N° 2051 - 19 al 25 de Diciembre de 2019
N° 2051 - 19 al 25 de Diciembre de 2019
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEncontrar caminos para intentar una solución a un problema, sobre todo aquel cuya posible superación se insinúa improbable a corto plazo, necesita antes que ese problema sea comprendido.
Si no intentamos primero entender a qué nos enfrentamos, difícilmente elijamos la forma correcta para llegar a un puerto medianamente cercano a algo parecido a una solución.
Cuando un joven de 24 años es asesinado a la salida del Estadio Centenario de un tiro por alguien que probablemente haya disparado al boleo, a la multitud, despierta una serie de reacciones primarias, a cuál de todas más obvias: hay violencia en el deporte, el asesino es un animal que se tiene que pudrir en la cárcel, no voy más al estadio, etc.
Sin embargo, hay reclamos que se escuchan ante otros episodios de violencia que casi no se oyeron aquí, como, por ejemplo, responsabilizar a la Policía.
El hecho de que el momento de los disparos haya sido captado por cámaras de seguridad incorporó un dato que llevó a atemperar algunas protestas y a potenciar algunos miedos.
Cada año hay unas 20 mujeres asesinadas por sus parejas. Cada año 22 niños son asesinados, en su mayoría por madres, padres o tutores. Cada año unas 16 personas son asesinadas en el transcurso de rapiñas, en su mayoría porque se resistien, un dato que incorpora otro elemento de análisis para profundizar en esos hechos.
Pero ya casi no profundizamos, casi no nos alarmamos por la mayoría de los homicidios, no conocemos el nombre de las víctimas.
Sin embargo, aunque hace 10 años que no hay un homicidio en el entorno de un estadio, en este caso supimos el nombre y apellido de Lucas Langhain, el hincha de Nacional que recibió el disparo mortal tras el clásico. Le destinamos un tiempo y una atención que a otros muertos, no. ¿Por qué?
En primer lugar, la filmación agregó varios condimentos para que el tema se tratara de esta forma: vimos en primer plano la locura homicida y sin sentido, porque cuando un hombre mata a su pareja, esa violencia tiene un destinatario concreto; incluso cuando un narco mata a otro, la víctima está elegida con anterioridad.
En este caso, no. Todo indica que fueron disparos a la multitud. Y eso nos aproxima a algunos sentimientos que aparecen atemperados en otros actos de violencia.
En primer lugar, se pierde la ajenidad que tienen los muertos en otras circunstancias porque, ya lo sabemos, esas cosas espantosas les pasan a otros. Aquí, en cambio, aunque es un episodio que se da cada 10 años, pudimos ser cualquiera de nosotros, cualquiera de nuestros hijos, el que atinara a pasar por allí. El hecho, así filmado y visto por todos, nos acerca a un aspecto de la violencia que está presente pero que preferimos obviar: siempre estamos regalados, como lo estaba Lucas.
Cuando un narco organiza una balacera contra otro narco, la bala perdida le puede llegar a cualquiera, pero nunca vemos en un video esa locura de subfusiles manejados por imberbes, porque esos hechos ocurren lejos, donde no hay otras cámaras que las sépticas, y con suerte.
El otro día una compañera de trabajo me decía que en el hogar uno tiene más controlada la violencia porque sabe con quién trata. Pero uno de los últimos femicidios se dio en una pareja en la que el hombre no solo no tenía ninguna denuncia previa, sino que, según otros testimonios, nunca le había pegado a su mujer: el primer acto de violencia fue el último. No digo que vivamos como si durmiésemos con el enemigo, digo que la mente humana es frágil como el cristal, y se rompe en el momento menos pensado y le ocurre a la persona menos sospechosa.
Lucas no protagonizó una pelea, solo festejaba; tenía un grado de inocencia, al menos en ese momento, similar al de una esposa asesinada, un niño golpeado hasta la muerte, un comerciante que resolvió mal un momento de tensión generado por alguien que, normalmente, no va a tomar una vida sino dinero.
Pero acá vimos como en una película la locura irracional de la violencia. Lucas pudimos ser todos. Y el matador ¿ejerció un tipo de violencia muy distinto a otros? Si nos atenemos a las consecuencias, no: la víctima fue un inocente. Pudo ser ese u otro, y eso es lo que nos incentiva el miedo, ese miedo antojadizo que no se nos despierta con una muerte de un comerciante en Paso de la Arena, la mujer asesinada por su marido en Pocitos o el pibe que estaba en la joda y terminó cosido por 30 balazos. En un acto más reflexivo podemos comprender que, en definitiva, cualquiera que hubiese recibido el balazo esa noche de fútbol era tan inocente como la mayoría de nuestros muertos cotidianos.
Y en el terreno de las responsabilidades, el caso nos lleva a visualizar que la Policía no tiene ni tuvo posibilidades de hacer nada. Podríamos aprovechar para pensar que cuando no vemos cómo se desata esa violencia asesina, ¿qué responsabilidad le podemos atribuir a la Policía cuando el esposo mata a su esposa en el dormitorio?; ¿qué responsabilidad tiene la Policía cuando un padre mata a su hijo en una madrugada de violencia?; ¿qué responsabilidad cuando un rapiñero viene caminando por una calle cualquiera, se mete en un comercio y en cinco minutos comete un desastre?
En todo caso, la responsabilidad policial comienza luego de derramada la sangre.
Pero antes no tuvo ninguna responsabilidad, por lo siguiente —y esta es la conclusión más importante a la que puedo aspirar con mis conocimientos y a través de una columna periodística—: el origen de la violencia está muy lejos del accionar de la Policía. Incluso en la prevención hay más responsabilidad en el vecino que oye a la mujer o al hijo llorar por meses por los golpes recibidos y no atina a denunciar.
La Policía debe disuadir si puede y luego aclarar los delitos. Pero la violencia la llevamos dentro y ni un examen de rayos X podría detectarla.
No se equivoquen, estamos todos tan regalados ante la violencia como estuvo Lucas. La violencia no es un misil teledirigido. Es una bestia ciega que no siempre elige a la víctima en la que va a descargar ese odio que, a veces, se coció a fuego lento, en el seno de un rancho helado o de una familia mucho más helada aún.
Un comentario final a modo de bonus: la investigación policial mostró que Lucas tenía en su cuenta de Facebook mensajes violentos contra Peñarol, festejaba los muertos de la hinchada rival y exhibía poderosas armas. Eso hizo suponer que podía ser un asesinato premeditado, algo que desmiente la actitud y la forma de disparar del asesino que todos vimos en video. ¿Pero no es sospechoso que haya disparado a la multitud y justo le haya pegado a un joven violento, posiblemente armado, que festejaba la muerte? ¿O será que más que casualidad lo que ocurrió es que por la composición de esa multitud había grandes chances de que embocara su tiro en el cuerpo de otro violento? Porque en definitiva esa es otra de las características de la violencia: mientras no estalla, transita y convive silenciosa entre nosotros, como un tigre agazapado, esperando el momento para despertarse y dar el zarpazo mortal, dejándonos a todos preguntándonos, una vez más, ¿por qué?