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    La muerte les sienta bien

    N° 1962 - 22 al 28 de Marzo de 2018

    Ningún debate entre dos sirve como referencia general pero sacude las neuronas. La semana pasada mantuve una discusión con un amigo de la adolescencia. Se sorprendió cuando le expresé que no solo me alivia, sino que en ocasiones me alegra la muerte de un narcotraficante, un homicida o un violador. “¿¡Cómo te puede alegrar una muerte, sea quien sea!? ¡Estás loco! Una muerte es siempre algo malo y además es políticamente incorrecto”, reaccionó furibundo.

    Lo dejé desahogarse. Cuando terminó su declaración de buenas intenciones le recordé que a comienzos de los años 70, al finalizar una clase de historia sobre el Holocausto, a la que ambos asistimos, expresó su alegría por la muerte de Hitler y de sus secuaces: “¡Bien muerto están esos hijos de puta!”. Lo recordaba y lo admitió, pero intentó justificarse: “¡No vas a comparar, Hitler es el mayor asesino de la historia!”.

    Tiene razón en atribuirle al fürher esa dimensión, pero ¿quién posee la facultad o el derecho de establecer cuál es la medida o la circunstancia que habilita a sentir alivio o alegría cuando muere una lacra de la sociedad? Lo sentí en la misma época de aquella clase de historia, cuando la policía abatió en diferentes instancias a los rapiñeros Dorda, Merelles y Brignoni (los del Edificio Liberaij), al Mincho Martincorena y al Chueco Maciel.

    Esas sensaciones se han reiterado en mi espíritu a lo largo de los años por hechos nacionales o internacionales. Iguales al que me produjo recientemente la muerte del homicida Cristian Kiki Pastorino, el despiadado asesino de dos mujeres que se suicidó al verse rodeado por la policía.

    Como dijo mi amigo: la corrección política descalifica o cuestiona a quien exprese públicamente esos sentimientos. Pretende amordazarlos. La semana pasada el director de la Real Academia Española, Darío Villanueva, puso las cosas en su lugar. Advirtió que la corrección política “es una nueva forma de censura; una censura para la que no estamos preparados, pues no la ejerce el Estado, el gobierno, un partido o la Iglesia, sino fragmentos difusos de lo que denominamos sociedad civil”. Son esos fragmentos sociales los que usan esas etiquetas para evitar cuestionamientos de diverso tipo mientras llevan agua a su molino. Si alguien los cuestiona, le cuelgan carteles descalificadores.

    No en vano las expresiones de Villanueva surgieron durante un seminario en Madrid sobre la libertad de expresión. El académico señaló que la racionalidad está perdiendo terreno frente al razonamiento emocional: ese ­—digo yo, no él— que entre otras produce las emociones de alivio o alegría.

    No tengo dudas de que emocionalmente la mayoría de las personas siente lo mismo que ahora expreso, pero el peso de una moralina censora, la cincha de lo políticamente correcto, el miedo al qué dirán o la hipocresía abonada por el temor los inhibe de expresarlo públicamente. Entonces se limitan a fruncir las cejas en silencio mientras en su interior, ocultos, bullen el alivio o la alegría.

    En los últimos meses se cometieron en Uruguay casi una decena de femicidios. El más brutal el de Jesús Pampillón, que mató a su pareja embarazada de cinco meses: la ahorcó, la degolló y luego se entregó.

    Hace muy poco España concentró la atención internacional: una mujer asesinó al hijo de ocho años de su pareja. Lo golpeó con la parte roma de un hacha, luego lo asfixió y lo ocultó en un pozo. Fue capturada 12 días después cuando intentaba trasladar el cadáver para evadir la investigación.

    Tanto en el caso uruguayo como en el español los depredadores fueron capturados vivos y enviados a la cárcel. En consecuencia, en lugar de alivio o alegría se genera angustia al pensar que en algún momento volverán a la calle luego del proceso “rehabilitador” de las cárceles.

    Las personas no siempre mantienen oculto el deseo de la muerte de un delincuente o la necesidad de sanciones drásticas para erradicarlo para siempre de la sociedad. Pero solo lo hacen a través del anonimato como surge de una encuesta de Opción Consultores divulgada recientemente por Telenoche.

    El resultado estableció que 78% de los consultados se manifestó a favor de establecer la cadena perpetua, 13% expresó estar en desacuerdo con esa medida y 9% dijo no tener una opinión formada.

    La sanción penal máxima vigente en Uruguay es de 30 años de prisión, pero en raras ocasiones se cumple; al condenado se le quitan años por trabajo, estudio o buena conducta. Pablo Gonçalvez, asesino de tres mujeres, estuvo preso (con varios beneficios) durante 23 años y cuatro meses. Había sido condenado a 30 años de prisión.

    Según la encuesta de Opción, 45% de los consultados dijo estar en desacuerdo con la pena de muerte, 43% expresó estar de acuerdo y 12% dijo no tener una opinión formada. El mayor porcentaje de aprobación de la pena de muerte se da entre los más jóvenes y los de menor nivel socio-económico.

    Admito que alguien puede cuestionarse si está bien o mal, si es correcto o incorrecto sentir alivio o alegría por las muertes de esos delincuentes, pero no es algo nuevo. Son sentimientos que, al menos, tienen casi dos mil años de antigüedad.

    El cartaginés Tertuliano (160-220 d. C.), uno de los influyentes padres del cristianismo en Occidente, sentía lo mismo. Argumentaba que para los fieles cristianos uno de los mayores placeres de llegar al Paraíso sería que allí tendrían el privilegio de contemplar al detalle las torturas a las que eran sometidos los condenados por toda la eternidad: podrían gozar y alegrarse con esos pesares.

    ?? Un conventillo