Nº 2168 - 31 de Marzo al 6 de Abril de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUna de las cosas que primero se aprenden al irse a vivir a otro país es que las cosas no necesariamente se hacen como en el país de uno. Eso ocurre en muchos terrenos, incluidos los de la vida diaria: se come a horas distintas, se trabaja en horarios más intensos o más extensos, la gente espera el bondi en la parada en vez de correr como loca a su encuentro, los vecinos se sientan en la vereda a tomar el fresco o no salen de la casa, etc. Por supuesto, como turista es muy difícil percatarse porque siéndolo se suele estar en una burbuja diseñada precisamente para no notar nada de esto. Para que todas esas microdiferencias de la vida cotidiana no alteren nuestra visita. Para algo somos turistas, no locales.
Entender que hay diferentes formas de hacer las mismas cosas es un aprendizaje, un proceso. Toma tiempo y a veces implica incomodidades y ajustes. Hasta puede lograr que uno pierda más de un empleo en ese acomodarse a la forma local de hacer las cosas. Yo, por ejemplo, perdí un lindo laburo en Barcelona por decir (pensando que me anotaba un poroto) que podía entrar a trabajar media hora después de salir de clase. Me preguntaron a qué hora pensaba comer. Dije que picaba algo a la salida del metro. Nunca más me llamaron. Tiempo después, gracias a la amiga que me había hecho el contacto, me enteré de que esa respuesta había sido descalificante: si no me tomaba por lo menos un par de horas para comer, era evidente que mi estado mental era turbio y así no servía para el trabajo. Aprendí y jamás volví a decir que comía a la carrera. Al menos en Barcelona.
Esas distintas formas de hacer las cosas se aplican también, obviamente, a las formas de hacer política. Por ejemplo, hay países condenadamente serios que se toman la molestia de buscar (y lo que es mejor, de lograr) acuerdos de mínimos entre todos aquellos que pueden llegar a gobernar en relación con el conjunto de temas que se consideran estratégicos para el país; política de energía, educativa, de seguridad, económica, de infraestructuras, etc. Esto se hace como forma de evitar desvíos demenciales que resulten negativos para el país y lo pongan frente a un gasto inconducente.
Obviamente esto no quiere decir que aquellos que pactan estén de acuerdo en todo, especialmente que estén de acuerdo en los medios y en las medidas que se necesitan para resolver esos problemas. Pero, y esto es importante, sí están de acuerdo en unos fines mínimos, que logran que el país, gobierne quien gobierne, no dé un salto al abismo o caiga en la tentación refundadora. A mí me parece una gran medida, especialmente en tiempos de populistas salvapatrias de todo a cien que anuncian cambios radicales para el país como quien anuncia la llegada de un nuevo crece pelo al mercado.
Comenté esto en Todas las voces, programa de Canal 4 en el que participo como panelista y lo que logré fue un par de sonrisas de lástima, unas palmaditas en la espalda y el mote de “frutillita”, o sea aquel que cree que vive en “el país de las frutillitas”. Plantear la posibilidad (la necesidad, de hecho) de pactos de Estado que no sean de facto, es decir que no ocurran en medio de un griterío infernal, de marchas y contramarchas, de períodos de parálisis política que no le sirven al país, lo convierte a uno en un ingenuo. Porque acá no hacemos así las cosas, acá las hacemos de otra manera, que justo es la mejor manera de todas y que justo es la que usamos acá. Debe ser una de las alineaciones de estrellas más maravillosas que se recuerden, el pueblo elegido del “cómo hacer” al que justo la historia le puso en las manos el “mejor hacer”. Otra que maracanazo.
Ahora, conviene recordar que ese “acá las cosas se hacen así” implicaba que hace poco más de cien años solo votaran los propietarios. Y que hace menos de cien ese “acá las cosas se hacen así” todavía excluía a las mujeres del voto. La lista se puede extender hasta antes de ayer y seguir demostrando lo mismo: que pese a nuestra infinita reactividad ante el cambio, pese a nuestro terco “acá las cosas se hacen así”, las formas de hacer las cosas no han dejado de cambiar. Como dicen los Rush en su canción Tom Sawyer, “él sabe que los cambios no son permanentes pero que el cambio sí lo es”.
Es verdad, los países que han logrado construir esos pactos de Estado suelen ser países que arrancan de una profunda crisis o de un trauma colectivo previo. Alemania, que es el ejemplo paradigmático de país que tiene y respeta sus pactos de Estado, toma la decisión después de haber provocado dos pavorosas guerras mundiales. Desde el final de la Segunda Guerra, en Alemania han gobernado partidos de todos los colores que, con distintos énfasis en el cómo y no tanto en el qué (para eso están los pactos), han desarrollado largas políticas de Estado. Al país no parece haberle ido mal con eso de tener un firme y muy pactado carril central.
De hecho, no hay que irse a Alemania para encontrar la salida de una crisis en la que los partidismos fueron dejados de lado y todo el mundo se alineó detrás de una misma consigna. Alcanza con ir a Uruguay en 1983 y recordar la famosa proclama del acto del Obelisco, redactada por el doctor Gonzalo Aguirre, con algunas adiciones del también doctor Enrique Tarigo. Allí el trauma colectivo se llamaba dictadura y había un amplísimo acuerdo sobre hacer todo lo posible para dejarla atrás.
Por supuesto, la derrota del Sí (o la victoria del No, como indique el partidómetro interior de cada uno) implica que los 135 artículos de la LUC que estaban en disputa tienen ahora el aval del soberano convocado. Además de tener mismo aval parlamentario que tienen el resto de los artículos. Es lo que ocurre cuando invocás la democracia directa: reforzás la decisión que se toma, incluso cuando no te gusta el resultado. Ahora, lo que los “frutillitas” pensamos es la cantidad de tiempo, dinero, esfuerzo, horas legislador, etc. que se podría haber destinado a otra cosa, y de paso evitar la frustración y el atomice colectivo al que nos somete nuestro maravilloso método único, si pensar en esta clase de acuerdos básicos no fuera una suerte de tabú en este país.
Un tabú mentiroso, claro, porque pactos de Estado de facto tenemos varios. Por ejemplo, las generalidades de la política económica, en donde a pesar del barullo de unos y otros, nadie nos ha arrojado directamente al abismo aún. O la política de forestación, que tiene la particularidad pintoresca de provocar alaridos de A contra B cuando A está en la oposición y denuncias furibundas de B contra A cuando A está en el gobierno. Y sin embargo allí sigue, extendiéndose y ampliándose con relativos buenos resultados desde hace casi tres décadas.
Parece que en vez de anhelar una política gris, aburrida, eficiente y sin estridencias, nuestro caluroso carácter latino nos condenara a morir siempre en el ruidaje y en la mala gestión de los esfuerzos colectivos. En las banderas y los bandos. Porque así es como hacemos las cosas acá, en el país en donde la forma única de hacer las cosas, justo coincide con la mejor forma de hacerlas, sin discusión ni duda. Será por eso que este no es país para frutillitas.