Nº 2231 - 29 de Junio al 5 de Julio de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl martes 27 se conmemoraron los 50 años del golpe de Estado que inició en Uruguay una dictadura que se prolongaría por más de 12 años. En el grupo de WhatsApp que tenemos con mis compañeros de liceo en México subieron un artículo publicado por diario El País de España, sobre el embajador Vicente Muñiz Arroyo, quien estuvo al frente de la Embajada de México en Uruguay entre los años 1974 y 1977. Muñiz Arroyo fue el responsable de que mi familia, yo y al menos otros 400 uruguayos recibiéramos asilo en su país durante la dictadura.
El artículo me dejó pensando en que si bien la dictadura comenzó hace 50 años, la memoria personal no siempre se corresponde con las fechas oficiales. Para mí, que era un niño entonces, el inicio de la dictadura ocurrió después, en 1976. En esos tres años que van desde el golpe de Estado “real” y la detención de mi padre, a mediados de ese 1976, la dictadura fue algo brumoso que solo se materializaba en algunas rutinas de la escuela y, claro, en algunas conversaciones en voz baja a mi alrededor.
A los ocho años y viviendo en el barrio de Manga, en una casa con un terreno enorme atrás, no lograba entender del todo qué estaba pasando en lo que hasta entonces era para mí un paraíso de campo, juegos, perros, amigos y estrenos de Walt Disney en el Cine Censa. La dictadura era, sí, las listas de sediciosos que aparecían en el informativo, cierta precaución automática cuando te cruzabas con un policía o un militar, y las preguntas apenas escuchadas de si ya habían agarrado a Juan o a Pedro.
Eso cambió cuando mi padre fue detenido a mitad de la noche en el invierno de 1976. Para mi memoria, la dictadura comenzó cuando abrí los ojos y me encontré con una cara desconocida a pocos centímetros de la mía. Era un policía de poblado bigote que a eso de las dos de la mañana estaba revisando los libros que estaban en la cabecera de mi cama. Buscaba Marx y Lenin y se encontró con El caballito jorobadito.
La dictadura se materializó un poco más cuando vi a mi padre salir esposado por la puerta a mitad de la noche para ser llevado a quien sabe dónde. Se volvió incluso más material cuando mi madre recorrió comisarias durante días hasta encontrar, medio de rebote, dónde estaba encerrado e incomunicado mi padre. La dictadura cobró la dimensión que de verdad iba a tener en mi vida cuando, con la excusa de llevarnos al dentista (estaba en el mismo edificio), mi hermana, mi padre, mi madre y yo terminamos pidiendo asilo en la Embajada de México, llevando con nosotros apenas la ropa puesta.
Lo primero fue estar unos días en la Cancillería, esperando a que las autoridades mexicanas confirmaran que éramos quienes decíamos ser y que, efectivamente, nuestras vidas estaban en peligro. Aún no lo sabía, pero había en ese mismo instante al menos media docena de uruguayos en la Cancillería y muchas docenas más en la residencia del embajador, esperando salir del país.
Eso era curioso, por decir lo menos. Que un embajador alojara en su residencia privada a cientos de personas durante meses no creo que sea lo habitual ni algo que venga con el sueldo de embajador. En su residencia del barrio de Carrasco, el embajador Muñiz Arroyo se había reservado apenas un par de habitaciones y un baño para su uso personal. El resto de la casa, que era enorme, estaba ocupado por asilados políticos y sus familias, en espera de recibir el salvoconducto que los sacara del país.
A pesar del estrés que implicaba la situación, por lo general los adultos se las ingeniaban para lograr cierta sensación de “normalidad”. Así, un asilado que era maestro (y de los buenos) nos daba clases a cada uno de los niños que estábamos ahí, para que no nos atrasáramos respecto al programa escolar. También le debo a ese maestro la hoy casi olvidada habilidad de hacer títeres y muñecos con papel maché.
De dónde sacaba el embajador recursos para alimentar a esa cantidad de gente durante meses, tres veces al día (hasta donde recuerdo, jamás nos faltó nada), siempre me ha resultado un enigma. Lo cierto es que más allá de las tiranteces que se pudieran generar en esa compañía tan estrecha (mi familia, por ejemplo, compartía habitación con una pareja y su hijo), a los tropezones y sin entender mucho qué pasaba en el mundo exterior, la vida siguió su curso en ese par de meses que nos tocó estar en la residencia del embajador.
El viaje al aeropuerto fue un momento intenso. No solo en lo emocional, nos íbamos del país dejando atrás todo, abuelos, perros y gatos, amigos, acentos, primos y playas. También lo fue en términos del dispositivo de seguridad. Si bien el trayecto era corto, había que hacerlo en el auto del embajador, con el embajador. Otros dos autos de la embajada, uno adelante y otro atrás, completaban el séquito. En el trayecto, recuerdo que Muñiz Arroyo nos mantenía distraídos a mi hermana y a mí, hablándonos de las palabras que había aprendido en su estancia en Uruguay. Mis padres miraban por las ventanillas, seguramente nadando en el mar de dudas que se abrían sobre nuestro destino.
En el aeropuerto todo fue atípico también. Los autos entraron directamente en la pista y pararon al pie de la escalerilla del avión, sin pasar por el edificio. Acompañados por el embajador y los diplomáticos de la Embajada de México, fuimos conducidos hasta nuestros asientos. Entonces el embajador le entregó al capitán del avión los salvoconductos que nos llevarían hasta México. Le agradecimos efusivamente a Muñiz Arroyo y nos fuimos.
Llegamos a México en la víspera de Navidad de 1976. Es interesante este punto, porque la memoria acá no se condice con lo que podría decir la historia. Según los datos de los Archivos del Terror, nuestro avión voló el 21 de diciembre a México; pero según nuestra dispersa y algo ajada memoria familiar, volamos el 22 y llegamos el 23. Mi padre va más allá y asegura que salimos el 23 y llegamos el 24. En fin, que por estas cosas es mejor escribir la historia de las cosas y no quedarse solo con la memoria personal, que es parte importante, pero no el todo.
México fue un alivio inmediato y una fiesta para los sentidos. La explosión de luces que nos encontramos en los adornos navideños que estallaban en Paseo de la Reforma. Los infinitos y poderosos aromas del mercado Juárez. La, para mí, asombrosa variedad de golosinas del supermercado Sumesa de la otra cuadra. Los acentos, los juguetes, la ropa, la inconmensurabilidad del entonces DF, hoy Ciudad de México. Todo era luz, aunque sin abuelos ni primos y con la necesidad de hacer nuevos amigos. Amigos como los que tengo en el grupo de WhatsApp, que me han acompañado desde entonces.
¿Por qué cuento esta memoria personal? No porque sea especialmente relevante, no lo es. La cuento porque es una piecita del mosaico de nuestro pasado reciente, ese que de a poco vamos armando, con nuevos documentos y nuevas revelaciones que nos acercan un poco más las ausencias y nos permiten intentar corregir las injusticias de aquel régimen brutal. Un mosaico que debería servirnos para radicalizar nuestras convicciones democráticas y reafirmarnos en una idea sólida y central a la que cualquier demócrata serio debería adherir: nunca más dictadura.