N° 1939 - 12 al 18 de Octubre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá“Que pague más el que tiene más”. Esta es una de las frases más engañosas sobre la cual se construye otra mentira: que es una gran justicia “redistribuir la riqueza”.
Para comenzar, esta falsa premisa parte de la base de que la riqueza está mal distribuida y que el mercado (es decir, los hombres libres que eligen comprar y vender a su gusto) no lo pueden resolver. Por eso se necesita la manu militari del Estado para poner las cosas en su lugar.
Este paradigma puede ser cierto en sociedades feudales, en regímenes monárquicos, en republiquetas bananeras o en economías prebendarias (como son las socialistas) donde la riqueza se gana traficando favores, recibiendo privilegios o adulando al poder.
En cambio, en un sistema capitalista, el que se hace rico es porque desarrolló un producto tan bueno y a tan buen precio, que las personas lo pagan gustosas. Así construyó su fortuna Bill Gates, Steve Jobs o Elon Musk; de forma bien diferente a las fortunas rapiñadas por los Fidel Castro, los Hugo Chávez o los Kirchner.
La gente tiene mil ideas sobre cómo repartir la riqueza (ajena), pero no tienen ni idea cómo crear (la propia).
Para crear riqueza hay que tener la capacidad de identificar necesidades insatisfechas del mercado, invertir dinero para investigar, desarrollar productos y ser persuasivo para venderlos. Implica arriesgar y quitarles horas de tiempo a la familia, a los amigos y a la almohada. ¿Cómo es posible que luego de aplicar tantas virtudes para generar riqueza, se ataque tan soezmente a su progenitor?
Pero si aun así los socialistas y progresistas creen que hay que “redistribuir” para que “todos tengan la misma oportunidad” o “partan de iguales condiciones”, hagamos lo siguiente: quitémosles toda la riqueza a los ricos y démosela a los pobres.
Este ejercicio lo hizo Bloomberg con su Robin Hood Index, donde calcula cuánto dinero recibiría cada pobre en su país si se repartieran las fortunas de los más ricos.
Si dividimos los 84.000 millones de dólares de Bill Gates entre los pobres de USA, cada uno recibiría US$ 1.736. Si Ingvar Kamprad hiciera lo mismo con sus 45 billones ganados en IKEA, cada sueco pobre recibiría US$ 33.149. Los pobres más agraciados serían los chipriotas cuando John Fredriksen, un noruego nacionalizado en Chipre, reparta 15.000 millones de dólares ganados en el negocio petrolero y cada pobre isleño reciba US$ 45.987 en la mano.
Ahora bien. ¿Qué haría usted, mi estimado lector, con este dinero? Permítame darle una respuesta: si usted está dentro del 80% de los comunes mortales, usted no tiene la más pálida idea sobre qué hacer con ese dinero.
Lo más probable es que salga a gastarlo. La mentalidad pobre (no necesariamente de la gente de pocos recursos) es gastar. La mentalidad de los ricos es invertir. Los pobres no logramos postergar la recompensa. Los que piensan como ricos, sí lo hacen. Esperan que el fruto crezca. Los pobres nos comemos las semillas.
Si los “pobres” vamos a invertir, probablemente lo hagamos en alguna de estas dos “inversiones para burros”: comprar “ladrillos” (para cobrar un alquiler) o prestarle al Estado (y vivir de intereses). Son las dos inversiones más utilizadas por los uruguayos y ninguna de ellas requiere ni pensar demasiado, ni arriesgar demasiado, ni gestionar demasiado.
Se estima que apenas un 20% de las personas sabe en qué invertir un dinero que le cae del cielo: en su negocio, en una idea, en una innovación, en capacitarse o en asociarse con otros mejores que él. Estos son los ricos. Los actuales o los futuros.
Por lo tanto, en pocos años (se estima que no más de veinte), los actuales “nuevos ricos” van a volver a ser pobres y los actuales “nuevos pobres” van a volver a ser ricos. ¿Sabe por qué? Porque ni usted ni yo, mi amigo, tenemos la inteligencia, el coraje, la voluntad o la capacidad de resiliencia de los Gates, los Jobs, los Musk o los Trump. Y por eso los odiamos. No porque sean ricos. Sino porque son mejores que nosotros. Y nos dejan en evidencia.
La teoría de la redistribución de la riqueza es una gran mentira, pero da sosiego a los mediocres. Nos hacen creer que no somos culpables de nuestra situación; que la culpa es de los ricos. Nosotros, los pobres, somos “víctimas” de los “explotadores”. Nada más lejos de la realidad. ¡Pero qué buen placebo!
Blandir la bandera de la redistribución de la riqueza, es un falso ardid para captar la atención de incrédulos seguidores, que siguen los sones de la flauta de un Hamelin moderno. Y terminarán, como aquellos niños y como aquellas ratas… cayendo al abismo de las mismas falsas promesas de siempre.