescriptivo para el resto aquello que nos parece de sentido común a nosotros. Por supuesto, en algunas cosas esenciales estamos de acuerdo de manera casi unánime: matar está mal y no debe hacerse, por más que unos pongan algunos siniestros matices al asunto (justificar el asesinato por razones políticas, por ejemplo). Pero, salvo por esos siniestros, el acuerdo social sobre el asesinato es amplio. Mucho menos lo es cuando se habla de, por ejemplo, los derechos de los animales. Ahí aún nos queda un largo trecho por discutir y, justo por eso, esa sí sea una batalla real que vale la pena dar.

    Pelear batallas inexistentes y sobre temas saldados en la sociedad es una forma de vivir en un loop de ideas. Es pelear la misma batalla mil veces, solo para ganarla otras tantas. Los muy jóvenes pueden tener la excusa de no conocer la historia, pero los adultos no. Los adultos deberían saber que están frente a la más pura demagogia cuando no la simple manipulación de los hechos. Pararse allí puede ser moralmente reconfortante, pero nos condena, una y otra vez, a seguir inventando el hilo negro.