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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáRecientemente The Economist Intelligence Unit publicó su Democracy Index 2015. Fueron evaluadas 167 naciones, lo que abarca a la casi totalidad de la población mundial. Según el puntaje obtenido, se divide a los países en cuatro categorías: “democracias plenas”, “democracias imperfectas”, “regímenes híbridos” y “regímenes autoritarios”.
Del análisis realizado surge que únicamente 20 países (8,9% de la población mundial) se sitúan en la categoría de “democracias plenas”; 59 naciones (39,5%) son “democracias imperfectas”; 37 estados (17,5%) son “regímenes híbridos”; y 51 (34,1%) integran la temible condición de “regímenes autoritarios”.
A primera vista daría la impresión de que la situación descrita es una prueba de que el “mundo está cada vez peor”. Pero, ¿realmente será así?
A nuestro parecer, el hecho de que en ciertos lugares exista democracia plena y que casi la mitad de la población mundial pueda desarrollar su existencia en condiciones bastantes admisibles, es algo notable.
¿Por qué decimos eso? Porque la mera existencia de las democracias liberales es algo increíble. En esencia, significa que la gente encontró modos efectivos de limitar el poder de sus gobernantes y estos acatan voluntariamente las reglas de juego. Uno de los descubrimientos primordiales en filosofía política fue darse cuenta de la importancia de fraccionar el poder en diferentes niveles autónomos. Asimismo, la relevancia de que las facultades de las autoridades sean enumeradas; de la fiscalización ciudadana —a través de una prensa libre— de las acciones de los funcionarios públicos y mandatarios; y la creación de un delicado engranaje institucional de controles y balanceos entre las tres ramas del poder estatal.
La democracia liberal no crea el paraíso sobre la tierra: hay problemas pero también soluciones. Injusticias, pero también la posibilidad de denunciarlas y que los responsables sean castigados. Las democracias de mejor calidad contienen en sí mismas las herramientas para irse depurando en forma continua.
La inmensa mayoría de las personas anhela vivir en un sistema de gobierno democrático liberal. Eso se prueba fácilmente estudiando las corrientes migratorias. Sin embargo, en casi todos los lugares donde se ha intentado ponerlo en práctica, los resultados han sido bastante decepcionantes como lo demuestra el citado Democracy Index 2015. ¿Cuál podrá ser la causa de que esto ocurra con tanta frecuencia?
La razón principal es que se cree que la democracia es la meta, cuando en realidad es la república. Ésta última es la que contiene las claves para preservar de modo eficaz los derechos individuales, principalmente los de las minorías. Es decir, para limitar efectivamente el poder de cualquier “soberano”, incluso cuando éste asume la difusa figura de “el pueblo”.
En una república nadie puede vulnerar el derecho de otra persona —ni siquiera los gobernantes— porque todos están sujetos a la siguiente regla: “la libertad de cada quien termina donde comienza la de los demás”.
La cultura política republicana es algo complejo que encierra ciertas ideas, prácticas y hábitos compartidos dentro de una sociedad, que son transmitidos de generación en generación. Abarca una determinada ética y noción de justicia, que Ulpiano sintetizó mediante la fórmula: “vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que es suyo”.
En cambio, el concepto de “democracia” con demasiada frecuencia se restringe a creer que se trata del voto (aunque sea periódico, libre y transparente) y nada más. Luego los gobernantes, en nombre de la “voluntad popular”, consideran que pueden hacer o dejar que ciertos grupos (por ejemplo, los sindicatos) hagan lo que se les cante. El resultado es el correlativo aumento de la injusticia y el empobrecimiento de amplias capas sociales. Venezuela es un ejemplo elocuente en tal sentido.
Según el Democracy Index, en el 2015 Estados Unidos obtuvo un puntaje menor que en años anteriores, lo que sitúa a esa nación —que una vez fue modelo a imitar en el mundo— al borde de bajar a la condición de “democracia imperfecta”. La forma republicana de gobierno en Norteamérica se viene degradando en forma paulatina pero sostenida. Creemos que no sería descabellado afirmar que este proceso comenzó el 11 de setiembre 2001 tras la caída de las Torres Gemelas.
En aquel momento, algunas voces lúcidas advirtieron lo siguiente: que si bien la acción de los fundamentalistas islámicos de Al Qaeda constituía un pequeño triunfo, era de temer que la reacción de los gobernantes pavimentara el camino hacia una resonante victoria de los enemigos de la libertad y de la república. O sea, que tomaran medidas que provocaran la decadencia de los valores y principios sobre los que se asienta Norteamérica.
La verdadera tragedia para el pueblo norteamericano no fue la caída de esos aviones —a pesar de todo el horror que produjeron— sino el debilitamiento de su sistema de frenos y contrapesos al poder estatal, del control ciudadano sobre el accionar de sus gobernantes y del derecho constitucional al debido proceso.
Otra gran víctima fue su otrora admirable prensa. Hasta ese momento, la forma de trabajar de sus periodistas constituía el paradigma de un trabajo riguroso, profesional e independiente. Era el faro que iluminaba el camino a seguir y un baluarte invalorable en la lucha internacional por la libertad de expresión, opinión y prensa. En las escuelas de periodismo de otros países se lo ponía como ejemplo. Incluso, muchas veces los principios sobre los que ella se sustentaba sirvieron de base argumental y jurídica a los abogados defensores, en los juicios promovidos por agentes gubernamentales que pretendían silenciar las voces críticas o la información acerca de sus actividades “non sanctas”.
Pero luego del ataque terrorista los periodistas quedaron imbuidos de un sentido “patriótico”, a nuestro entender errado. En consecuencia, en gran medida dejaron de lado su independencia y sentido crítico y pasaron a ser simple “portavoces” del gobierno.
Si la democracia se fundamenta en el dogma de que la “soberanía reside en la nación”, entonces no hay justificativo para que ella no sea informada con independencia de lo que está ocurriendo o de lo que hacen sus gobernantes. Una ciudadanía mal informada y atemorizada fácilmente puede ser manipulada.
Por aquella época leíamos diariamente la versión digital del The New York Times. Desde la distancia —tanto geográfica como emocional— era posible percibir nítidamente ciertas cosas. Por ejemplo, recordamos cómo nos impactaba negativamente que cada día se colocara una especie de señal (verde, naranja o roja) para alertar a la población acerca del grado de peligro que corrían de volver a tener un ataque terrorista. Nos dábamos cuenta que de ese modo el gobierno mantenía a la gente en una especie de psicosis colectiva, lo que facilitaba que, en pos de “seguridad”, aceptaran que se recortaran sus derechos, libertades y garantías constitucionales. Esa es la verdadera historia tras la malhadada “Patriot Act”.
Los estadounidenses olvidaron lo proclamado por Benjamín Franklin: “Aquellos que renunciarían a una libertad esencial para conseguir un poco de seguridad momentánea, no merecen ni libertad ni seguridad”. O, dicho de una forma más contundente: no se puede renunciar a la libertad en pos de obtener seguridad, porque el mayor resguardo para la segunda es precisamente la primera. Si perdemos libertad, simultáneamente y en la misma proporción, disminuimos nuestra seguridad.
En el mencionado informe de The Economist Intelligence Unit se cataloga a Uruguay como la única “democracia plena” de Latinoamérica. Algo de lo cual debemos sentirnos felices los uruguayos, dado que únicamente 20 naciones del mundo integran esa selecta categoría.
En nuestro país contamos con una separación de poderes genuina, con un sistema de controles y balanceos que funciona y con una prensa variada e independiente que informa libremente. La suma de estos factores facilita que en gran medida los derechos individuales estén garantizados y protegidos.
De los elementos mencionados, contar con un Poder Judicial competente es fundamental. Asimismo, que los medios de comunicación investiguen e informen son tan esenciales para la calidad democrática que Thomas Jefferson proclamó: “Una ciudadanía informada es el único depositario verdadero de la voluntad pública”.
Sin embargo, la posibilidad de existencia de estos últimos reposa en el Poder Judicial, porque éste es el que tiene el rol de hacer respetar la Constitución. Es decir, de limitar el poder de los gobernantes y de ese modo proteger al hombre común.
A nuestro juicio, de las tres ramas en que está dividido el poder estatal, ésta es la más relevante para el bienestar de los ciudadanos. ¿Por qué? Porque un Poder Judicial calificado es esencial para el Estado de Derecho, para la forma republicana de gobierno y para que los derechos individuales estén garantizados en los hechos y no se vean reducidos a “palabras floridas” en boca de los gobernantes.
Y es precisamente con respecto a nuestro Poder Judicial donde percibimos nubes negras en el horizonte. Las amenazas son de dos tipos: de corto plazo, que van a afectar al servicio judicial en lo inmediato; y de mediano plazo, que lo resentirán en un futuro más o menos cercano.
El primer tipo de amenaza es relativamente fácil de solucionar dado que por el momento, al menos, contamos con una democracia plena. Es un asunto de índole presupuestal. En consecuencia, la información acerca del modo en que el Ejecutivo y la mayoría parlamentaria del partido gobernante están tratando al Judicial —que traerá aparejada la presión popular para que se rectifiquen rumbos— posiblemente corregirá la situación creada.
La segunda clase de peligro es menos visible pero sus potenciales consecuencias serán tremendas y permanentes. Un gravísimo problema que se viene arrastrando desde hace muchísimo tiempo, pero que los gobernantes parecen incapaces de solucionar. Nos estamos refiriendo a la pérdida sostenida de la calidad educativa.
Con respecto al primer tipo de problema, la alarma cundió cuando se supo que en la recientemente aprobada Ley Presupuestal (que regirá por dos años), los gobernantes no sólo no tuvieron en cuenta ninguna de las previsiones presupuestales del Poder Judicial, sino que ni siquiera se lo menciona.
Hay quienes consideran que la causa de tal asombrosa situación es la de “sancionar” al Poder Judicial porque durante la Presidencia de José Mujica (2010-2015) declaró inconstitucional varias leyes por él promovidas (lo que provocó su público enojo e incluso el deseo de reformar la Constitución con el fin de quitarle a la Suprema Corte esa atribución y dársela a un nuevo órgano…¿independiente?). Asimismo, porque desde el 2011 se viene arrastrando un conflicto entre los judiciales y el Ejecutivo, porque no les pagó el aumento de sueldo del 26% que estaba incluido en la Ley Presupuestal de 2010, a pesar de las sentencias dictadas en tal sentido. Todo esto fue generando que en el período anterior las relaciones entre ambas ramas del Estado fueran ríspidas.
La situación planteada de “asfixia presupuestaria” llevó a que la Corte creara un Comité de Crisis para que analizara cómo reducir los gastos al “mínimo imprescindible”. Pero aún así, si el Ejecutivo no concede un refuerzo presupuestal, el Poder Judicial se verá obligado a “suspender servicios antes de fin de año”.
Alarmante y elocuente, ¿no?
Con respecto al segundo tipo de amenazas para el mantenimiento de la calidad democrática en Uruguay, el tema fue plantado por Elena Martínez, ministra de la Suprema Corte de Justicia, docente de la Universidad Católica y del Centro de Estudios Judiciales del Uruguay (CEJU). En una entrevista, afirmó que “los estudiantes de derecho tienen acotada seriamente su capacidad para expresarse de forma oral y escrita”. Además, que la educación que se les brinda es “excesivamente teórica”, lo cual genera dificultades al momento de armonizar esos conocimientos con la práctica.
Martínez manifestó que desde los primeros días de clase detecta “limitaciones en los estudiantes para expresarse oralmente”. Luego percibe “serias dificultades” para escribir, “problemas de redacción y ortografía” y “una insuficiente comprensión lectora”. Y esas carencias no son propias de un grupo reducido de alumnos sino que es un “panorama de alcance general”.
Si consideramos que hay una relación intrínseca entre lenguaje y pensamiento, nos daremos cuenta que personas que se expresan mal, piensan en forma errada. Y, si esto es pernicioso para los individuos en general, ¡se torna nefasto al tratarse de jueces que deberían analizar con sustento lógico y jurídico los recursos que se presentan ante ellos!
En conclusión, si tomamos en cuenta la conjunción de los factores mencionados, es de temer que se avecine un negro panorama para la calidad democrática en Uruguay.
Hana Fischer