Nº 2263 - 8 al 14 de Febrero de 2024
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace un par de semanas, justo cuando arrancaba las vacaciones, un amigo me mandó el enlace a un artículo que, creyó, que me podía interesar. Efectivamente, tras leerlo en la tranquilidad de la playa, entre mate y mate, el artículo resultó interesante. Tanto por el tema que trataba como por el sesgo que mostraba la paleta de opiniones que se recogían en torno al asunto. La nota era del diario español El País, otrora un medio de referencia para el periodismo en nuestro idioma y actualmente uno de los ejemplos más nítidos de ese oxímoron llamado periodismo militante, que viene logrando que la prensa tradicional pierda cada vez más su relevancia informativa.
El artículo señalaba que la visita del cantante mexicano Peso Pluma al Festival de Viña del Mar en Chile, había “incomodado a parte de la sociedad chilena, especialmente la política, que lleva días abogando porque el Festival de Viña del Mar cancele la participación del artista por considerar que sus canciones son una apología al narcotráfico y la violencia y que darle tribuna en el masivo certamen musical implica normalizar la narcocultura”. Si bien Peso Pluma no es especialmente popular en Chile, la incomodidad a la que alude el diario español habría sido catalizada por un artículo del sociólogo y político chileno de izquierda Alberto Mayol, quien en un artículo se preguntó si no era contradictorio que el mismo Estado que destina recursos a combatir el narcotráfico, difunda a un artista que, según señala el sociólogo, hace apología del narco.
A rebufo de la columna de Mayol, la diputada Joanna Pérez, del partido centrista Demócratas presentó un proyecto de ley que pretende prohibir la presencia de artistas “que promuevan el narcotráfico y otras actividades delictivas en eventos masivos financiados con recursos públicos”, informó El País. Por su parte el directorio de Televisión Nacional de Chile (TVN), el canal de televisión público que transmite el Festival de Viña del Mar solicitó cancelar el show del cantante, señalando que “no puede compartir, transmitir, ni fomentar, repertorios alusivos a la violencia, el narcotráfico y otros elementos relacionados con la llamada narcocultura”. El festival rechazó los argumentos afirmando que “no existen argumentos jurídicos ni contractuales para revocar la participación del artista”.
Lo interesante de la polémica y, en particular, de la nota de El País, es que casi todos los entrevistados, políticos, sociólogos y otros “expertos”, dan por hecho que el arte tiene la misión de cumplir una función didáctica y de transmisión de “buenos valores”. Como si el arte fuera una extensión de la escuela y la familia y no el auténtico tester de cuáles son nuestros “buenos valores” comunes, que viene siendo desde al menos finales del siglo XIX. Se podrá cuestionar si lo que hace Peso Pluma es arte o no, pero la verdad es que ninguno de los entrevistados por El País se hace esa pregunta. En la nota las opiniones iban entre las que pedían un debate serio sobre esa narcocultura, más allá del cantante mexicano, y las de quienes, como la filósofa Lucy Oporto, abogaban por cancelar el espectáculo ya que este era “un peligro para la ciudad, ya deteriorada. No me extrañaría que ocurriese algo similar a lo que ya ha ocurrido, con ocasión de los narco-velorios y narco-funerales”.
Lo cierto es que ni una sola de las opiniones consultadas lograba preguntarse si es potestad del Estado decidir cuáles son los valores que deben o no ser difundidos a través del arte (con la coartada del apoyo público) o si este era un asunto que solo compete a los artistas que lo crean y al público que le da o no pelota. Salvo la antropóloga Carla Pinochet, del Núcleo Milenio en Culturas Musicales y Sonoras, quien decía que no tiene sentido discutir a Peso Pluma sin hablar de dónde surge su narrativa, el resto solo discutía en dónde se debía trazar la raya de la defensa de esos supuestos “buenos valores” que nos salvan del abismo.
Justo por eso parece sugerente recuperar la idea de que el arte es por definición una herramienta que nos permite lidiar con los límites de lo que se puede y lo que no, lo que es bueno para el individuo, el colectivo y lo que no. Una herramienta para ayudarnos a conocer dónde está lo que es aceptado y lo que no, lo que es expresable y lo que no. El arte como búsqueda de esos límites y no como confirmador de ciertos consensos políticos más o menos efímeros. Y digo recuperar porque hace rato que esa mirada no está en el menú de casi nadie en los medios, tampoco en la nota del diario español. La idea de que el arte no tiene por qué tener la menor relación con la didáctica y con la defensa de unos supuestos “buenos valores”, parece haber sido eliminada por completo del mapa de buena parte de la academia y de ese activismo de medios, que, aseguran, nos quieren defender de las malas influencias de los malos artistas. Malos no por la calidad de su obra sino por los supuestos valores que emanan de esta.
El caso de Peso Pluma recuerda a lo que sucedió cuando la masacre de Columbine en EE.UU.: un puñado de políticos y de periodistas daban por hecho que como los asesinos habían escuchado discos de Marilyn Manson, este era de alguna forma promotor de esos asesinatos y por eso debía ser censurado. El argumento (por llamarlo de alguna manera) era fácilmente desmontable: Marilyn Manson llevaba vendidas decenas de millones de discos y solo dos asesinos decían sentirse inspirados por su música. Si el poder de la música fuera algo tan definitivo y lineal, los asesinos deberían contarse por millones. Quizá el acceso libre de armas de asalto y algunas otras sociopatías típicas de EE.UU. sirvieran para explicar mejor la masacre, pero ¿para qué meterse en complejidades cuando alcanza con censurar artistas?
Lo peor es que desde Columbine para acá, no parecemos haber aprendido nada y es cada vez más frecuente ver esa mirada funcionalista y simplista que ve en el arte un depósito de instrucciones para ser buena persona. Y que cuando no cumple con esa función didáctica (una cuyos límites son delimitados por el funcionario estatal de turno), entonces comienza a ser problemático y no debe recibir un peso desde ámbitos públicos. Una idea que de haberse aplicado a finales del siglo XIX nos habría dejado repitiendo fórmulas hasta el presente, sin arte abstracto y sin la mayor parte de la creación artística reciente.
Como bien apunta la escritora argentina Ariana Harwicz: “La descripción de la realidad misma, vivir, es visto como incitación al odio. El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico. Toda la larga semántica de la ‘fobia’ está puesta al servicio de que se renuncia a pensar. Suponer que uno lee desde la identificación primaria es un error”. Y concluye: “el arte no tiene que tener ninguna función. El arte no es el ministerio de justicia, ni el social, ni el de la mujer, ni el de la igualdad, ni el de la familia”. Bueno, justamente eso. Y es claro que la censura, ese barrer abajo de la alfombra, no nos hará mejores como sociedad.