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    Las playas uruguayas

    POR

    Sr. Director:

    Algún amigo, que evidentemente me sobrevalora, me ha solicitado una opinión sobre el delicado y complejo problema de la creciente erosión en las playas de nuestro país. Como si yo fuera un técnico en tan delicada problemática. Ciertamente, ni lo soy ni pretendo serlo, ni deseo serlo. Solamente puedo decir, y eso con buen fundamento, que, además de haber leído bastante sobre ese tema, llevo ya sesenta años recorriendo de continuo la costa uruguaya. Sobre todo, la parte oceánica. Algo, seguramente, debo haber visto y aprendido.

    Sería una insolencia que le hubiera dado mi opinión sobre el acontecer en las playas de Maldonado y de la costa de Rocha desde Laguna Garzón hasta el Cerro Verde. Durante muchos años recorrí con frecuencia esas playas: a pie, a caballo y en vehículos cuatro por cuatro. Fueron muy numerosas mis recorridas playeras a caballo (con dos de ellos), desde La Coronilla hasta la Laguna Garzón, en excursiones de tres o cuatro días. Durmiendo al raso en playas casi solitarias, mucho menos concurridas que en estos tiempos. Pero en los últimos quince años he dedicado más tiempo a mis paseos por el norte del país. Por lo que solamente tengo visión bien precisa y ajustada en cuanto a las playas que van desde el Cerro Verde a la Barra de Chuy. Las que sigo recorriendo con frecuencia.

    Lo que yo he percibido en tanto tiempo es que las playas se deterioran seriamente, y hasta el punto de correr riesgo de desaparición, en cuanto se ocupa la zona del primer cordón de dunas. Cuando digo ocupar, me refiero a la invasión humana. Porque esa zona, obviamente, siempre estuvo ocupada por seres animales y vegetales. Los que, como suele suceder, se armonizaban perfectamente entre sí y con el resto del ambiente. En estos casos, el destrozo se origina siempre con la intervención antrópica. Aquello de Hayek sobre la “fatal arrogancia” se extiende mucho más allá del ámbito de lo económico, social y político.

    Donde se ha construido sobre la zona inmediata a las más altas crecientes, el deterioro de la playa es inevitable. O el mar destruye el obstáculo (lo que ha sucedido ya muchas veces) o, cuando no puede hacerlo, se lleva la arena, no la repone y la playa empieza deteriorándose (caso de Aguas Dulces o Piriápolis), hasta llegar a desaparecer (en Montevideo, el murallón de la Rambla Sur eliminó varias playas que hoy solamente subsisten en la memoria histórica y en algunas viejas y borrosas fotografías de color sepia).

    He leído muchas explicaciones sobre ese fenómeno. De muy respetable procedencia. He apreciado diversidad de opiniones sobre esos procesos y sus causas. Como mero observador, me intereso sobre esos temas, pero lo que concentra mi atención es lo incuestionable del fenómeno. Cuando se produce ese agravio al ambiente, el deterioro de las playas es seguro. Demorará un poco más, o un poco menos, pero que sucede… sucede.

    Hace quince años, cuando dejé de recorrer esa parte de la costa, el deterioro no era total en las playas de Rocha. Había zonas agredidas y dañadas, y había otras, por suerte, aún intactas. No tengo cabal conocimiento de lo sucedido en los últimos quince años en esa parte de la costa. Pero he sido buen testigo de lo acaecido, entre otros lugares, en Aguas Dulces. Con tenacidad mal orientada, se construyó y se siguió construyendo sobre las dunas primarias. Todos sabemos lo que sucedió. Y sigue pasando, porque seguimos desplegando la fatal arrogancia de nuestra especie…

    Pero bien puedo asegurar que en las playas que van desde el Cerro Verde hasta Barra del Chuy ese deterioro es casi inexistente (salvo una pequeña excepción). Esas playas se mantienen intactas y exhiben la misma forma que tenían hace sesenta años cuando comencé a recorrerlas. Y no se trata de la mera percepción visual de un paseante. Las fotos aéreas que poseo me informan que esas playas se mantienen idénticas e inalteradas en los últimos sesenta años. Con una sola excepción: la parte que va desde el muelle de la Salinera en La Coronilla hasta unos cien metros pasando el hoy ruinoso Hotel Costas del Mar.

    En esa zona hubo dos intervenciones humanas. Desastrosas, como es habitual. Una fue el muelle de la Salinera. La otra, un muro de piedra y cemento que construyó el dueño del Hotel Costas del Mar, frente a su establecimiento. Un muro muy sólido de varios cientos de metros, justo al borde inferior de las primeras dunas. El que, obviamente, fue hecho trizas por el océano (que no aguanta muchas chanzas de ese tipo).

    En esa zona, es habitual que las crecientes grandes se lleven toda la arena de la playa cuando retroceden. Y dejan horribles campos de greda al descubierto. Ese desastre dura varios días, hasta que otra creciente devuelve la arena. Pero en toda esa zona (algo menos de ochocientos metros), es evidente que la playa ha perdido extensión. Lo que no sucede en el resto de esa costa. Todo me induce a creer que haya alguna correlación entre esos hechos.

    Quienes creen en la tesis del cambio climático (yo estoy entre ellos), afirman que el mar ha crecido varios centímetros y que eso genera reducción de las playas. Puede ser verdad, y no soy quién para negarlo, pero puedo asegurar que en la zona que va desde Cerro Verde hasta Barra del Chuy eso no se da. O no se percibe. Esas playas siguen intactas desde los años sesenta, cuando las descubrí, hasta estos días. Hay solamente catorce casas en esas playas. Y todas lo suficientemente alejadas de la línea de la máxima creciente. Seguramente, eso ha determinado que el deterioro no haya avanzado en esa parte de la costa. En esos cuarenta kilómetros, la fatal arrogancia humana no ha desplegado aún su nefasta intervención.

    El tema es recurrente. Vengo oyendo debatir sobre esto desde hace más de medio siglo. Y creo que no aprendemos nada. Al menos, la mayoría de los uruguayos.

    Es más que conocida la tesis de James Lovelock que él denominó “hipótesis Gaia”. Algunos la tomaron como una mera metáfora. Otros, enamorados de la idea, creyeron sinceramente que el Planeta Tierra sea un ser vivo.

    Podemos, si queremos, decir que el Planeta Tierra es un ser vivo. El lenguaje es obra de nadie y es obra de todos. Es el uso habitual el que lo va formando y transformando. De manera que, si se desea sostener que nuestro planeta es un ser vivo, nada hay de objetable en ello. A condición de que se tenga claro de que se está operando un cambio de sentido (que puede pasar disimulado por el uso de los mismos vocablos). Y eso, porque la locución “ser vivo” tiene un significado cuando nos referimos a un perro o a una araña, pero tiene otro sentido muy diferente cuando la empleamos para describir a nuestro planeta. En su larga saga, esta fue la conclusión final de Lovelock (“La venganza de la tierra”, 2007).

    Lo único que se puede –y se debe– objetar a tal uso del lenguaje es que genera desorden y confusiones. Bien lo enseñaba Confucio (que no fue el padre de las confusiones, como decía alguna famosa Miss Universo, sino todo lo contrario): Si el lenguaje no es correcto, entonces lo que se dice no es lo que se quiere decir. Por ello no debe haber ninguna arbitrariedad en lo que se dice. Esto es lo que importa por encima de todo.

    Es mejor entender, entonces, que el planeta Tierra no es un ser vivo. Sino un conjunto muy extenso de seres vivos y objetos inanimados en constantes interrelaciones entre ellos. Pero si no es un ser vivo, y eso es cierto, también es cierto que muchas veces funciona como si lo fuera. Y uno muy exigente y quisquilloso. Porque alcanza con que le obsequien con un cachetazo para que devuelva la gentileza con enorme desmesura.

    Y así veo que sucede en nuestras playas. Instalamos construcciones donde no debiéramos hacerlo, porque destrozamos con ellas el equilibro de los elementos que constituyen las playas. Ello desata la furia (en sentido figurado) del mar. Y cuando no logra destrozar el obstáculo, se venga (nuevamente en sentido metafórico) llevándose la arena y dejándonos sin playa. No hay venganza ni respuesta de un ser vivo, pero la resultante del desequilibrio generado por la acción humana es de lo más parecido a un deliberado acto de devolución de gentilezas.

    La destrucción, resultante del desquicio generado por el ser humano, es inevitable. Tanto el muelle de la Salinera como el muro del Hotel Costas del Mar están en trance de total desmantelamiento. Proceso que no ha terminado, aunque lleva ya casi setenta años (fueron construidos en los años cincuenta), pero ya se percibe que el resultado final es inexorable. Y no debemos nunca olvidar que cincuenta, sesenta o setenta años no es nada para el océano. Que no tiene días feriados, ni jornadas de ocho horas ni períodos de licencia. Ni tiene que esperar a las próximas elecciones. Funciona – funciona, no actúa – de otro modo.

    Y seguimos sin aprender. Olvidando las enseñanzas que los antiguos griegos nos dejaron cuando elaboraron su concepto de hybris. O las de von Hayek, cuando creó su acertada locución sobre la “fatal arrogancia”. Y por tal olvido o desprecio… seguimos construyendo donde no deberíamos hacerlo. Ya estamos por hacerlo en La Juanita. Y en otro orden de cosas, porque ahí no hay playas, en Punta Ballena.

    En Costa Azul rochense nos olvidamos de respetar el equilibro de la naturaleza. Erigiendo construcciones en lugar inadecuado. Generando así la reacción (no en sentido de acción deliberada) del océano: se desencadenó el inevitable proceso de destrucción de los obstáculos o desaparición de la arena de la playa (o ambos a la vez).

    Y ahora, como buenos émulos del mítico Prometeo, instalamos un muro más grande para intentar salvar lo que nunca se debió haber hecho. La fatal arrogancia, la hybris… Bien enseñaban los antiguos griegos: “Los dioses ciegan primero a quienes desean destruir”. Tengo muy claro que el oficio de profeta está muy devaluado en estos tiempos. Pero me animo a predecir que la vida de ese muro será muy corta (medida en tiempos del océano). Y que también se producirá la desaparición total de la playa, porque el mar retirará las arenas. Por lo que tampoco lograremos rescatar las ya irremediablemente condenadas construcciones que se intenta salvar. En modo tan fútil como costoso. Porque nunca debieron ser construidas en el lugar en que, desgraciadamente, están ubicadas.

    Está visto: no aprendemos ni a garrotazos…

    Enrique Sayagués Areco

    CI 910.722-5