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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa reciente polémica en torno a los dichos de Mercedes Vigil acerca de Daniel Viglietti ha abierto otro lamentable capítulo en la historia de la intolerancia en el Uruguay del siglo XXI. Nuevamente, una cohorte de aduladores a sueldo aprovecha la oportunidad para ejercitar el músculo totalitario (no sea que vaya a atrofiarse) y salir estrepitosamente a pedir la cabeza de una ciudadana, luego de que su radar de lo políticamente correcto detectara una desviación de los cánones del relato oficial, el único posible en sus dogmáticos cerebros. Expresar su parecer, opinar distinto a ellos, los defensores de un discurso obsoleto que sigue vivo a expensas del fantasma de la Guerra Fría, los cultores de una mitología que transustancia a los delincuentes en mártires, los intelectuales que se autosatisfacen jugando a la revolución desde un despacho y que no saben si están usando tinta o alquitrán: ese es el crimen que estos déspotas de las ideas, esta suerte de Gestapo cultural le imputa a alguien por expresarse fuera de los límites del relato establecido.
Todo el asunto acerca del título de ciudadana ilustre de Montevideo, en sí irrelevante, no debería opacar lo sustancialmente grave de esta cuestión: se está intentando castigar a alguien por pensar en forma independiente, y esa atribución del papel de verdugo cultural es tolerada, en silenciosa connivencia, por quienes hoy rigen los destinos del país, instalados en un cómodo “dejar hacer, dejar matar”, ciegos al impune vapuleo de la dignidad humana que vemos campear y multiplicarse día a día, y que va endureciendo la costra que ha empezado a formarse sobre la sensibilidad del pueblo uruguayo. El relato hegemónico no puede soportar la disensión, debe manipular, sesgar, reprimir y castigar si es necesario, y más cuando alguien intenta tocar a alguna de sus vacas sagradas, aunque sea de refilón. El único crimen injustificable, el verdadero atentado contra el espíritu santificado del dogma ideológico entronizado es la crítica, esa maravillosa arma que es solo filo, forjada en el Siglo de las Luces, desterrada de todo régimen anquilosado y totalitario, merecedora de la más rápida y enérgica represión, peligro supremo de una doctrina que necesita mantener a sus súbditos en la oscuridad de la ignorancia y la media verdad. Amenazas, violencia, acoso, proscripción, ¿acaso no eran esos procedimientos los que los guardianes del relato de hoy achacaban a la dictadura de 1973-1985? ¿Castigar por las propias ideas y por atreverse a pensar distinto? ¿Intimidación, represión ideológica, destrucción de la voluntad de resistencia del que osa disentir? ¿Es esto una secuela retroactiva del síndrome de Estocolmo o es que realmente algunas víctimas han decidido llevar a la práctica una versión perfeccionada y sutil de los toscos procedimientos de sus otrora victimarios, logrando lo que ninguna otra dictadura ha logrado antes, no solo imponer el miedo a expresarse distinto sino a pensar distinto?
¿Dónde quedó la libertad de expresión en un país en el que sobre algunas cosas y personas puede verterse tranquilamente el pozo negro de la opinión más irresponsable, salpicando hasta la tercera generación, sin preocuparse de rendir cuentas ni a la decencia ni a la verdad, mientras que sobre otras hay que atenerse a lo que el poder quiere que se opine, so pena de ser lapidado como un hereje? ¿Estamos en el siglo XXI o en la Edad Media? La libertad de expresión es uno de los logros más importantes de la civilización occidental, junto con la democracia y la separación de poderes, ¿realmente puede importarles tan poco a algunos? ¿Acaso hay personas para quienes todo eso no es más que un peldaño hacia la dictadura completa y el poder absoluto? En ese caso, no sería del todo ilógico que tiendan a cercenar de raíz, como un pestilente absceso neoliberal, todo brote de oposición y librepensamiento. ¿Cómo? Amordazando a quien opina distinto. ¿Por qué? Porque un relato totalitario no puede tolerar los resquicios de luz. ¿Para qué? En Venezuela está la respuesta…
En lugar de bregar por la solidaridad real, por la integración y por la inclusión del pensamiento divergente, los intolerantes fomentan la división, el odio, el resentimiento y la polarización de las conciencias. Fuerzan a la opinión a plantarse en blanco o en negro, sin posibilidad de conciliación. Militan por los derechos humanos por agenda y no por humanismo. Hacen gala de la memoria y la justicia solo cuando llevan agua para su propio molino. Caranchos, viven de la osamenta putrefacta de la dictadura, el buche y el bolsillo bien llenos, sabiendo que tienen comida para rato. Idolatran la libertad pero apañan dictadores. Son, en el justo sentido de la palabra, impostores.
Salvando la nimiedad del affaire Viglietti, queda el sabor amargo de constatar, nuevamente, un polo de totalitarismo intelectual que no sabe, ni quiere, convivir en paz, pues nada entiende de con + vivir, sino que solo quiere vivir para sí mismo y su propio discurso. En un país en el que la violencia y la muerte han pasado a ser el pan de todos los días, en el que se toma con absoluta naturalidad (e indiferencia) el que un puñado de inadaptados (¿también a sueldo?) se dediquen a escrachar funerales, el que se denigre e insulte gratuitamente a todo lo que no sea del mismo palo, ¿no resulta extraño el hecho de que una simple opinión cause tal extremo de paroxismo? ¿No debería ser una señal de alerta para todos aquellos que han abrazado la libertad de expresión como bandera? ¿Por qué los actores que nos representan no salen al ruedo a condenar estos atropellos? ¿Tendrán cola de paja? ¿Esperarán un mejor posicionamiento en las encuestas para hacerlo? Señores, la causa de este pueblo no admite la menor demora; no pueden seguir legitimándose tácitamente la bravuconería y el patoterismo hacia quienes piensan diferente. Dentro de este caos planificado se está gestando ese estado de ánimo que es la base sobre la que se sostienen y perviven las dictaduras: el miedo a la libertad. Un pueblo sin verdadera opinión pública, sin opción de elegir, sin pluralidad, es un pueblo esclavo. Que los uruguayos lo vean, antes de que sea demasiado tarde.
Guillermo Cedrez Ferreira
CI 3.513.805-2