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    Lejos de cualquier política cultural

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2218 - 23 al 29 de Marzo de 2023

    Una vez más, la enésima, lo que podría ser una buena oportunidad para discutir sobre qué se entiende como política cultural o como apoyo a la cultura, se viene diluyendo en el clásico “zurdos chorros” vs. “faches amargues”. Es decir, en la nada que nos envuelve desde hace ya bastante tiempo y que logra que quienes se encuentran en lugares de poder hagan y deshagan a su antojo mientras sus militancias (y a esta altura calculo que sus simples votantes también) se dedican a sacarse los ojos entre ellas. De esa forma, la posibilidad de articular dos ideas juntas se pierde, como siempre, como lágrimas en la lluvia.

    Escribo esto en referencia a la polémica en torno al cachet que se pagaba a las cantantes Lali Espósito y Daniela Mercury, quienes se presentaron en el espectáculo Acá estamos, organizado y promovido por la Intendencia de Montevideo. En un sentido más amplio, al debate en torno a qué se entiende por cultura y por política cultural. Escribo sabiendo que hablar del caso en una clave que no se posicione brutalmente a favor o en contra, va a lograr que me lluevan puteadas desde los autopercibidos “bandos” en pugna. Igual vale la pena intentar tirar algunas ideas al respecto.

    La primera: es bueno que se transparente cuánto se paga en los eventos que se financian con dineros públicos, siendo como es, dinero que sale del bolsillo del ciudadano. Lo ideal, claro, habría sido que eso no fuera lo único que se transparentara. Por ejemplo, la producción (siempre hay una productora privada) de un evento público que maneja cifras cercanas al millón de dólares, ¿no debería ser licitada de manera abierta y transparente entre las productoras locales? Esa es una práctica habitual en las democracias consolidadas que no sé si está prevista en nuestra legislación, pero sería sanísimo que así fuera. Quizá me equivoco, pero no me consta que eso haya ocurrido en este caso.

    Segunda, los cachets los paga quien organiza, pero se fijan en el mercado: si hay alguien dispuesto a pagar X cifra, ese será el cachet. Harina de otro costal es si corresponde que una institución del Estado que viene corriendo de atrás la resolución de muchos de los asuntos que son su competencia básica, es quien deba meterse en el baile de pagar dichos cachets. Por más que se apele a la coartada de la “defensa de la cultura”, si hay cientos de miles de ciudadanos sin saneamiento, quizá no sea demasiado social gastar dinero en otra cosa hasta no haber solventado ese asunto. El argumento de “es para que los que no pueden pagar entrada, vayan” funciona incluso mejor cuando se convierte en “es para que los que no tienen saneamiento puedan criar a sus hijos sin aguas servidas alrededor”. Y con ello dejar de aceptar para algunos de nuestros compatriotas cosas que jamás aceptaríamos para nosotros mismos. La ciudadanía comienza con el saneamiento, no con los megashows.

    Tercera, preguntarse si es una gran idea que sea el Estado de manera unilateral quien fije el canon de lo que es financiable o no. O si el rol estatal de protector y promotor de la cultura no debería pasar por potenciar de maneras coordinadas con el tejido cultural existente el desarrollo de las expresiones artísticas en el medio local. Si lo que se busca es la convocatoria en clave electorera, por supuesto que el eje va a ser otro, pero no confundamos convocatoria con consolidar espacios para la cultura que se produce en el país. Es verdad que, en cultura, el Estado es quien, dentro de ciertos marcos, suele fijar el canon de lo que es apoyable o no. Por ejemplo, cuando hace muchos años se decidió tener un cuerpo de danza, un par de orquestas, un elenco teatral estable, se fijó un canon. Obsérvese que en todos esos casos y salvo por la presencia de algún bailarín, instrumentista o director ilustre, se trata siempre de artistas nacionales. Ahora, el Estado no suele hacer esto por sí y ante sí, lo hace en un intercambio con la sociedad civil.

    Por eso el “incidente Lali” podría ser interesante para interrogarse sobre cuál es y debe ser el papel del Estado en la promoción y, algo bastante más discutible, en la construcción de la propia idea de cultura. Podría servir también para preguntarse por esa política que, se supone, late detrás del espectáculo. Un espectáculo que, según declaró la intendenta en televisión, fue “el desarrollo de una política”. ¿Cuál sería esa política que la intendenta no explicitó en cámaras? ¿Con qué otras acciones se enlaza para ser un desarrollo de estas?

    Al respecto, rescato una reflexión que el músico Guillermo Lamolle escribió en Facebook: “Promover la cultura no es generar (o facilitar, o invertir en infraestructuras para) supereventos masivos con artistas hiperfamosos de trayectoria internacional. Eso, en sí, no significa nada: tales artistas pueden ser buenos, regulares o malos, para unos gustos o para otros. Pero siempre, o muy mayoritariamente, serán parte de la ‘mainstream’ promovida por el mercado. O sea, no solo dejamos que se nos venda —a fuerza de repetición y propaganda— cualquier bosta, sino que lo favorecemos desde el Estado”.

    La definición de cultura que propone Lamolle también es interesante: “La cultura popular, por antigua, por vigente, por transmitida de generación en generación, tiene una profundidad de la que carecen las formas impuestas artificialmente por el mercado. Hay en ella un equilibrio maravilloso entre la conservación de las formas y su evolución natural. Hay un rico mundo de vivencias, recuerdos personales, capacidad de ‘ser parte de’, de incidir (cantando, tocando, bailando, creando, opinando) en el entorno inmediato de una forma que puede llegar a ser duradera”. Y cierra: “¿Qué tiene que hacer el Estado con la cultura? Cuidarla. Vigilar que el mercado no la destruya, pero no solo a ella directamente, sino a su entorno”.

    Sobre esto último, como debe el Estado cuidar la cultura, agrego yo: cuanto menor sea la intervención de los poderes públicos en la construcción del canon de lo que es bueno y malo en cultura, mejor para la cultura del país. Apoyos sí, cuando son necesarios para la supervivencia de alguna manifestación cultural que hayamos decidido colectivamente que vale la pena sostener. Pero todo lo demás debería ser resultado del juego que se construye entre creadores y ciudadanía. Un juego que ciertamente necesita apoyos en la consolidación de espacios de exposición, pero que de ninguna manera puede ser sustituido por el dirigismo de la horma estatal. Un dirigismo que, al priorizar la convocatoria como criterio, terminó usando una ingente cantidad de dinero público para contratar a conocidas artistas extranjeras. Y eso, creo, poco y nada hace por la cultura del país.

    La ironía de todo esto es que casi no se ha hablado de las artistas nacionales que tocaron en el festival, quienes, junto con el resto de los artistas del país y una ciudadanía activa e interesada, deberían ser el eje de cualquier política cultural pública seria. Lo que hicimos, en cambio, fue discutir enloquecidos sobre convocatorias masivas y carreras políticas. Algo que, es evidente, está lejos de cualquier política cultural.