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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa edición de Búsqueda del 20 de agosto incluye una carta del señor Alvaro Diez de Medina, quien expresa sentirse agraviado, como católico, por dos misivas publicadas la semana anterior, una de ellas de mi autoría, que, con diferentes enfoques, comparten una visión crítica del intento de canonizar al obispo Jacinto Vera de la Iglesia Católica.
Nuestro distinguido contradictor descartó, según confiesa a texto expreso, su intención de “detalladamente refutar ambas aseveraciones” y optó por “rechazar, sin más, la opinión infundada e injuriosa que ambas despliegan”. En lo personal, no nos agravia con los adjetivos mencionados o con los que mencionaremos más adelante, ni tampoco al poner ambos contenidos en un mismo recipiente. Pero observamos que ello lo lleva a acentuar los equívocos sin lograr fundamentar el por qué de sus dichos.
No tengo ningún derecho a ejercer tercería con respecto al otro corresponsal aludido pero sí responderé por mis apreciaciones que, en una generalización poco académica, han sido consideradas como “guarangadas” y como “estulticias”. Quizás hubiera sido más práctico haber dicho que eran “groseras o descorteces”, producto de la “necedad” o la “tontería”, utilizando los significados que el Diccionario de la RAE reserva para ambos vocablos, pero se optó por expresiones que hacen más ruido. No nos agravian, insistimos, los adjetivos, ni el tono general de la carta, y tampoco logra el interlocutor probar lo que afirma. Nos hubiera gustado que respondiera con fundamentos, en lugar de recurrir a la descalificación, porque ello hubiera enriquecido un debate que, si bien es más propio de la realidad cultural decimonónica que de la del siglo XXI, habría resultado esclarecedor para aquellos que no han profundizado en esta parte de nuestra historia.
Dijimos claramente, a propósito de la nominación de Vera, que “si bien no dudamos de las razones invocadas para esta postulación, nos vienen a la mente un par de episodios de nuestra historia donde el mencionado prelado no tuvo una actuación feliz”. Ellos fueron rescatados de la historiografía nacional y particularmente del libro “Racionalismo y Liberalismo en el Uruguay” del notable filósofo e historiador de las ideas Arturo Ardao. No creemos que haya uruguayos ilustrados que desconozcan la idoneidad de dicho autor, o de su obra, ni la confiabilidad de sus aserciones.
El primer episodio recordado fue la publicación, el 14 de julio de 1872, de la Profesión de Fe Racionalista, que constituye una de las piezas más claras del rumbo espiritual, tomado por la mayoría de la juventud intelectual de la época, asociada al pensamiento liberal, que resultaría decisivo para el fortalecimiento de la libertad de conciencia en el país. La respuesta de la Iglesia estuvo contenida en una muy agresiva pastoral del obispo Jacinto Vera difundida en “El Mensajero del Pueblo”, que se dirige a ese “…pequeño número de jóvenes inexpertos y extraviados en sus ideas…” que promovían “…las doctrinas más absurdas y erróneas” provocando “las mayores aberraciones”, y anunciando para quienes “se han afiliado o se afiliaren en esa profesión de fe racionalista, los anatemas en que la Iglesia los declara incursos”. Resulta sintomático, por aquello de “quien calla otorga”, que el señor Diez de Medina lo haya soslayado sin siquiera intentar justificar la actitud intolerante del obispo, también en este caso específico. Para nosotros esta intolerancia es la más grave de las dos que inventariamos.
El otro episodio, ocurrido once años antes, en 1861, refería a la negación de la administración de los sacramentos de extremaunción a Enrique Jacobsen, médico de origen alemán, católico e integrante de la Masonería, así como la no autorización de su sepelio, primero en el Cementerio de San José, donde residía, y luego en el Cementerio Central de la capital. Si bien se utilizó su pertenencia a la institución masónica como excusa, ello no impidió que Gabriel Pereira, también católico y masón —quien fuera presidente de la República hasta el año anterior y falleciera un día antes que Jacobson—, fuera inhumado con todos los honores en el cementerio administrado por la Iglesia. Las crónicas de la época señalan que la notoriedad del difunto evitó que la Iglesia, dirigida por Vera, intentara objetar su inhumación, como en el caso de Jacobsen. No hubo tratamiento equitativo en ambos casos y ello generó mucha animosidad en importantes sectores de la opinión pública.
Según Ardao, el episodio de Jacobsen estuvo inscripto en una lucha interna de la Iglesia local, donde dos grupos fuertes, y no individuos aislados, pugnaban por su conducción política: los alineados con la Compañía de Jesús, de tendencia ultramontana, y los más liberales, vinculados con los franciscanos, que eran considerados cercanos a la Masonería. Cuenta Ardao que bajo el gobierno de Gabriel A. Pereira (1856-1860) se desarrolló una primera etapa de la lucha y que “bajo el gobierno de Bernardo P. Berro (1860-1864), en términos todavía más agudos se cumplió, a través de varios incidentes…”, aun cuando en 1859 los jesuitas ya habían sido expulsados.
El Sr. Diez de Medina objeta nuestro relato y pretende cambiar el sentido de la historia afirmando, en un vano intento por defender lo indefendible, que el debate político planteado en torno al episodio que involucró a Jacobsen responde a “…la frívola necesidad de secularistas de pacotilla en cuanto a crearse un enemigo contra el que replicar los combates que tenían lugar en el siglo XIX”. Hace gala, por lo menos, de una falta de tolerancia y respeto por ilustres uruguayos que tanto hicieron por la libertad de conciencia en nuestra nación. ¡Cuanto odio, por Dios!
Toda la argumentación del señor Diez de Medina parece elaborada desde el dogmatismo y el rencor, llegando al límite de utilizar la llamada “Cruzada Libertadora” de 1863, del Gral. Venancio Flores, como argumento para mostrar los apoyos al obispo e inferir que nuestra argumentación “es, cuando menos, un sarcasmo”. No reconoce la realidad histórica del pensamiento uruguayo liberal a lo largo del siglo XIX, que tuvo como adalid pionero al prócer José Artigas cuando agitó por primera vez en el país la bandera de la “libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable”. También intenta, nuestro contradictor, sacarnos de contexto aduciendo que damos “una vuelta más en el camino a negarle, en suma, propósito ‘conciliador y reparador’ alguno” al vicario; lo cierto es que la actitud de Vera en ambos casos no contribuyó a calmar las aguas sino que las embraveció.
Para finalizar, nos place destacar que la Iglesia Católica muestra hoy como casi nunca en su historia de los últimos dos siglos, con las honrosísimas excepciones de los papados de Juan XXIII, Pablo VI y el brevísimo de Juan Pablo I, un pontífice como Francisco, que hace verdaderos esfuerzos por tender puentes, en consonancia con la etimología del nombre de su cargo, hacia los que han estado o están fuera de la sintonía de sus dogmatismos.
Estimulados por este aire fresco y renovador que le hace bien, tanto a los creyentes como a su convivencia con los no creyentes, hacemos votos para que los católicos uruguayos comprendan las expresiones finales de nuestra carta anterior: “En un tiempo en que el papa Francisco promueve desde Roma la tolerancia y la concordia y procura aliviar tensiones dentro y fuera de la Iglesia, como con su reciente exhortación, del pasado 5 de agosto, a no dar la espalda a los católicos divorciados, a pesar de que dicha situación ‘contradice el sacramento cristiano’, nos parece al menos inoportuno, y hasta contradictorio, el intento de canonizar a quien, cuando le tocó actuar, sin perjuicio de otras virtudes que seguramente tuvo, se colocó en las antípodas de ese afán conciliador y reparador en la sociedad, que ahora lleva al Papa a expresar que la Iglesia debe tener ‘su mirada de maestra’ que proviene siempre ‘de un corazón de madre, un corazón que, animado por el espíritu santo, busca siempre el bien y la salvación de las personas’”.
Que juzguen los lectores.
Gastón Pioli